Fòscia l'è bello avei
ancon da nasce, un sciòu açeiso ëse, d'ægua e prìa; sensa bruttâse/ e moæn con
o destin tornâ a-e onde do mâ,/a-e ciæbelle innaiæ de ombre prefonde. E tutta a
nòstra luxe a l'è ancon d'ëse figgi a-i nòstri poæ*.
ALESSANDRO GUASONI
Mi nonno, Onorio Ferrero Ventimiglia, descendía de una estirpe que las crónicas del Quattrocento citan sin asombro, con la misma reverencia con que se esconde un secreto en las márgenes de un códice: entre los Ferrero Ventimiglia corría la sangre de jurisconsultos y mecenas, entre los Bezzi la audacia filológica, y esos nombres ya eran territorio antes de nacer. En esos pergaminos aparece Giovanni Aubrey Bezzi, patriota que luchó junto a Garibaldi, poeta guerrero de la Emilia, amigo de Salgari, cuya leyenda lo emparenta con Emilio de Ventimiglia, el presunto Corsario Negro, vínculo fantástico que cruzó el Adriático como rumor de conspiración marítima. En el castillo Salabue, dominando viñas y neblinas, los Ventimiglia tejían alianzas con linajes genoveses, y los Bezzi pulían glosas en salones que olían a pólvora y a tinta antigua. De esa unión —de sangre y rumor— brotó una ética: el archivo no es depósito sino respiración continua, un tejido vivo que exige ser sostenido.
Onorio estudió Filosofía y Letras en Torino, discípulo de Croce, traductor del Tao Te Ching y profesor de latín hasta que abandonó el aula para unirse a los partigiani. Pero no renunció a la sintaxis: la llevó a la montaña como quien lleva un estandarte. Allí, entre senderos de roca y silencio, aprendió que pensar puede ser un modo de disparar, que la lengua debe pasar por el crisol del combate para recuperar su gramática más severa. Publicó en 1929 su libro de poesía La Cetra, elogiado por Croce, y con él dejó constancia temprana de su voz poética antes de que el ruido de las armas reclamara su acróstico. Benjamin escribió alguna vez que “la historia es un archivo de ruinas a cámara lenta”; Onorio lo sabía sin haberlo leído: todo archivo es una forma de resurrección intermitente.
Cuando llegó a Lima con Lucía y sus hijos trajo tres baúles. Mi nonna reía
contándome que, al llegar a la que sería la casa, en Santa Beatriz —una calle
atravesada por trenes, olor a petróleo y buganvillas, donde las tardes eran
lentas como relojes de estación vacía— Onorio los mantuvo abiertos durante días
cerciorándose que allí dentro estuviera todo aquello que había venido
cautelando. En esa casa, recién instaurado el gobierno de Velasco Alvarado, se
respiraba una xenelasia sutil: los italianos eran sospechosos de nostalgia
fascista, y los Ferrero, descendientes de partisanos, no fueron bienvenidos.
Cuando se abrieron los baúles aparecieron cientos de tratados
en sánscrito, notas en esperanto, incunables con glosas ajenas, y en el centro,
un ejemplar de La Divina Commedia, respirando como un corazón. Onorio
creía que los libros no eran posesiones: eran pulmones. Parecía respirar a través de ellos. Así pude entender que los libros
no se guardan: se heredan como heridas. Entre sus papeles se encontraban copias
a mano de poetas japoneses menores —Fujiwara no Teika, Saigyō, Shunzei—,
traducciones inservibles de los stilnovistas que lo obsesionaban: Guido
Cavalcanti, Lapo Gianni, Cino da Pistoia. Esos fragmentos eran su teología
privada. No buscaba dioses, sino gramáticas que pudieran sobrevivir al
derrumbe. Su latín no era devoto: era táctil, respiratorio. Traducía al Tao
para comprender a cabalidad la respiración que saben ocultarnos quienes ya han partido.
Años después, donamos sus libros a la biblioteca de la Pontificia Universidad
Católica del Perú. La decisión nos pareció noble; el resultado, funesto. No por
mala voluntad, sino por exceso de institución. Allí donde el polvo debía ser
memoria se convirtió en protocolo. No hay burocracia más devota que la que
confunde inventario con archivo. La biblioteca, fiel a su vocación tropical de
desmantelar lo que ignora, catalogó la ruina con entusiasmo. