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miércoles, 8 de octubre de 2025

MAURIZIO MEDO. PARA QUE LA HISTORIA EXISTA. Algunas notas previas a la aparición de «MALINCUOR »

 

Fòscia l'è bello avei ancon da nasce, un sciòu açeiso ëse, d'ægua e prìa; sensa bruttâse/ e moæn con o destin tornâ a-e onde do mâ,/a-e ciæbelle innaiæ de ombre prefonde. E tutta a nòstra luxe a l'è ancon d'ëse figgi a-i nòstri poæ*.

ALESSANDRO GUASONI




Mi nonno, Onorio Ferrero Ventimiglia, descendía de una estirpe que las crónicas del Quattrocento citan sin asombro, con la misma reverencia con que se esconde un secreto en las márgenes de un códice: entre los Ferrero Ventimiglia corría la sangre de jurisconsultos y mecenas, entre los Bezzi la audacia filológica, y esos nombres ya eran territorio antes de nacer. En esos pergaminos aparece Giovanni Aubrey Bezzi, patriota que luchó junto a Garibaldi, poeta guerrero de la Emilia, amigo de Salgari, cuya leyenda lo emparenta con Emilio de Ventimiglia, el presunto Corsario Negro, vínculo fantástico que cruzó el Adriático como rumor de conspiración marítima. En el castillo Salabue, dominando viñas y neblinas, los Ventimiglia tejían alianzas con linajes genoveses, y los Bezzi pulían glosas en salones que olían a pólvora y a tinta antigua. De esa unión —de sangre y rumor— brotó una ética: el archivo no es depósito sino respiración continua, un tejido vivo que exige ser sostenido.


Onorio estudió Filosofía y Letras en Torino, discípulo de Croce, traductor del Tao Te Ching y profesor de latín hasta que abandonó el aula para unirse a los partigiani. Pero no renunció a la sintaxis: la llevó a la montaña como quien lleva un estandarte. Allí, entre senderos de roca y silencio, aprendió que pensar puede ser un modo de disparar, que la lengua debe pasar por el crisol del combate para recuperar su gramática más severa. Publicó en 1929 su libro de poesía La Cetra, elogiado por Croce, y con él dejó constancia temprana de su voz poética antes de que el ruido de las armas reclamara su acróstico. Benjamin escribió alguna vez que “la historia es un archivo de ruinas a cámara lenta”; Onorio lo sabía sin haberlo leído: todo archivo es una forma de resurrección intermitente.

Cuando llegó a Lima con Lucía y sus hijos trajo tres baúles. Mi nonna reía contándome que, al llegar a la que sería la casa, en Santa Beatriz —una calle atravesada por trenes, olor a petróleo y buganvillas, donde las tardes eran lentas como relojes de estación vacía— Onorio los mantuvo abiertos durante días cerciorándose que allí dentro estuviera todo aquello que había venido cautelando. En esa casa, recién instaurado el gobierno de Velasco Alvarado, se respiraba una xenelasia sutil: los italianos eran sospechosos de nostalgia fascista, y los Ferrero, descendientes de partisanos, no fueron bienvenidos.

Cuando se abrieron los baúles aparecieron cientos de tratados en sánscrito, notas en esperanto, incunables con glosas ajenas, y en el centro, un ejemplar de La Divina Commedia, respirando como un corazón. Onorio creía que los libros no eran posesiones: eran pulmones. Parecía respirar a través de ellos. Así pude entender  que los libros no se guardan: se heredan como heridas. Entre sus papeles se encontraban copias a mano de poetas japoneses menores —Fujiwara no Teika, Saigyō, Shunzei—, traducciones inservibles de los stilnovistas que lo obsesionaban: Guido Cavalcanti, Lapo Gianni, Cino da Pistoia. Esos fragmentos eran su teología privada. No buscaba dioses, sino gramáticas que pudieran sobrevivir al derrumbe. Su latín no era devoto: era táctil, respiratorio. Traducía al Tao para comprender a cabalidad la respiración que saben ocultarnos quienes ya han partido.

Años después, donamos sus libros a la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Perú. La decisión nos pareció noble; el resultado, funesto. No por mala voluntad, sino por exceso de institución. Allí donde el polvo debía ser memoria se convirtió en protocolo. No hay burocracia más devota que la que confunde inventario con archivo. La biblioteca, fiel a su vocación tropical de desmantelar lo que ignora, catalogó la ruina con entusiasmo. Cada libro perdió su sombra, cada nota su respiración. Ningún lector volverá a oír el sonido del dedo de mi abuelo pasando página. A cambio, ganaron sellos, fichas y número de registro. Benjamin sonreiría desde su anaquel: el archivo, forma superior del olvido.

Porta il sentiero con te, decía Onorio. Lleva el camino contigo. Desde entonces cargo mi archivo a cuestas, como una maleta sin ruedas.


Nací en el último vagón de un tren llamado
Europa. No es metáfora, es precisión genealógica. Toda mi familia está inscrita en ese vagón que avanzaba de noche, bajo una lluvia de carbón y rezos. El tren arrastraba el continente mientras la memoria se iba disolviendo en medio del humo. En Malincuor esa línea no abre un poema: abre una respiración. No hay viaje, sino exilio. Cada palabra fue un riel, cada libro una estación. Lo que creí herencia se volvió persistencia: la poesía como ruido que se repite para no morir.

El Bora, ese viento al que los croatas temen como a un dios enloquecido, regresaba cada invierno a probar la consistencia de las casas. En Dalmacia se decía que el Bora nacía del resentimiento de las montañas que no pudieron tocar el mar. Baka no hablaba español: su idioma eran los gestos. Pasaba las tardes barajando el Briškan como quien sostiene el destino entre los dedos. No comprendía el idioma, lo representaba a través de sus gestos.  En su quietud aprendí la ética del otro: la presencia que no exige ser comprendida. No lo sabía, pero así empezó mi escritura. Malincuor nació de esa superstición doméstica: el tren, el viento, los nombres impronunciables.


Hoy ya no me interesa si soy italiano, croata o apenas un eco detenido en una estación vacía. El idioma nunca fue patria: fue frontera. Escribo como quien desentierra. Malincuor no es un libro: es un archivo de resurrección. Benjamin dijo que el verdadero historiador “hace saltar la chispa de la esperanza en el instante del peligro”: esa chispa es la sílaba que sobrevive al sentido. 

