Si en el año 2014 el libro La Universidad Blanca (Ediciones La Palma) del valenciano Ismael Belda (1977) no figuró — hasta donde sé— entre los mejores libros del año, no fue debido a una oscura estrategia de la Guardia Pretoriana española, que la hay, fue por lo que pareció ser, a la luz de los años, un esfuerzo sistemático realizado por el propio Belda —lo cual nos hace quererlo más. Pero libros así, y más ahora, en medio de esa oleada de escritura oligofrénica protagonizada por los tardoadolescentes y anteincertidumbrosos, no deben de dejar de conocerse y ponderarse. Para los más suspicaces: no conozco a Belda. Apenas le escribí una vez convocándolo para un libro que nunca apareció. La Universidad Blanca es uno de esos pocos libros que, en lo que va — o se padece— del siglo, DEBEN conocerse, aún a través de medios tan rudimentarios como este humildísimo blog.
La Universidad Blanca
INTRODUCCIÓN
El pobre
autómata, cubierto de su pobre piel sintética,
se
adentra en húmedas comarcas boscosas
al
volante de su coche blanco.
Pasan de
largo carteles de campings (negros, con las letras amarillas),
hoteles
muertos con forma de chalets suizos,
pequeños
ciervos en pleno salto inscritos en triángulos amarillos.
El valle
es una herida que canta himnos de alabanza,
es una
herida de donde brotan las formas
para
volver a hundirse interminablemente.
El cielo
es del color de un hipopótamo.
El
bungalow del autómata se llama Carcasona.
¿Cómo ha
llegado hasta aquí? ¿De dónde ha surgido ese viento invisible
que le
secó por dentro y le empujó hacia las tierras bajas?
¿Es un
viento que nació en una encrucijada?
¿Que
nació en una bifurcación del país del tiempo?
El
bungalow está lleno de arañas amables y algo tímidas
que
observan al autómata desde el rincón con sus ojillos tristes.
La
primera noche es como restregar la cara contra el musgo.
La
primera mañana, de camino a las duchas,
el
autómata encuentra a Rosamunda.
Tiene las
rodillas felinas que hacen inmediatamente fascinante
a
cualquier desconocida. Lleva unas gafas empañadas, casi invisibles,
que no
hacen sino incrementar su encanto por momentos.
Se ríe
sin razón aparente, cuenta anécdotas claramente inventadas, se arregla
el pelo
con dedos finos de extremos sonrosados.
Básicamente,
no se acuerda de nada.
Por el
camino los dos se pierden, bajan una ladera, siguen un río marrón, llegan
a una
espesura en cuyo oscuro corazón hay una fuente
custodiada
por una enorme mujer de luto con armadura y lanza.
Qué venís
a buscar, dice la giganta.
Rosamunda
y el autómata se miran extrañados.
No
venimos a buscar nada, dicen.
El agua
de la fuente está tan fría que duele.
Los dos
beben hasta saciarse y más aún.
Esa
noche, en el bungalow de Rosamunda (llamado Flora),
los dos
practican el sexo haciendo uso de múltiples posturas y caricias
aprendidas
en libros y en sueños.
El
camping está desierto. El otoño
lo deja
todo un poco más oscuro, más callado.
Rosamunda,
como oscuramente embarazada, también calla.
El
autómata, que vive con el temor de que se descubra
su
naturaleza robótica,
pasa los
días y las noches con ella.
Una
tarde, en lugar de hacer el amor, el autómata se tumba boca abajo
y ella le
acaricia la espalda con las puntas de las yemas
mientras
pequeños escarabajos chocan
contra la
lámpara de la mesilla
y después
patalean boca arriba como juguetes estropeados.
Los dedos
dejan estelas de luz dorada sobre la piel del autómata.
Se forman
sonidos como de estelas de barcos, de gallardetes, de velas panzudas, de mapas,
y poco a
poco todo empieza a formar un paisaje.
Y así es
como la historia de Rosamunda penetra en el autómata.
