En una entrevista con Leonel Arance, Reynaldo Jiménez (Lima, 1959), confiesa:
«Escribo para despensar los términos. Lo más preciso tiende a
seguir abierto. En última instancia, me gusta darme al remolino mestizo, busco
la emergencia indefectible con el molusco por crencha, desmentido de magnitudes
y mensuras hasta el caracú, cinturón de anguilas y anteojos de pulpo, con
plancton en la boca… El hombre-sandwich es el hombre-rana que mi hija Clara vio
salir del bravo mar en una playa del Perú cuando era chiquita: le dije mirá el
hombre-rana y ella vio el mixto encarnado, la mutación intermedial que la
palabra decía. Es por este andarivel que el canto de inocencia completa, como
en Blake, el de experiencia».
Reynaldo, poeta y traductor afincado en la ciudad de
Buenos Aires desde 1963 creció rodeado por el «oficio de la inventiva». Y no
sólo por la influencia de su padre Manuel —un artista visual quien, más allá de
su amistad con artistas peruanos como Gastón Garreaud, Leslie Lee, David
Herskovitz o Sabino Springett, merecería mayor atención— sino, también, por la
influencia que ejerció en él Javier Sologuren, su tío.
Reynaldo Jiménez fue editor de tsé-tsé, una plataforma de
difusión de poesía y ensayo contemporáneo en la que aparecieron autores César
Moro, William Burroughs, Patti Smith, Arnaldo Antunes y Silvia Guerra, entre
muchos otros. Hasta la fecha ha publicado los libros de poemas Las miniaturas
(1987), Ruido incidental / El té (1990), 600 puertas (1993), La indefensión
(2001) y Musgo (2001), y los ensayos Por los pasillos (1989) y Reflexión
esponja (2001). Actualmente la editorial española Libros de la Resistencia
viene publicando su obra poética reunida bajo el título Ganga. Amén de ello
Reynaldo Jiménez también ha traducido al español importantes obras de la poesía
brasileña contemporánea como Galaxias de Haroldo de
Campos, Catatau de Paulo Leminski, además de obras de Josely
Vianna Baptista, Arnaldo Antunes y Sousândrade. Sin embargo cuando la crítica
se refiere a él, antes de hurgar en su descomunal obra, opta por considerarlo
como «el más joven de los neobarrocos», aunque para este autor el neobarroco
sólo haya sido una parte de su «educación sentimental», importante, sí, pero
finita. Reynaldo Jiménez va más allá de eso. Por tal razón consideramos muy
oportuno aclararlo a través de uno de esos diálogos que sólo pueden darse a
través de la amistad.
Reynaldo, comenzaré por un tema que tal vez despierte
polémica. Quizás por tu aparición en Medusario (hay que
aclarar que, más que una antología del neobarroco, es una de poesía
latinoamericana, a secas), se te suele nombrar “caballero de la orden” –de los
neobarrocos. Yo tengo una mirada diferente. El neobarroco (oso) planteado por
Néstor constituyó una emergencia histórica, frente al conversacionalismo. Me
parece, corrígeme, que tu poesía sería ligeramente posterior a esta emergencia,
una que dejó huella y se constituyó en una posibilidad estética y
política. Considero también que eso “barroco” en su sentido más amplio, es
algo consustancial a lo latinoamericano, si es que existe lo
latinoamericano.
¿Te consideras un poeta (en primer lugar, habría que
preguntarse si quedas “solo” en poeta) un poeta barroco, o más bien uno que
explora las diversas posibilidades (y densidades) del lenguaje?
Gracias, Maurizio, por la oportunidad de conversar sobre
estas cosas, no sé si importantes pero soterradas a la hora de “achicarle el
pánico” a cierta cuota de prejuicio que a veces siento pesar sobre determinados
“juicios de valor” que se le han aplicado a lo que escribo. En este sentido
está bueno develar, porque, aparte del caso personal, me parece que estas
cuestiones hacen a la looking atitude (Duchamp llama) y eso ya es del contexto,
excede lo estrictamente personal. Desde dónde suele determinar hasta dónde “se
lee”.