Lo aprendí de Onorio: el archivo respira a través de quien lo sostiene.

He vivido entre lenguas y culturas como quien habita una frontera interminable donde las palabras se desgastaban como monedas de un imperio en ruinas. En casa, la mezcla era nuestra lingua franca: italiano en la cocina, croata en los insultos, silencio en las sobremesas. Ninguna nación me reconocía, y en esa desposesión encontré a mi verdadera y única patria. El idioma se volvió un pasaporte sin sello: una forma de extranjería perpetua.

Nada muere en Malincuor: sólo cambia de temperatura. No sé si esa línea es mía o del libro, pero me persigue como una advertencia. No hay pureza: sólo transformación. Las manchas son parte del texto; el residuo, su materia. Onorio lo comprendía: el pensamiento debía corromper su propia claridad. Por eso los márgenes de sus libros estaban llenos de tachaduras. Él no corregía: ensayaba la ruina.

Cuando escribo, escucho el tren de fondo. Sé que el hierro no se ablanda, que la sintaxis es una disciplina para los supervivientes. Pero hay ternura en la mecánica: el poema como un motor que tartamudea para no extinguirse. Cioran dijo que “todo pensamiento nace del tedio de una certidumbre”; quizá por eso escribo: para conservar el temblor. La lucidez es sólo una forma elegante de cansancio.

Los muertos saben lo que pasará. Nos lo dirán cuando estemos entre ellos y ya no precisemos saberlo. Esa frase no consuela: ordena el miedo. La muerte, en Malincuor, no clausura: ordena. Onorio sigue traduciendo en silencio. Él no está en el archivo: él es el archivo.


Cuando, por fin, abrí sus baúles entendí que toda mi vida había sido un intento de mantener ese archivo en movimiento. Las instituciones lo paralizan; la escritura lo reanima. Por eso desconfío de las academias: porque adoran lo que ya no respira. No escribo para preservar, sino para provocar la errata. Cada palabra debe temblar.

El temblor, ahora lo sé, no es del cuerpo sino de la memoria: una vibración que impide que el pasado se congele. La edición de Malincuor quiso traducir ese temblor: páginas con imágenes yuxtapuestas, papeles envejecidos, fotografías corroídas, cintas, notas mecanografiadas, fragmentos que se enciman como ruinas transparentes. Benjamin dijo que toda imagen del pasado es un relámpago que sólo se deja ver en el instante de su reconocimiento: Malincuor es ese relámpago.

Sebald enseñó que el archivo es siempre un duelo mal administrado; Bernhard, que la lucidez sólo existe como sarcasmo contra la esperanza. Ambos me acompañan en esta escritura que duda de sí misma, que desconfía incluso del silencio con que se escribe.


Y sin embargo, entre ruinas y papeles, hay alguien que no pertenece al archivo: Ludy. Salvo el amor, todo es recuerdo. Ninguna palabra la fija. Ella se mantiene ilegible, como si el lenguaje no hubiera aprendido a pronunciar su presencia. Todo lo demás —familia, ciudad, memoria— se ha convertido en catálogo. Ella no. En su respiración hay algo que escapa a la administración del tiempo. 

Ludy es la interrupción del orden: una nota que no encaja en el pentagrama del archivo.

Si Malincuor es mi intento de resucitar el pasado, ella es la prueba de que todavía hay un futuro, el de un tiempo que no tiene dónde ni cuándo, pero que, en revancha, contiene todos los lugares y todos los tiempos.

John Donne lo había entendido siglos antes: “Ella es todos los reinos, yo soy todos los príncipes, y nada más existe.” Ludy, con su manera de caminar, con el leve desfase entre su voz y sus gestos, encarna la resistencia contra la clausura. En su presencia la sintaxis se disuelve; el mundo se simplifica a una frase imposible: estar vivo. Cuando ella entra en una habitación, el archivo se desordena. Los papeles se abren, los nombres se recalientan, las fechas se vuelven respirables.

No la escribo: la acompaño y ella me acompaña a mí, en La Cantuta, un lugar que, en realidad, no existe. Si Onorio archivaba libros para que la historia exista, Ludy me enseñó que hay historias que sólo pueden vivirse. Cuando duerme, el tren se detiene; cuando despierta, vuelve a ponerse en marcha. La poesía, desde entonces, dejó de ser una disciplina: se volvió una forma de comunión, una respiración compartida. No porque prometa permanencia, sino porque confirma la fragilidad. En su manera de mirar hay algo de los espejos de Borges: multiplican, pero no reflejan. En su silencio hay una ética del amor como interrupción: la grieta por donde entra la luz que el archivo no fue capaz de clasificar.

Anne Carson escribió que “el amor es una ciudad que arde en silencio mientras los otros miran las llamas.” Yo escribo entre esas ruinas. Ella es esa ciudad: el incendio que no se apaga, la respiración que sostiene mi escritura cuando todo lo demás se hunde.

Algunos lectores observaron que mis compilaciones —Sparagmos, Contra la muerte, Cuando el destino dejó de ser víspera— no son obras reunidas sino collages de sobrevivencia, fragmentos reescritos para no morir del todo. Malincuor formará parte de un proyecto mayor, Zigano, una deriva más amplia donde los materiales se desordenan como las memorias de un tren que no cesa.

Hejinian lo dijo con la claridad que sólo alcanza quien desconfía del final: “El cierre es siempre una traición.” No cierro este texto: lo extiendo. Malincuor no admite punto final. Escribir, he comprendido, no es narrar, sino mantener en marcha la máquina. Cada poema es un tren que sigue avanzando aunque el país no exista.

Si alguien me pregunta por qué escribo, respondo apenas: para que la historia exista.