LOS
MUERTOS
«Soy un clérigo andrajoso que se desliza por
las paredes»,
dice el niño al acabar el puzle. En el cielo,
tras las ventanas,
aviones plateados trazan líneas de vapor y de
cristales de hielo.
«En Plutón. Allí han vivido en la oscuridad y
el frío.
Para cada uno que llega, la misma noche en
fuga hacia el
espacio
exterior.
No podemos imaginar el horror, el rechinar de
dientes.
O quizá sí podemos».
La Coca-Cola del niño se retuerce en lentos
hilos translúcidos
entre los hielos.
Tiene el pelo húmedo y pegado a las sienes
y la venda que cubre el muñón de su mano
está levemente manchada de sangre.
«Han construido naves. Han construido ciudades
otantes.
Quieren tomar posesión de lo que es suyo. Del
azul, del verde,
del hondísimo amarillo.
Vienen del nal del sistema solar».
Mientras el niño habla yo observo a dos
muchachas de una mesa
cercana
que se besan y que juegan por debajo de la
mesa.
El contacto entre sus lenguas recuerda al
oleaje del mar, recuerda
a nubarrones de tormenta.
«Yo o cio en una tarea sagrada.
Salvo grandes trozos del mundo y los pongo
fuera de su alcance.
Al menos por el momento, retraso su venida».
Las dos muchachas sonríen maliciosamente sin
dejar de besarse
(algo ha ocurrido bajo la mesa).
El niño susurra una palabra: «Venetia».
«¿Qué pasará cuando vengan?», pregunto.
«No lo sé», responde el niño. «Todo cambiará.
Quizá todo será demasiado distinto. Quizá es
imposible que sea
malo».
El puzle, contra lo que pudiera pensarse, no
es El triunfo de la
Muerte,
sino una reproducción de la segunda Torre de
Babel,
esa que parece quemarse desde dentro con una
llama inacabable
EL AUTÓMATA TOMA HABITACIÓN
El autómata toma habitación
en un hotel de California. Pregunta en
recepción
por Rosamunda. No se aloja aquí, le dicen
dos
muchachas gordas y felices; una de ellas
enormemente inteligente, piensa él. Se fue
hace varios días, lamentan.
Ojalá que tengas suerte, le dice la otra.
En los pasillos, sus pasos no se escuchan.
Sólo un rumor
de máquinas al fondo de la mente hace
temblar un poco las paredes en la yema de los
dedos.
En la piscina, parejas de ancianos perfectos
sonríen
a las pequeñas sombrillas de sus daiquiris.
Nadie
habla en voz muy alta. El cielo de Los
Ángeles,
a la tarde, tiene la suave precisión que uno
espera siempre de los
cielos.
(Uno siempre queda defraudado. Pero no aquí,
no aquí, aquí no,
Rosamunda.)
Es de noche. Las reverberaciones de la piscina
se entrecruzan en los rostros, en los muros,
danzan una danza que el autómata conoce, e
interpreta.
Hablan de los caminos del país del tiempo,
hablan
de los vientos que eternamente soplan y
soplan, cantan y cantan,
empujan guras minúsculas a las landas del otro
lado.
Las ondas de luz de la piscina saben estas
cosas,
y algunos ancianos, que beben mai tais y piñas
coladas,
lo saben también. Buena gente, piensa el pobre
autómata
adolescente.
Su habitación es roja y tiene una pintura
enmarcada
de una gigantesca ola en el mar. En la cresta
de la ola,
un hombre diminuto en una tabla de surf. El
autómata se acerca.
La cabeza
del hombre está al revés, o eso parece. Tan sólo hay pelo
donde debería estar su rostro. En la
televisión
el autómata ve varias obras maestras del cine.
Nuestro amigo espera días, semanas, bebiendo
él también
vesper martinis, mojitos, manhattans, mai
tais, margaritas.
Conversa con ancianos de innita sabiduría.
El alcohol, tristemente, no le vuela su pobre
cabeza de plástico.