Medusario: varias veces me tocó mencionar la alegría
que fue esa inclusión para un linyera espiritual (así me sentía entonces), un
gato ni hogareño ni callejero sino bastante solitario, mientras ponía todo el
empeño y práctica artística en la fuga más elástica posible, en toda suerte de
mínimas desprogramaciones culturales. Junto a semejantes mostros, además, con
suficientes páginas como para hincar el diente en cada poética, en un mismo
nivel de respeto al despliegue de cada cosmograma.
Medusario de hecho cuenta entre sus logros, en
cuanto a políticas de la edición, la ofrenda de un diagrama alterno a un cierto
canon anterior o —para decirlo a lo Haroldo— una galaxia. Entre ello quedé,
como sabes, en la grata, pero rarita situación de ser el “más joven” de la
troupe: ergo, y por transposición de cierta mala fe, reincidente ella con
distintas caretas, sospechable —presa facilonga, venía cantado— de
epigonalismo. Y en cuanto a la acusación de manierista, no sólo no tengo
inconveniente, sino al contrario en buena medida la aliento.
He referido también en otra parte —vale repetirlo— que esa
inclusión la sentí un guiño de Perlongher, quien siempre apostó a mis cosas y
en ese andarivel recibí el influjo de su onda fraterna, de su apoyo de lector
que tomaba en serio lo que para otros eran mamarrachos de lo más ilegible. Es
que a ambos nos importaba ese asunto crucial de “lo ilegible”, los bordes
semánticos, las fronteras que son las análogas de la conciencia establecida, la
convención que fija las posturas en un calambre ahí donde, para ese “nosotros”
posible, la poesía apuntaba más bien y bien en cambio a la elongación
connotativa tras el menor atisbo de microsentido. Así fuese un tipo de sentido
informalescente, sobre todo ése, con una pizca drástica de azar, de accidente
provocado, en lo peligroso del juego verbal y su entrelínea.
Y para seguir a Lot con el lance, sentimiento ambivalente de
pertenecer, sin haberlo buscado, a una “orden de caballería”. Quizá lo poeta en
uno tenga varias vidas y arrastre algo definitivamente gatuno, que ni mal
sabría definir (ajusta la simultánea, equidistante sombra).
Medusario, lo que presenta es una serie adrede
irregular de escrituras, realizadas en gran medida con escaso o nulo
conocimiento entre sus autores hasta ahí. La apuesta de reunirlos los coloca en
una interrelación diagramática que no existía como posibilidad asociativa, que,
a su vez, a los propios autores puede representarles una especie de desafío (me
ocurrió) no sólo de lectura de lo ya escrito sino en cuanto a puntas de
exploración a futuro.
Parecido y distinto sucede también con un compilado
posterior, Pulir huesos, que nos incluye, Maurizio. Ahí están los
coetáneos. Está la gente de un par de camadas —Róger o Maquieira serían parte
de una tanda etaria, uno o Arteca estaríamos entre los del medio, tú entre los
del otro borde— una bandada posible, reunida también por primera vez a la luz
de un lector que es un crítico creíble, Eduardo Milán, de hecho, también
incluido como autor en Medusario.
Ambos libros secuencian e inauguran un desenfrascamiento del
“ser nacional” endilgado a los habituales florilegios. Quizá esto se deba a la
propia desterritorialización, pasada por lengua, en los desplazamientos
geográficos y culturales, aunque de diverso perfil, de los propios Perlongher,
Echavarren, Kozer, principales carburantes de la edición medusaria; asimismo la
circunstancia conocida del propio Milán.
Yo también llego, como tú, a esta especie de delta de
influjos y ancestralidades, en la mescolanza lingual del mestizaje que encarna
nuestras américas, desde las cuales eminentemente y sin más vueltas escribimos,
a destajo. En este sentido, la mistura fina de Medusario se continúa (y desvía)
en Pulir huesos, y quizá continúe en otro avatar de la desmentida más adelante…
No interesa tanto la perduración estilista como las movidas del diagrama que
produce esa lectura de conjunto en el sentido galáctico —concreto— antedicho.
Ahora: con Kozer nos llevamos diecinueve años, con Perlongher diez, Haroldo me
llevaba treinta, etc. Las trayectorias y los alcances, ergo, son
incomparables desde cualquier punto de vista. Con el que somos más coetáneos es
Eduardo Espina: cinco años nomás de diferencia.