* Quizás sea hermoso aún no haber nacido, un ser feroz, de agua y piedra; sin ensuciarse, mueren con destino de vuelta a las olas del mar, a las ciabeles innatas de las sombras preprofundas. Y toda nuestra luz aún debe ser hijos de nuestros padres.



viernes, 26 de septiembre de 2025

MAURIZIO MEDO. DOLCE FAR NIENTE



Cuando evoco los
«tiempos de la tele» no concibo un momento en el cual haya podido estar solo frente a la pantalla, al menos, no durante la infancia. De una manera extraña todos nos las arreglábamos y aparecíamos reunidos. Poco después del almuerzo la nonna era quien advertía: l’abbiocco[1]. Sabía bien qué significaba esto. Ella y el nonno no tardarían en dormirse, cada uno en su respectiva poltrona. La nonna, quien era responsable del manejo del control remoto, y esto no es poca cosa pues se trataba de un ejercicio de “gobierno”, despertaba un momentito antes, tal responsabilidad se lo exigía así, el tiempo justo para observar cómo su esposo estaba profundamente dormido y, luego, para volverse a mí diciendo: “eh, il dolce far niente”.

Hoy, mientras agoniza la institución de la «tele» y va cediendo su sitial a los servicios de streaming, la idea de la «caja boba» es una referencia válida para la compra de artefactos de segundo uso en un almacén de antigüedades. Si alguna vez la «tele» tuvo un valor no fue por lo que los canales pudieran transmitir, sí por las distintas dinámicas que los televidentes, agobiados por lo que aparecía justamente a través de la pantalla, eran capaces de establecer entre sí.

Si la «tele» unió alguna vez a la familia fue para huir de su condición deficitaria. Cada quien se instalaba en ese espacio familiar no para ver un programa, era para estar frente a la «tele» como si se tratara de un ruido de fondo.

Durante ese lapso de tiempo lo esencial estaba en el «mientras tanto» pues, así como ronroneaba la tentación de rendirse ante l’abbiocco, alguien leía el periódico, otro recordaba un «chisme» pendiente, y, mientras lo hacía público, se iban improvisando juegos. De pronto sonaba el teléfono, arremetía la incertidumbre hasta saber bien a quién habían llamado. Ese presente era el único estado posible. Se trataba del dolce far niente, un acontecimiento que irrumpía en la medida de nuestra capacidad de inventiva, y esto en sí era muy improbable de realizarse si pensamos en la pereza del fiacún[2] o en el desgano crónico de un fannullone[3].

El fiacún y el fanullone se aburren (del latín abhorrere) "tienen horror". Lo urgente es divertirse (de divertere: "apartarse, alejarse, desviarse de algo penoso o pesado”), de lo contrario experimentarán mal estar. En el dolce far niente no.  Si yo circunscribiera la no acción, propia de l’abbiocco, como la práctica cotidiana de un ritual del domo, ya no estaríamos hablando del dolce far, sí de la evocación nostálgica de los probables beneficios de la siesta.

Había tardes, después de renunciar a la «tele» que nunca vimos, en las que mi nonna prefería quedarse en el balcón junto a la gata siamesa.  Su idea, y esto a pesar del catalejo que a veces llevaba consigo, no consistía en espiar las costumbres de los Piazza, nuestros vecinos, o quizás vigilar que ningún funcionario de la UGEL estacione el carro ante el frontis de la casa. Se trataba de eso: de estar ahí junto a Shantih, la gata, haciendo “nada” o, también, ya estando en el balcón, de saber a ciencia cierta cuántas cuculíes se habían arremolinado esa tarde alrededor de las ingentes cantidades de arroz que ella les había procurado. Así, también el nonno podía quedarse en la poltrona como si estuviera inmerso en un extraño trance. Sólo fumaba, impasible, y después miraba el humo que apenas había exhalado como quien busca un significado oculto entre las fugaces formas que ese humo iba dibujando en el aire.

¿En qué piensas? — a veces me entrometía. 

Él, generalmente, optaba por compartir conmigo su último sueño interesándose vivamente en la interpretación que ambos podríamos encontrarle. Así, también, en otras ocasiones, mi nonna, se me acercaba con la expresión de alguien quien esconde un misterio entre manos.

Entonces preguntaba:

Non vuoi fare una passeggiata? 

Yo asentía, entusiasmado.

E dove andiamo?

Apenas atinaba a confesarle con tono decepcionado: non lo so. Ella se reía. Nemmeno io, ma andiamo. Entonces caminábamos. Fue así que pude descubrir el Castillo Rospigliosi, la Ballena, el cine Azul, el Arco Morisco al inicio de la avenida Arequipa, las casas que habían sido diseñadas por Enrico, mi tío bisabuelo, aquella donde vivía Doña Fulana (una famosa actriz de las telenovelas de época), y más allá la de Fernando De Szyszlo. Aun cuando nos perdiéramos en el transcurso de la passeggiata siempre aparecía un lugar que, desde hace mucho, debió haber sido descubierto.

La passeggiata nunca tuvo un rumbo, sí un destino. Se trataba de experimentar la “deriva” y desde ella introducir una novedad en el mundo. Lo que se ponía en juego era la idea de caminar sin dirección fija, pasear, perderse, volver a encontrar la utopía de una senda. Debido a ello, incluso hoy, cuando viajamos con Ludy nos mostramos bastante reacios cada vez que alguien nos propone la posibilidad del turisteo, preferimos mil veces errar, como un ensayo cuyo propósito fundamental consiste en ser ese ensayo, el cual «parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente de la nada…[4]».

Sé que puede resultar difícil comprenderlo desde “afuera”, y estoy pensando en todo lo que pudo haberse expresado sobre el dolce far niente en la industria del cine, salvo que se trate de Michelangelo Antonioni. Así recordaba, y no sin cierto fastidio, esa versión hollywoodense del best seller Eat, Pray, Love de Elizabeth Gilbert, dirigida por Ryan Murphy, donde lo más significativo es la actuación de Julia Roberts en el papel de Gilbert, quien, a lo largo del filme, tras varios fracasos sentimentales, huye de su propio malestar  hasta que encuentra la paz interior en un tour gastronómico mientras devora un suculento plato de espagueti all'Amatriciana.


El dolce far niente no responde a la condición imperativa del «no hacer nada» del niksen neerlandés,  tampoco al apremiante momentismo del Carpe diem Horacio, Odas, I, 11), se trata de devenir «siendo el presente» conforme se pueda, durante un lapso de tiempo que cumple una función muy similar a un metrómono en la medida que pausa los compases del tiempo hasta lograr la armonía.