Si acaso le pone más sobrio, le hace ver la
realidad:
un humo estroboscópico que asciende de todas
las cosas.
Cuando se acuesta, sueña con el hombre cuyo
rostro es una nuca.
Pasea por Sunset en crepúsculos interminables.
En el cielo, a veces,
se libran batallas carmesíes entre ejércitos
secretos. Todo el mundo
lo ve. Todos hablan de ello.
De lo más alto de una palmera muy delgada
un pájaro mecánico alza un vuelo rutilante y
se funde
con la estela de un avión. Todo hace señales.
Las delicadas hierbas que rompen el asfalto al
pie de las verjas
dobladas
son de una inexpresable belleza, y el autómata
piensa
que querría hacer música con ellas, para ellas, si pudiera.
Una niña, en Pico con La Brea, le dice tú no
eres de verdad.
El autómata no sabe qué decir. Para disimular
le saca medio dólar del oído a la niña.
Ella lo coge y se lo guarda de nuevo en la
oreja.
Es rubia. Se llama Venetia. Lleva puesta una
camiseta
con el rostro de Captain Beefheart en magenta
y amarillo. Le
pregunta
¿vivirás eternamente, autómata? ¿O te apagarás
un día
y estarás solo? ¿Estarás solo, pobre autómata
solitario?
¿Estarás solo si vives para siempre?
A la mañana siguiente,
el autómata alquila un hermoso Chevrolet
Impala azul y piensa
en su otro coche, su maniático y eufórico
coche blanco europeo,
piensa en la ternura de las máquinas, en el
amor lancinante,
descuartizador, de las máquinas.
Salen de Los Ángeles, él y su coche, y cruzan
el valle de San Joaquín.
Hay ríos perezosos, vestidos de barro, que se
demoran en curvas a
cuyas orillas
crecen inmensos árboles y carretas
abandonadas. Hay campos de
trigo
de donde vuelan pájaros negros con las alas
rojas.
En el aire fresco hay humedad que alegra el
rostro
y una música de Rosamunda, una música desnuda
y delicada
que el autómata no entiende
pero que con delicia y desgarro ama,
ama con vergüenza y odio de sí mismo y con
grandeza,
y con felicidad tranquila y éxtasis. Amor
humano casi.
En el Norte empiezan las secuoyas y la bruma,
y el olor a mar.
Amar,
amar,
piensa el demencial autómata.
El coche, poco a poco, se hace invisible.
Desaparece en mitad de una larga recta junto a
las olas.
EN LA
CASA DE LOS PÁJAROS
El autómata vive con Laura,
una mujer que algunos años atrás conoció en
San Francisco.
La casa donde habitan está al otro lado del
Golden Gate,
en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.
Es una blanca mansión victoriana a orillas del
mar
que se mantiene derecha, hermosa y triste
en un pequeño terreno vagamente cercado.
En verano, unas altas gramíneas producen
chasquidos al sol
cuando se abren sus vainas y las semillas
saltan
como en pequeñas explosiones.
De algunos árboles chaparros
descienden grises pájaros rabilargos, muy
despacio,
como invisibles funambulistas.
Desde hace ya algún tiempo,
el cerebro arti cial del autómata
ha entrado en contacto fatal con algunas
frecuencias muy poco
frecuentes.
Ciertas voces anfíbracas en su cabeza
le hacen compañía, le dan conversación, le
ofrecen consejos no
muy extraños,
como palabras de compañeros de o cina.
Una de ellas, la primera que llegó,
es la voz de Drácula, conocido en vida como
Vlad Tepes.
«La vida era aquel temblor de ardicia», le
dijo de pronto. El
autómata
miró alrededor. Estaba solo. Quizás un mirlo
le miraba desde un
árbol de la calle.
«Recuerdo el dolor y la belleza», le dijo
Vlad.
«Recuerdo una noche, un banquete en el corazón
de un bosque
de cuerpos empalados,
a la luz de las antorchas. Era hermoso.