Néstor incorpora el conversacionalismo, lo digiere como buen
antropófago psicodélico que era, en plan de mestizaje total y absoluto, lo
mete, con el surrealismo y el concretismo y el beat, en una barrocodelia, le
añade las derivas que todos sabemos de igual manera que, en el plano
estrictamente comportamental, se desmarcaba, según consta en sus declaraciones
publicadas en vida, de cualquier normativa identitaria homosexual u otra,
prefiriendo, en todo este berenjenal del lenguaje, plantear y dejar vibrando la
posibilidad mutante de “los mil sexos”. Así también, su recurrencia a la
sustancia alteradora de la percepción, de índole dionisíaca, pero en cuanto
reconecta con la lírica, en tanto entonación, en tanto dadora de un tono. Y
hasta, como demuestra Aguas aéreas, con la mística más pulsional. Esto a
diferencia, como él mismo señala, de su colega y probable maestro en varias
cosas Osvaldo Lamborghini, mismo un devorador de conversacionalismos y
laburante desmitificador de la entrelínea, para quien la música en el poema no
cuenta, mientras que para Perlongher sí. Y mucho cuenta, porque canta. En este
descuento, a la vez, abre distancia respecto al color local del prosaísmo
rioplatense, lo que él llama la “tos de tango”.
Yo leo Austria-Hungría apenas publicado,
después de haber leído a muchos de los autores que también constituyen su
galaxia referencial, empezando por Lezama y el surrealismo argentino, que
Néstor incorpora, a diferencia por ejemplo de Echavarren, que prefiere, en su
ley, la línea Stevens-Ashbery, a quienes tradujo. Echavarren reprende y con
razón el recurso a la enumeración caótica, que identificaría al surrealismo,
tomándolo como defección, restricción de la exploración sintáxica.
Lo mismo, aunque por motivo opuesto, le adjudica, dicho no
sea de paso, al concretismo brasileño en su etapa más constructivista o
manifestaria: la ausencia de la sintaxis. Lo cual es clave para todos los
incluidos en Medusario: si hay un barroco, ocurre al ras y en tanto
lengua sintáxica. En Hinostroza, por ejemplo, no hay explitación barroquí,
mientras que en Lauer la habría; ello no quita una cualidad policéntrica, una
visión interiorizada y refecundada desde las periferias en pro de una lengua
mutante, característica común a los llamados neobarrocos, en el cosmograma
hinostroziano. O en la limpidez de Zurita. O en la precisión digresiva de
Milán. Ni hablar de la lengua intermedial en Wilson Bueno o Leminki o Marosa.
Ahora, en última instancia a cualquier neo prefiero, por
sugerir un proceso mucho más amplio, e interamericano si se quiere, siguiendo a
Rubén Quiroz, recientemente, y al propio Haroldo, antes, un transbarroco.
Lo barroso nestoriano fue una broma momentánea, una salida
al paso durante una entrevista, que los fijadores de la preceptiva determinaron
clave de lectura a través de una reiteración que le perdiendo el aroma. La
broma continúa entonces como obturación generalizadora de matices, caricatura
en su dictamen de lugar común (falso lugar y falsa comunidad) que le cayó como
anillo al dedo a esa corriente tan rioplatense del populismo gourmet que nos
aqueja. El subrayado plebeyo como sobresignificancia que elude y torpemente
manosea sin presentir el refinamiento del pensar perlongheriano, que se
desplaza en un ajuste continuo por lo que él llamó micromar de las sílabas.
Además, no es cierto que el surrealismo, en las sudámericas
por lo menos, sea un remiendo de imágenes verbales o responda a una suerte de
epigonalismo de hallazgos europeos. En todo caso esos surrealismos no serían
ninguna especie de avanzada neoartística del occidente colonial. Este elemento
de flexibilidad articular que Néstor se presta a sí mismo para la elongación
semántica que se propone, con su nivel de irritación humoral, le sirve también,
si no para quebrar la línea más fordiana de producción del realismo descriptivo
y naturalista, conversacional o no pero sí claramente dominante en la provincia
rioplatense de las Letras, para desmadrarse (alegremente) hacia una mayor
concentración expansiva en el lenguaje.