En el siglo XVIII Carlo Goldoni hablaba del «dolce mestier di non far niente»; a principios del XX, Alfredo Panzini consignó este concepto en su Dizionario moderno como una «caratteristica della razza, conosciutissima all’estero» y ya, posteriormente, Carlo Rosselli arremetería contra esta vivencia considerándola una injuriosa leyenda que atenta contra el “orden moral”. Tanto así que, según Rosselli: “Los italianos son moralmente vagos. Hay en ellos un fondo de escepticismo y de oportunismo que los lleva fácilmente a contaminar, despreciándolos, todos los valores y a convertir en comedia todas las tragedias[5]”.

De acuerdo a su naturaleza el dolce far niente no podría responder a un orden moral. Se origina desde la nada, sin una mediación de la Historia, y está fuera de toda posibilidad de sentido. Tal vez surge, se apoya, en ese vacío y desde ahí rompe con la eticidad de la costumbre, también con la del ocio habitual y con todo lo que esté fuera de propia realización. Un concepto cercano podría ser aquel del Wey-Wu-Wey (Hacer-no-haciendo), una idea que, de acuerdo con la traducción realizada por el nonno del Tao te King, se manifiesta como el retorno “a la acción espontánea, como la del niño que juega únicamente por jugar, como la del viento que mueve los árboles, como la del riachuelo que corre”[6]. “el acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él” (Arendt, 1995: 41)[7].

Pienso, no en la Utopía de Walden, sí en el día a día de Henry David Thoreau durante los dos años, dos meses y dos días que vivió en ese bosque en una cabaña construida con sus manos a orillas de una laguna en Walden Poud (cerca de Massachusetts) alimentándose exclusivamente de lo que cultivaba, a una milla de distancia de cualquier vecino. Thoreau, no sólo en Walden, tenía por costumbre ordenar el día en dos grandes momentos: “cuatro horas diarias, las de la mañana, para la lectura y la escritura; y otras cuatro para larguísimas caminatas durante la tarde”[8]. Durante ese lapso de tiempo Thoreau fue vigilante de tormentas de nieve, intérprete del viento: "Muchos fueron los días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de interpretar el rumor del viento" (1959, p. 22[9]), guardián del bosque: "He regado la roja guayaba, la pumis pumila, el almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, de no haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas" (1959, p. 23[10]) y también como auto-cosmólogo o auto-explorador.

No es que Thoreau, quien estaba en contra tanto del sedentarismo (que convertía a los hombres en esclavos de sus propios hogares), como de la vida nómada (cuyo propósito se reducía en ahorrar el pecunio suficiente pensando en una apacible jubilación futura) no hiciera nada, o concentrara sus esfuerzos en la escritura de un libro. Hacía, iba haciendo, conforme reconstruía un tiempo primordial. 

La verdadera tragedia, en función de un utópico “orden moral”, volviendo a la idea de Carlo Rosselli, es la nueva dimensión que parece haber adquirido el tiempo, cuyo valor parece determinarse de acuerdo a los plazos, dispuestos en función del logro de ciertos objetivos, cuando el problema real, dado que el tiempo no dejó de ser una vasta sucesión de ahoras, es ¿qué hacemos “mientras tanto”?

 



[1] Se puede describir como una somnolencia repentina que se tiene sobre todo después de una comida copiosa.

 [2] sust/adj. Ar. Persona perezosa, indolente. pop.

[3] sust/adj. Ar. Holgazán, gandul, remolón.

[4] S. Žižek, Acontecimiento (Madrid: Sexto Piso, 2014), 16

 [5] Rosselli, C. «Il socialismo italiano e la lotta per la libertà», en De Felice, R., Il Fascismo. Le interpretazioni dei contemporanei e degli storici, Laterza, 1998, p.129.

 [6] Lao Tzu, Tao Te Ching. Traducido por Onorio Ferrero. Ignacio Prado Pastor Primera edición, Lima, febrero 1972

 [7] Arendt, Hannah (1995), Comprensión y política, Hannah Arendt, De la historia a la acción, Barcelona: Paidós, pp. 29-46.

 [8] Antonio Fernández Vicent. ‘Walden’, de Henry David Thoreau, o el arte de vivir. Semana. Martes,13 junio 2023. En: https://www.semana.com/cultura/articulo/walden-de-henry-david-thoreau-o-el-arte-de-vivir/202217/

 [9] Thoreau, H. (1959). Walden o La vida en los bosques (trad. C. Aguayo). México: Editorial Novaro.

 [10] Ibidem

domingo, 21 de septiembre de 2025

BACKSTAGE. CHARLES BERNSTEIN «Y CADA NOCHE, CUANDO SUENAN LAS DOCE, BAILO TAN DESNUDO COMO EL DÍA EN QUE VOLVÍ A NACER EN LA SELVA DE LO IMAGINARIO. »



Charles Bernstein (Nueva York, 1950) no se anda con solemnidades: poeta del Language Poetry, maestro del tropiezo intencional y del chiste a destiempo, ha hecho de la ironía su manera de pensar el lenguaje. Lo mismo celebra a Cage y Mac Low que dispara dardos contra Anne Carson, y termina citando a Whitman como quien saca un as bajo la manga para recordarnos que la poesía necesita siempre nuevos lectores.

 

Premios no le faltan —el Bollingen en 2019, el America Award en 2025—, pero lo suyo nunca ha sido posar para la posteridad, sino jugar con el fracaso, la risa y la fuga. Sus libros, entre ensayo y performance, entre teoría y travesura, prueban que la poesía también se escribe con humo, dudas y desvíos felices.

 

La entrevista que sigue se realizó en dos momentos distintos, el primero data del 2014, el segundo de este 25,  y esa discontinuidad refuerza la sintonía de fondo: un diálogo en el que entrevistador y entrevistado se reconocen en afinidades poéticas y comparten un mismo gusto por la ironía, la disidencia y la carcajada a destiempo. Lo que emerge es menos un cuestionario que una conversación cómplice, un espacio compartido donde la reflexión crítica se mezcla con la burla y la complicidad.

 

Cada vez que te leo tengo la impresión de estar escuchando como “ruido” de fondo 4’33 de Cage. ¿Te gusta Cage?