Echo de menos estar vivo. Yo estaba tan vivo
y era tan hermoso y estaba tan vivo. A veces
me acostaba en una cama y soñaba toda la
noche».
Pronto se acostumbra a sus monólogos
sangrientos.
A veces Vlad le pide cosas.
Por otra
parte, no hay diálogo real entre los dos.
El autómata, en secreto, le envidia.
Otro de
los visitantes es ni más ni menos que
Donatien
Alphonse François de Sade, el célebre marqués.
Resulta ser una sombra melancólica,
con
cierto sentido, a veces, del humor. Extrañamente comprensiva.
«Trata bien a Laura. Ella te ama. A su edad
amar así es un lujo que sólo concede un
espíritu lleno de luz.
Olvida a la otra, a la muchacha olvidadiza».
El autómata, no sabe bien por qué, se emociona
exageradamente
cuando habla con el marqués. Hay algo en él
que le parece conocer y amar desde el
principio de los tiempos.
«Querría», le dice, «que te quedaras conmigo
para siempre,
Donatien».
También se escucha a veces
al fantasma de Kleist, el poeta alemán.
Oteando el mar desde el mirador, como una
especie de holograma.
Adoptando
poses románticas en una ventana, con su gura
de muchacha
gorda y
su
pañuelito negro en la mano. Un atroz tartamudeo,
agravado tras su paso al otro lado,
vuelve imposible cada palabra. «Las maaa… las
maaa…»,
dice el autor de Michael Kohlhaas, de nuevo
invisible.
«Las
maaa…».
El autómata asiente, como si comprendiera.
En la casa hay una placa en la que pone:
«Lyford House (
)
Restored
in honor of Donald Ryder Dickey
».
Por la noche, Laura y él cenan en la cocina,
se ríen
de alguna
cosa, examinan con cuidado los alimentos.
La vieja madera de la casa huele bien y tiene
cientos de ojos.
Después están en el sofá, vagamente enlazados.
Mirando la
televisión.
A Laura le gustan las películas de grandes
robos, los programas
de cirugía.
Después se lavan los dientes, se meten en la
cama.
Tienen
ciertos problemas para hacer el amor.
Laura se
duerme.
En la
oscuridad, el autómata ve formas que se abren y se cierran,
parecidas
a anémonas marinas, y piensa en Donald Ryder
Dickey, ornitólogo
y fotógrafo.
Una vez buscó su nombre en internet. Una foto
le mostraba, con gafas y camisa impoluta
arremangada,
sujetando por los extremos de las alas
extendidas
a un murciélago en apariencia indiferente a
sus manejos.
En
participó en la expedición Tanager
a la isla de Laysan (noroeste de Hawaii).
Allí, la
tripulación del USS Tanager presenció
la extinción del pájaro llamado apapane de
Laysan
(Himatione
sanguinea freethi),
un ave carmesí que anidaba en el suelo.
Desapareció
de la faz de la Tierra durante una tormenta de
arena en la isla.
El autómata conoce el viento que se llevó
lejos a aquellos pájaros.
Conoce esa tormenta de arena cegadora.
Conoce el sonido como de autas japonesas que
la anuncia.
Después decide dormir, y sueña toda la noche
con la sangrienta isla de los apapanes, lejos
de Hawaii.
Cerca de la casa
hay una
pequeña ensenada de gruesa arena gris.
El mar parece sucio allí. Lamas verdes se
secan en las piedras.
Hay un mirador de madera, y en él un banco.
En el banco, una cita de Ovidio: «With deeds
my life was lled»,
y un
nombre y una fecha, C
S
L
.
Vivir
más, piensa el autómata. Vivir, vivir, vivir. Vivir más adentro,–
vivir más
afuera, vivir más, vivir, vivir. «Yo apenas viví»,
susurra
Donatien. «Por mucho que la fama me desdiga.
El verdadero amor, el dolor verdadero y el
placer,
están lejos. Y nosotros pasamos los dedos
por
sombras proyectadas en un agua indiferente»