Las articulaciones sintáxicas, tal como ocurre, si se lee
con el suficiente desprejuicio, en la enumeración efectivamente caótica, con
igual derecho a circular que el de sus detractores o, peor aún, sus
reduccionistas fans de la academia, pasado por los beats y desde el
lumpen-de-origen, mescolanza que de hecho Néstor reconoce en otro colega,
marginal hasta dentro de la llamada “poesía marginal” de su generación en
Brasil, Roberto Piva, de quien, me atrevería a decir, es el introductor en
lengua castellana (lo mismo que de Wilson Bueno), nos lo presenta formalmente y
en su estatura. No hay que descartar, insisto, las recién mentadas
frecuentaciones o infrecuencias de sustancias alteradoras y, en fin, de un
abanico de ilegalidades en los modos de intimidad interpersonal, viendo el
desde ojo situacionista la existencia colectiva y a la vez buscando en todo
momento la perla irregular.
Nunca leo y menos escribo desde un neo. Comparto esa
fulguración, que está en Echavarren cuando discurre sobre Sor Juana, si no me
equivoco, de que la precisión no es necesariamente una síntesis, mucho menos un
atajo, sino un develamiento del detalle y el matiz. En este sentido, y llego,
jadeante, a tu pregunta, sin respuesta unívoca: lo barroco (¡salve Adán!) me
involucra, es parte del acervo influyente, su injerencia en lo que escriba o
pueda llegar a escribir es, será parte de la situación americana y me llega de
la mano de esta mixtura ambiente que somos sin más buscar y sobre todo: sin
mayor necesidad de rebuscar.
Personalmente considero que tu propuesta puede surgir
de ese espíritu (lúdico y connatural) del barroco oral del cual te vales para
plantear dos niveles de crítica y reflexión: la poesía como una fusión de la
inestabilidad del habla y su vinculación con los diversos campos de la
producción cultural. Hay trabajos tuyos a los que el lector accede pensando que
está frente a un poema cuando, en realidad, está ante una crítica.
Podría alegar que parte del proceso de “liberar” (¿a su
modo?) o “librar” (¿a su suerte?) un textil de esta índole poético-crítica, que
planteamos y compartimos, en el sentido de condensar ése cierta intensidad o
cierto gradiente (grado mordiente) de atención, implica en mi procesar su paso
materializante por la voz. Leerlo en voz alta hasta que suena escrito en efecto
por otro, ahí donde la voz ya es una interpretación —no en el sentido de la
interpretancia de algún neodiscurseo, sino en el más performático de un
impersonator— o sea que se traslada algo que sonaba “en la cabeza” al aire
común (y corriente). Los arrastres residuales del habla por supuesto infiltran
la instancia inspirada del procesar ése, mientras la cosa “se” escribe, en un
dictado que por un lado provoco pero que sólo puedo convocar cuando colocado en
determinada coordenada, la cual no es automática a mi requerimiento sino una
condición de disponibilidad, que tampoco es garantía de aparición del textil.
Escribir poesía, según entiendo, es ejercer la crítica tocando connotaciones.
Una vez materializado —las arremetidas pueden durar de una
sentada a varias— siguen las relecturas, cambios absolutamente quirúrgicos si
se quiere, de una frialdad que calma una vez alcanzado cierto desapego que no
me ocurría con las primeras publicaciones, ni hablar. Y es que fue a medida que
abrí más la atención, como quien dice un diafragma, la incidencia del “dictado”
fue aún mayor, y menos luego para la intervención posterior.
Claro que pueden pasar meses y meses hasta que retorne la
vibra, lo cual no implica que haga “ejercicios” (decenas de libros cuyo
vanguardismo proyectivo se diluye en el rescate, a lo sumo, de alguna estrofa,
una línea que pasa a ser el título de lo siguiente). Lo cierto es que la
operación crítica dentro de este proceso, por así llamarlo, aunque venga medio
sin bordes, por momentos, ocurría en un comienzo en ese “después” del hecho
conectivo, de la instancia de ruptura del cascarón semántico en que las palabras
se conectan entre sí ante los propios sentidos o inteligires. En este sentido
vengo pensando hace rato que el mal llamado automatismo psíquico quizá haya
sido y siga siendo, si cabe atribuirle nuevas o perdurables posibilidades, una
desautomatización. La pérdida del sujeto social, de la identidad, del registro
cognoscente anterior al hecho, la famosa suspensión del juicio (ni hablar del
pre, así fuese del neo) confluyen en esa concavidad que permea la atención.