 

No me gusta John Cage: Me encanta John Cage. Eso es lo que mis hijos hubieran dicho en aquel entonces. Lo que pasa con 4’33 es que es imperecedero y, sin embargo, el período de tiempo, la especificidad, es la clave.

Cage inventó muchas maneras ingeniosas de adornar el sonido; él amplió considerablemente el ámbito de lo que se puede escuchar como música (en lugar de ruido).

 

¿Y Jackson Mac Low?

 

En la poesía, es Jackson Mac Low quien fue el gran pionero en una vía paralela.


Mi opinión sobre Cage y el trabajo de Mac Low es que no es ruido lo que se está elaborando, sino música y poesía: Yo lo veo como algo generativo, no degenerativo.

Pero me pregunto en dónde nos deja eso si pensamos, como yo, que cualquier cosa puede convertirse en música si se enmarca como arte. El ruido se convierte en el límite exterior del sentido humano, una zona muerta, una zona de animalady[1] puro.

 Tenemos un pie en el mundo del objeto, de la fauna y la flora, pero ese otro pie, el pie de nuestra conciencia humana, filtra eso; inclusive la experiencia de sonido bruto se transforma en “Sonido bruto”.  Estamos más familiarizados con aquello de lo que estamos distanciados.

 

Así que tal vez el distanciamiento nos lleva cerca, nos pone al lado de lo que está más allá de lo real, lo simbólico, “silencio” y ruido”: la oscuridad en la oscuridad, la parte auditiva de escuchar.

 

¿Podemos relacionar tu poética con las composiciones de Cage ya que yuxtaponen densidades – resonantes, psíquicas y lingüísticas – que alcanzan texturas heterogéneas, lo que parece constituir una vía de fuga del campo poético tradicional?

 

Claro, y me gusta la forma en que lo pones. Produzco manualmente lo que Cage y Mac Low produjeron por algoritmos (un conjunto de procedimientos), que yo llamo Algorhythmia para añadirla a las phanopoeia y logopoea de Pound.

 

El método manual permite la fuga, creo que más que una forma de procedimiento,

porque se pueden construir las grietas y usar la fuga como goteos de Jackson Pollock.

 

La fuga es adorno en mi práctica. Hay una línea en Reading a Tree en Rough Trades que habla de esto:

 

I would have a house

of my own, with a bay of pastel

miasma, reality leaking

 from its edges, as the context

 conditions.

 

Las fugas están allí para que el resplandor se derrame.

 

Hay una expresión de la crítica, para mí errónea, que es la de considerar cierto tipo de poesía como “experimental”. ¿No es el acto poético axiológicamente experimental? ¿Con qué experimentamos: con el lenguaje o con el pensamiento – asumido como otra forma de referirse a la realidad?

 

Lo experimental: A mí también me desagrada. Tiene una asociación científica, como si estuvieras buscando respuestas en vez de fomentando preguntas, en vez de, ¿qué tal?, sincretizando percepciones.

 

El trabajo de Mac Low y Cage puede ser visto como investigación y en ese sentido también como experimento: ¿qué pasa si tomamos este vocabulario y lo hacemos pasar por este procedimiento? Pero incluso estos enfoques radicales se pueden subsumir en el oficio una vez que tenga una idea de lo que está haciendo. Entonces el poeta se parece más a un arquitecto haciendo un anteproyecto para una construcción verbal por la que el lector/perceptor se moverá. Para hacer eso, necesitas proyectar el lugar de la lectura y luego ir por instinto y experiencia.


Me gustan las palabras de Dewey: proceso, haciendo, investigación, que asocio con otra palabra, ensayo. Ensayo como intento – como en este caso no sé lo que voy a decir a continuación, deja que mi mente dé saltos – pero si me caigo estrellándome contra el suelo no es un experimento para ver si me voy a romper los huesos textuales; es porque me gusta la sensación de clamor.

 

El ensayo nos llega por cortesía del análisis, de tomar la medida de algo, someterlo a una prueba. Me gusta la idea de un poema que muestra los resultados, por ejemplo, de perturbación en un sistema verbal, o malformación.

 





¿El poema “resiste” esa prueba, cierto?

 

Por supuesto, resiste esta prueba y eso nos hace tomarle cariño al mismo. No creo que un poema tenga experiencias como una persona, sino que los lectores lo invisten con estas cualidades, como si lo simbólico fuera real. (Por otra parte, ¿no es eso lo que es real, o he sido engañado?) Tal vez el problema sean las connotaciones que la experimentación ha asumido en la discusión del arte. No te presento mis experimentos sino su fruto o, en cualquier caso, ¡su frutosidad!

 

Experimento y experiencia comparten la misma raíz, experīrī, latín para probar (pero que nos lleva a experto también, el extremo opuesto). Basado en la experiencia suena muy sólido. Pero algo experimental aún no ha demostrado su eficacia, tú tomarías un medicamento experimental sólo después de que los primeros en probarlo hubieran podido curar la enfermedad que los llevó a probarlo.

 

Podríamos decir que la poesía convencional ha demostrado su inutilidad, pero dudo que haya una cura para animalady. El punto es que la poesía es la realización de algo, desde el dicho (hablar) hasta el hecho (un paño de seda o lana, un material textil). ¿Qué dices?

Sólo soy yo probando las palabras. Si esto hubiera sido una emergencia real se te habría indicado cambiar a la frecuencia de transmisión de emergencia.

 

 ¿Alguna vez has pensado en que en muchos de tus poemas  “impermeables” en los que rompes con ciertos efectos tradicionales,  también estás rompiendo el frente que divide a los géneros?

 

Me inventé un término un tiempo atrás – com(op)poniendo[2]: la idea que en la composición de una forma aversiva (contra entendimientos establecidos ) uno crea nuevos sincretismos. Así que sí veo una analogía en romper, o prefiero decir expandir/hilar/hacer eco de oposiciones binarias como hombre/mujer.

 

El lenguaje funciona en binarios, no se pueden eliminar, al menos en mi teología. Pero no tienes que ser gobernado por ellos, más bien voltear la situación y gobernarlos a ellos, tomar su medida, anularlos no en el sentido de derrotarlos, sino de hilarlos, como hilar lana.