Quizá buena parte de las poéticas en trance, por no decir
actuales dentro de una demasiado subrayada transitoriedad, cuya valoración
excesiva la hace dudosa, destaque precisamente por esa cualidad de transfusión
que señalas. Me refiero a escrituras que se trazan desde aquello que José
Ignacio Padilla ha remarcado tan bien: el hecho de que el poema no
necesariamente dice, sino hace. Casi una remisión lautreamoniana: “hecha por
todos”, dijo (es decir: hizo y de tal modo dejó hacer). Por este lado es que concuerdo
con tu apreciación de una poética que sea una crítica, y esto además desde la
perspectiva multiforme (y acaso deforme, a estas alturas) de la tradición
emergida con el Romanticismo, alimentada por una variación de arrastres en que
me gustaría heracliteanamente sumergirme.
Tu relación con la Poesía (escrito así) me parece que
también se constituye en la posibilidad de asumirla o enfrentarla de manera
independiente de lo “literario”. ¿No crees que uno de los problemas que
enfrentamos para la “comprensión” de lo poético está en que muchos lo asumen
como algo que está “afuera” pero al que se le exige los mismos valores de
aquello que está “dentro” de eso literario?
Leer un libro de poesía para entrar en poesía. Como escuchar
música, bailar, preparar cualquier ceremonia que involucre algún tipo de
reunión, de ampliación vincular, de horizontalización de redes, de entrada, en
materia, estudiar a fondo los fenómenos irrepetibles y asimismo olvidarse de
todo, de la literatura más que nada, pero también de la poesía mayusculada,
muscular, gloriosa, unidimensional.
Como si supiéramos de qué cuernos estamos hablando al decir
poesía. Por cierto, soy ignorantísimo y leo muy poca literatura en el sentido
de la narrativa actual o los ensayistas contemporáneos de los que suele decirse
“cómo no leíste a tal” o “si no lo leíste, no es posible pensar nuestro tiempo”
(exagero, pero no tanto, le habrá ocurrido a los lectores que hasta aquí nos
acompañan).
Creo, y temo que se volverá a tildar de elitista, que
tenemos un groso problema semántico con eso de los “muchos”. O sea, estoy de
acuerdo contigo en que la exigencia de comprensión hacia un poema genera
demasiadas incomprensiones por parte de ese público de lectores a la pesca de
acrecentar su inventario, como tanto cazador de filmes o novelas, si no de
marcas y términos deslumbrantes, útiles a la hora de la sobremesa en que manda
la socialidad con sus “temas de conversación”. Pero la lectura poética pide, si
no exige, una disponibilidad, una entrega de otro tipo o aun otro orden.
De ahí tal vez la confusión de pedir confirmaciones
literatas adonde estaría ocurriendo algo que recurriendo a la común materia —el
lenguaje— sin embargo, parece acontecerse en una meditación en esa materia, la
cual a la vez constituye una materialización. Una emergencia que no confirma a
los “muchos” (de ahí el equívoco de los intentos de implantación del
preexistente democrático —poesía que se entienda “para afuera”, como si
dijéramos, en el picnic: cántate una que sepamos todos— en todo andarivel de la
experiencia, a la vez que asistiendo al desprecio contemporáneo, sino pánico,
hacia la interioridad, la cual se constata únicamente en el singular, o sea, el
lector…).
En cierta ocasión conversabas con Régis Bonvicino
sobre el miniboom de la poesía joven que se experimentaba en Argentina, el
cual, de una manera incipiente, tal vez haya empezado en el Perú, pero libre de
la efebolatría de la institución del poeta joven. Cuando uno lee tu obra
observa un continuo desplazamiento temático, muchas veces afín con los nuevos
planteamientos.