 

Así es como el frente se enfrenta al punto crucial del verso: torcer una y otra vez, el proceso del cual es un hogar. Esto contrasta con la idea de la tierra natal, que está fija, sin arar, estancada.


Un hogar es una actividad, que a menudo nace del desplazamiento, el exilio, la incomodidad: una nación alienígena.

 

Siendo así no existirían poemas “fallidos”, ni tampoco poemas “representativos”. ¿Los críticos consideran que lo fallido, el elemento fallado, puede al mismo tiempo constituir el eje que hace posible la existencia de una construcción poética?

 

La idea es fallar… pero de la manera más exitosa (¿resonante, espectacular, inesperada?) posible, incluyendo formas confusas de interpretar el poema – no sólo por un enfoque dominado por la crítica hacia el cual tú o yo podemos ser hostiles, no sólo por los lectores, sino antes que nada por mí. Trato de hacerme tropezar a mí mismo en un sinfín de formas.

 

Me gusta también hacer hincapié en la experiencia de tropezar, caer, fallar, agitarse.

 

Creo que en cualquiera de mis libros soy bastante bueno incluyendo una mezcla que, incluso para un lector compasivo, incluirá trabajos que parecen fuera de lugar, erróneos, fallidos, pero, por supuesto, me gustan los malos juegos de palabras y estar fuera de lugar, así que tiene que ser más que eso.

 

Luego están aquellos que dicen que todo el enfoque de la poesía que muchos de nosotros tenemos es fallido, mal encaminado, y ciertamente no apto para los premios literarios, lo que irónicamente sólo se suma a una cierta reputación de poesía de la calle, ¿no?

 


Volviendo al experimento: hay una sensación de que estás tratando de encontrar algo que funcione. Pero quiero poemas que no funcionan. Así que, sí, imposible de encontrar poemas “representativos”, excepto para decir característicamente sin representación.

Pero varias constelaciones, como las seleccionadas que pongo juntas como All the Whiskey in Heaven, pueden al menos sugerir una amplia gama de posibilidades. Y esto nos lleva de vuelta a tu pregunta acerca de las oposiciones binarias, de las cuales el fracaso/éxito es clave para la estética. Porque sólo se puede tener éxito en una nueva modalidad al fallar en una más antigua (y viceversa).

 

Con el tiempo, llegué a ser bastante experto en mis modalidades particulares de resbalarme con bananas verbales. Puedo hacerlo tan bien que dejan de tener el poder de fracaso. Y entonces el fracaso se convierte en parte de la retórica de la transvaloración, como cuando nada es tan hermoso como lo feo. Es el fracaso a los ojos de los que creo que tienen valores fallidos.

 

Pero qué hay sobre el fracaso en mis propios términos? 


Un montón de cosas me vienen a la mente: el compromiso, el alojamiento, la pereza, la complacencia, la condescendencia, la prepotencia, el desdeño, el mal humor. Me he vuelto muy aficionado a estas fallas también, algunas se han convertido en muletas en la que confío.

 

Me gustaría volver a esto: Fallo en el sentido de un reconocimiento de la pérdida, de la prolongación de la sensación y el deseo de la duración de poema. Animalady es el fracaso. Si no se conecta con el objeto de deseo puede convertirse en la base de sincretizar un hogar.

 

¿Quién es Charles Bernstein dentro de su estructuración poética: un sujeto que se convierte – víctima de la memoria de su presente – en un signo o una máscara?

 

No nadie, porque el alguien que soy puede ser fácilmente marcado en el contenedor de transporte: esos marcadores de identidad son las cicatrices que ninguna cantidad de borrado borra: la obra de cualquiera tiene sentido en relación con esas cicatrices. Pero vivo tanto en el interior de mi trabajo que se ha convertido en su propia entidad, con su propia memoria y conciencia. Yo soy parte del equipo de escritores que contribuyen material a la obra, bueno, casi todo el mundo se ha ido, así que soy sólo yo.

 

Pero el poema es el jefe. En realidad, deberías estar dirigiendo tus preguntas a él.

 

En América Latina cuando leemos la poesía americana, nos vemos reducidos a un determinado grupo de autores, los convencionales. Otra tendencia es la de leerlos por grupos: los británicos modernos, L = A = N = G = U = A = G = E (los Poetas del Lenguaje), sin tener en cuenta las particularidades de cada uno. ¿Cuáles son tus lecturas latinoamericanas? ¿Qué poetas te gustan y qué similitudes encuentras entre lo que se está haciendo en uno y otro lado?

 

Creo que el problema con nosotros aquí es sólo una falta general de información sobre la poesía contemporánea al sur de la frontera de EE.UU., que hace aún más difícil conectarse a causa de la fragmentación nacional de la poesía en español. Para abordar este tema, Eduardo Espina y yo comenzamos una revista hace unos años llamada S / N: NewWorldPoetics.

 

Hicimos cuatro ediciones y esperamos comenzar de nuevo: pero nuestro conjunto inicial está en línea en EPC <http://epc.buffalo.edu/presses/SN/>.

También soy un editor de Sibila, una revista de Sao Paolo, originalmente una revista impresa, pero ahora sólo en línea <http://sibila.com.br/>. Para ambas revistas, estoy principalmente involucrado con la poesía norteamericana que aparece, traducida u original; pero le da un contexto. He trabajado mucho con Régis Bonvincino, el editor de Sibila, y a través de él he aprendido un poco de la poesía brasileña.

 

Siento una fuerte conexión con Heriberto Yépez, de México, quien encabezó un grupo de traducción de una gran selección de mis ensayos para Aldus.

 

Además, mi viejo amigo Ernesto Livon Grosman me presentó a Jorge Santiago Perednik, de Buenos Aires, y he escrito sobre una afinidad con su trabajo y una especie de colección Zul / L = A = N = G = U = A = G = E, secreta en cuanto a la poética de las Américas; échale un vistazo a esta película de nosotros dos ya que creo que puede responder a tu pregunta: <http://jacket2.org/commentary/2-x-2-poetry-film-ernesto-livon-grosman-jorge-santiago-perednik-and-charles-bernstein-201>.

 

Una de las mejores experiencias que he tenido como poeta fue la de visitar la “torre” de Reina María Rodríguez en La Habana: una experiencia increíblemente cautivadora, especialmente con Reina, pero también con muchos de los otros poetas que conocí allí: sentí una conexión directa que se experimenta rara vez en la vida. 

 

Cuando estuve en Buenos Aires visitando a Ernesto y Jorge, conocí a Reynaldo Jiménez, quien me tiene una copia de su antología El Libro De Unos Sonidos: 37 Poetas del Perú (Buenos Aires: tsé, tsé, 2005), que he leído con gran fascinación.

 
El sueño, tu sueño, mi sueño, no el de Luther King, antes era concluir el poema, aquello significaba el éxito —all menos nosotros lo considerábamos así—, hoy el éxito pareciera asociarse con lograr convertirse en alguien muy similar a una estrella de pop. Se me viene a la memoria la escena de un filme de Sorrentino, Youth, en el cual hay una escena en la que un personaje le pregunta al otro, refiriéndose a un tercero, en este caso a una mujer : ¿Y qué hace? -dice uno al otro. -El trabajo más obsceno del mundo. Ah, es una prostituta —entonces el interlocutor replica. Peor aún —y concluye así el diálogo—es una estrella de pop. Merced a esta escena, me pregunto, en primer lugar, ¿qué significa el éxito?

Me encanta la cultura popular, aunque quizá, como muchos, me importe más la cultura pop de mi juventud y haya perdido la conexión con la actual.

Lo entiendo, y más en en la medida que«la cultura pop de tu juventud» no tiene nada que ver con esa tendencia que Adam Curtis  denomina El siglo del sí mismo refiriéndose así a lo que otros críticos ya habían notado: la obsesión por «narrar» las experiencias personales. 

Es otro mundo. Cuando era joven, detestaba a los poetas distinguidos que despreciaban la televisión o la música folk. Pero la verdad es que aún consumo enormes cantidades de cultura pop en la televisión: interminables series de misterio, algunas grandiosas, otras más o menos. No creo que la poesía sea “mejor” que la cultura pop, pero sí pienso que son fundamentalmente distintas. 

La poesía no está impulsada por el mercado —pocos, si es que alguno, de los poetas logran éxito comercial con su obra—, y ni siquiera existe la atractiva, aunque ilusoria, posibilidad de “sacarse la lotería” que tienen algunos artistas visuales.

Cuando era más joven, me rebelaba contra la arrogancia de quienes exaltaban la “alta cultura” a costa de lo “bajo” o “popular”, pero también contra lo “folk” o lo “local”; y eso incluía a personas a las que admiro profundamente como Adorno y Clement Greenberg. Pero en el siglo XXI —¡allá voy otra vez!— el elitismo proviene de la propia industria cultural.

También adoro al cantautor Bob Dylan, ganador del Nobel, aunque a muchos les incomode cuando digo que quizá la “literatura” no es su género (Dylan parece estar de acuerdo) y que el jurado del Nobel se escudó en su fama comercial para dotar al premio de un carisma extra. Pero piensa en lo siguiente: ¿acaso los Grammy darían un galardón a un libro de poesía? A mis detractores tal idea les parecería absurda: ¡un libro de poesía no es una canción! El camino solo va en una dirección.

¿La ausencia de dinero en la poesía  la hace más pura?

No la hace más pura, ni mejor, ni más libre, ni más abierta en lo estético. De hecho, la conformidad de grupo y la regulación ideológica son igual de fuertes, pero se imponen mediante otros mecanismos.

En lo fundamental, donde yo vivo, la poesía es de pequeña escala. En un país como el mío, la falta de valor como mercancía, de publicidad y de público coloca a la poesía varios peldaños por debajo de la prostitución. —Ese habría sido un buen modo teatral de cerrar esta respuesta. 

Pero debo añadir… “excepto que”: la poesía es un poco como la conciencia, en el sentido en que decimos “hasta ese bruto debe de tener conciencia”. Si no es la conciencia de la cultura, entonces la poesía es su conciencia reprimida.

Sin ánimo de spoilear, otro amigo nuestro, muy querido, escribió en el prólogo de Malincuor, mi próximo libro: «El 11 de marzo de 2011, el agua arrastrando todo a su paso y la tierra moviéndose de abajo hacia arriba dejaron en ruinas al Japón. La noche en que todo eso sucedía ante las cámaras atentas de televisión, yo estaba en el apartamento del poeta Charles Bernstein, en la West 92nd Street del Upper West Side de Nueva York, conversando sobre poesía (hubo aparte otros temas). Duró el ágape hasta dejar seca la botella. Hablando de que qué le veían a la poesía de Anne Carson, Bernstein, con la misma indiferencia que yo por esa obra sobrevaluada en auge, opinó que quienes la leían o no eran lectores de poesía Hablando de que qué le veían a la poesía de Anne Carson, Bernstein, con la misma indiferencia que yo por esa obra sobrevaluada en auge, opinó que quienes la leían o no eran lectores de poesía».

Anne Carson es una de varias poetas que conozco que, como yo, recientemente cumplió (o pronto cumplirá, o hubiera cumplido) 75 años: Hank Lazer, John Yau, Jorie Graham, Carolyn Forché, Arthur Sze, Aldon Nielsen, Paul Muldoon, Craig Watson, Joy Harjo, Brenda Hillman, Christopher Dewdney y Eilleen Myles [todos nacidos entre 1949 y 1951].Apenas conozco la obra de Anne Carson, pero lo que quise decir es que parece ser apreciada por personas a quienes, de otro modo, no les gusta la poesía. Yo también la detesto —como dijo célebremente Marianne Moore—, o al menos detesto parte de ella. Y gran parte de lo que sí me gusta suele ser detestado por los demás. Tal vez podamos decir que Carson es una poeta “difícil” para quienes son adversos a la dificultad estética. Carson, además, no carga con el equipaje de alguien como yo: tiene maravillosas traducciones del griego clásico, pero, hasta donde sé, no está asociada ni defiende a otros poetas contemporáneos. Yo también amo a Safo. Pero, como sabes, yo soy todo equipaje: necesito un camión de volteo solo para cargarlo. Y, al mismo tiempo, ni siquiera poseo la proverbial camisa en la espalda imaginaria. Y cada noche, cuando suenan las doce, bailo tan desnudo como el día en que volví a nacer en la selva de lo imaginario.