La tradición, dicho así, ¿se desarrolla de acuerdo a
estos nuevos planteamientos generacionales o sería más justo hablar de zonas de
influencia intergeneracional, de sus diálogos, los que parecen haber exorcizado
el espíritu parricida?
Sí, recuerdo esa entrevista con Bonvicino. Repensándola, no
quisiera tampoco quedar como esos muchachones de antaño recordando los buenos
viejos tiempos y criticando “lo de ahora”: esa cosa de “rock era el de antes” o
“nosotros éramos mejores”, pero… Es gracioso y exacto el neologismo
efebolatría; adquiere visos de caricatura dramática cuando se lo acerca a
ciertos fenómenos de “poesía joven” o “arte joven” en general, cuyos portadores
del referente rondan o sobrepasan los cuarenta años, edad con la cual no tengo
el menor inconveniente per se pero que cuando yo tenía veinte, al menos en
Argentina, era la edad en que recién se consideraba al “poeta joven” (nosotros
éramos protopoetas). Cuando tuve cuarenta, fue el auge de la efebolatría.
Ese desplazamiento temático que ves en mis cosas es por
cierto un deseo musical, diría, de corrimiento semántico, algo así como un
nomadismo sensacionista que curte la vía del funámbulo, en el sentido de un
Genet: bailar para ese dios que se inventa en el momento, nunca para “el
público” o el juicio de la época o los amigos con talento o las inteligencias
influyentes del momento o los parámetros en alza. No sé de planteamientos
generacionales que no envejezcan rápido y pronto; me interesan más los “cortes
transversales” o las diagonalidades. Por ejemplo, en vez de una antología de
poetas de la generación del 2016, por qué no varios planteos galácticos,
incluso contradictorios, pero no excluyentes, de obrares relacionables por
razones tan ajenas a la clasificación como al estatuto patriótico o el
neoestatuto generacional. Cambia la cosa si se enfoca la selección en una
agrupación posible a partir de señas comunes que indiquen sin embargo las
singularidades dentro de esa forma de jugarse el lenguaje (verbigracia los
Nueve novísimos de Castellet, en su momento, y no otra Antología Poética de la
Nueva Mecánica Escritural, digamos).
En cuanto al mentado espíritu parricida, nunca confié.
Siempre me interesó conversar con los poetas mayores, con la gente en general
que guarda y es capaz de destilar más experiencia. Me harta un poco el afán de
retardada adolescencia y la obsesiva distinción (la edad es un tópico tan
discriminatorio como el género, que sigue sin ser revisado) respecto a la tanda
etaria inmediatamente anterior que se reitera, camada a camada, como otra de
esas convenciones en las que también incluyo una cierta —y bien remunerada, a
veces— instalación del personaje del artista como transgresor o peor aún del
transgresor como artista en cualquiera de sus fases.
En última instancia la tradición no se puede manipular. Y:
el canon no es la tradición. ¿Importa insertar el propio obrar dentro de una
tradición? Sí y no. ¿Es totalmente posible el recorte de una tradición poética
en lengua castellana? Ya no. Qué suerte. No sólo se multiplicaron los
castellanos o españoles, sino que están todos mezclados, impuros, sobre todo
los nuestros americanos, de ahí las escrituras resultantes. La dialéctica tipo
eliotiana o paciana mantiene al menos ése su rasgo funcional: la tradición se
mueve, porque se mueve es que habemus.
Tú vives una situación que es, al mismo tiempo, dramática y enriquecedora (la
cual de alguna manera comparto) escribes entre dos tradiciones. El periodismo
podría conducirme a realizarte una pregunta tan ramplona como: “¿te sientes
argentino o peruano?”. Eso no me interesa tanto, sí, saber, por ejemplo, que
vasos comunicantes encuentras entre ambas escrituras, especialmente en la
producción de los últimos años. ¿Existen?
Nos toca, Maurizio, esta cosa de puentes. Ojo, no pontífices: puentes
concretos. Poner el cuerpo para que pasen los necesarios desencarrilamientos,
los urgentes contrabandos —no sólo cosmovisionales sino prácticos— y en
respuesta no menos periodística te diría que me siento de ambos lugares y
ninguno. Esto tiene sus ventajas, así como sus claras instancias dramáticas,
como bien lo expresas.