Siempre citamos a Whitman: la nueva poesía necesita nuevos lectores, aunque él no lo diga exactamente así. En Ventures, On an Old Theme (1892) escribe: 

“Para tener grandes poetas, también deben existir grandes auditorios.” 

Como en otras formas de innovación: los lectores aferrados a una única experiencia de la poesía pueden ser los más resistentes a un cambio de paradigma, incluso uno que ocurrió hace más de un siglo. Así que la tarea de la poesía es crear (no simplemente encontrar o confirmar) esos nuevos lectores, y apoyar a los poetas que crean esta nueva obra.

Y aquí está Whitman, en el Prefacio de la edición de 1855 de Hojas de hierba:

El mensaje de los grandes poetas a cada hombre y cada mujer es: Vengan a nosotros en igualdad de condiciones. Solo así podrán comprendernos. No somos mejores que ustedes. Lo que abarcamos, ustedes lo abarcan. Lo que disfrutamos, ustedes pueden disfrutarlo. ¿Acaso supusieron que podía existir un único Supremo? Nosotros afirmamos que puede haber incontables Supremos, y que uno no invalida a otro más de lo que una mirada invalida a otra… Los bardos americanos se distinguirán por la generosidad y el afecto, y por alentar a sus competidores… Serán cosmos… sin monopolio ni secreto… dispuestos a transmitir cualquier cosa a cualquiera… hambrientos de iguales noche y día.

En lo que sí estaremos de acuerdo es que ninguna escritora modal alcanzará la trascendencia de Verónica Forrest-Thomson. ¿Cuán importante fue para ti leerla?

Forrest-Thomson nació en 1947, apenas un poco mayor que los poetas que acabo de mencionar. Murió a los 27 años. Poetic Artifice fue escrito aproximadamente en la misma época en que yo trabajaba sobre Stein y Wittgenstein en mi último año de universidad: inquietudes similares, contextos distintos. Su libro no se publicó hasta los primeros años en que editábamos L=A=N=G=U=A=G=E. Cuando lo leí, sentí una afinidad inmediata: era una verdadera compañera en la poética.

Creo que es posible que algunos poetas “grandes”, en el sentido de Whitman, crucen hacia un público más amplio del que la mayoría de nosotros tenemos. Pienso en Ashbery, Ginsberg y Rich, de la generación anterior a la mía. 

Ginsberg y Rich se convirtieron en iconos de valores político-culturales, y eso atrajo lectores que de otro modo no se habrían acercado a la poesía. 

Pero, en general, en Estados Unidos la poesía es un arte decididamente impopular, visto desde el punto de vista de la cultura de la mercancía, anomalías aparte. Y, en efecto, estas anomalías (y añadiría a los poetas que de pronto se ponen de moda o incluso alcanzan una celebridad instantánea) no cambian el estado general de la poesía. Sin embargo, el público lector de poesía, en su conjunto, es vasto: una multitud inconsciente de sí misma.

Se dice que Ashbery bromeó: “ser un poeta famoso no es ser famoso”. Si adapto la frase de Arthur Miller sobre Willy Loman: conocido, pero no bien conocido. Pero quizá podamos invertir lo peyorativo de esto en alguien como Forrest-Thomson: ser un poeta oscuro no significa necesariamente estar oscurecido. La vida media de la poesía es distinta de la cultura popular desechable: es posible tener un público pequeño pero sostenido durante décadas, porque esa escala misma permite preservar y proteger. Los lectores globales de poesía son incansables: uno por uno mantiene vivos a los poetas en la imaginación, al tiempo que inician a nuevos lectores en el círculo (o donde sea que la poesía se esconda).  La circulación de la poesía es rizomática. Si la poesía no prospera en la cultura comercial, tampoco perece a sus manos. Quizá la poesía “difícil” posea una suerte de robusta inmunidad que pasa inadvertida bajo el escudo llamado justicia poética.

Charles, cuéntame un poco de los proyectos venideros.

Lo que viene está muy ligado a lo que queda atrás: ensayos, poemas; y demasiados elogios fúnebres y elegías. Me siento abandonado por mis amigos y familiares perdidos, aunque no sea culpa de ellos. Mi atención es también más retrospectiva: intentar reunir lo que he dejado suelto; organizar o archivar mientras pueda.

Acabo de terminar un borrador de un manuscrito de poesía titulado Dodging, en tres “fits” o partes. Puede cambiar antes de su publicación, pero hasta hoy es así: El primer “fit” contiene decenas de poemas de longitud haiku: breves estocadas epigramáticas, chispas fugaces, micropoemas y fragmentos gnómicos. Eso habría bastado para un libro y quizá habría sido lo ideal. Pero al diablo con lo ideal, ¡a toda máquina hacia adelante! He añadido dos “fits” más de distinto temperamento y forma. El segundo incluye conjuros incipientes, riffs procedimentales, colaboraciones y polémicas. El último “fit” orienta el libro hacia la refracción, el aforismo y la cita.

 

 

 



[1] Animalady es un neologismo empleado por Bernstein. En una entrevista con Dana Luther lo define así: “Animalady en la poesía es la dimensión corporal, sensorial, la forma en que se intercambia el lenguaje en términos de acústica. El sonido físico real del intercambio se relaciona con el significado. El significado no es algo que exista en una forma idealizada que no tiene que ver con los órganos que lo producen y los órganos que lo escuchan. Esta es una limitación: por lo que mi “enfermedad” tiene que ver con nuestra “condición,” la limitación de que estamos dentro. No podemos salir de ella, aunque podemos idealizar el idioma para imaginar que tiene significados que existen fuera de estos límites físicos. Por supuesto, gran parte de la filosofía contemporánea también criticará la idea de que hay significados trascendentales, pero en este caso, tal filosofía a menudo no reconoce plenamente la importancia de los medios de comunicación que utilizamos para la poesía: la representación visual del lenguaje y el sonido acústico del lenguaje.” (Extraído de My, What Sharp Ears You Have! . Por Dana Luther, publicado originalmente en “Writers-on-line”, un sitio web, en julio y agosto de 1998, basado en la transcripción de una entrevista telefónica.

 

Disponible en:http://epc.buffalo.edu/authors/bernstein/interviews/luther.html)

[2] En el original: com(op)posing.