Entre las cosas favorables se nos permite cierta
equidistancia de ambos narcisismos nacionalistas, a la hora sobre todo de
hablar de poesía peruana o argentina. Por supuesto estoy harto de esas
denominaciones y he puesto todo mi empeño en cuestionarlas, haciéndolo desde la
edición, la traducción, la difusión, el intercambio, el ensayo. Esto me ha
permitido asistir al surgimiento incesante de autores y editoriales (y en menor
grado revistas) de los distintos países del continente, no sólo Perú y Argentina,
en los últimos veinte años por lo menos, aunque la curiosidad siempre estuvo y
ya en los 80, por trabajar en la editorial Último Reino, tenía bastante acceso
a los libros y revistas que iban saliendo entonces (colaboré en varias, con
estéticas distintas, hasta opuestas, de países diferentes).
Cada vez se puede hablar menos de poesías nacionales; espero haber contribuido con esa desmitificación. Desde ese margen no veo cómo seguir hablando del cruce entre entidades que han demostrado estar un tanto infladas, desde límites geopolíticos y demás dispositivos de afirmación violenta. La poesía desconoce, más que contradecirla o contravenir, esa delimitación, pues es algo que le ocurre a la interioridad, lenguajear que se interioriza, un tipo de atención que no se apoya ya en preexistentes entes ni absolutos (lutos). Un desafío a la unidimensión que establece los separatismos mentales representados por la frontera.
Con Leslie Lee y Clara JiménezUno de los temas sobre los que más hemos conversado
con Eduardo Milán es aquél de la “tiranía del lector”. Frente a esa tiranía
(del gusto que engendra lo modal) me parece que tu propuesta discursiva, que no
queda en el “poema”, más que aparecer como una “resistencia”, es subversiva. El
hecho, de, por ejemplo, experimentar con la música, ¿no crees que revela el
carácter oral de tu escritura sin que por ello el lector se aproxime a esta a
través de la música?
Sí, la tiranía del lector en cuanto se cree público y ya
sabes que el público pagó la entrada, pagó por el libro, quiere cultura, quiere
verificación, quiere identidad. Así como el loco que se cree poeta y el poeta
que se cree poeta y está loco en ese mismo sentido, así el lector que se cree
lector en tanto señor y dueño de su lectura. Creo en vez en el lector artista
de Mallarmé. No creo que haya un solo poeta de valía que no sea a su vez un
lector, aunque haya leído un solo libro o ninguno, pero sea entonces lector de
los signos que dan vida a los signos.
El concepto de resistencia lo comparto en relación a la
invasión, como en la Francia ocupada por los nazis y sus esbirros locales, por
ejemplo, o en el Vietnam bajo el ejército de ocupación de los Estados Unidos.
Pero no creo que aplique para el caso de rascarle la calavera al sentido donde
y cuando implicado en la escritura de poemas: una cosa así de chiquita, en
cierto modo obsoleta y así de rara, inutensilio de Leminski, absurda para
cuántos, vicio o pasión, qué más da. La palabra subversión me gusta porque
implica una versión que va por debajo de La Versión, y junto a la idea de
transfusión, implican ambas el quid de la traducción o sea la translectura,
etc. Prefiero trabajar sin objetivos, así sean subversivos, más allá de la
página. La página es el ámbito ético que prefiero. Es poco y nada y es
demasiadísimo.
Hay una parte de mis textiles que está escrita para ser
leída expresamente en voz alta; otra no, aunque como te contaba pase por esa
criba o trilla o tamiz. Entre los primeros están aquellos poemas que salieron
para ser combinados con música o cuando menos para ofrecerlos de manera oral,
en forma de muestras orales de poesía digamos, o recitales, o como se quiera
llamar al aspecto performántico, un poco como aprendimos en los beats y sus
continuadores interrock. Esto lo he visto en Brasil, en Uruguay en menor
medida, pero también, adonde hay cultores inspiradores en esto de retrotraer la
poesía a sus funciones instantáneo-arcaicas, tribales. No exploré con música o
imágenes en pos de alcanzar más lectores (siempre estuve en la música, siempre
dibujé, saqué fotos, busqué imágenes) pero si algunos después llevan a algún
libro mío a andar por ahí, qué alegría.
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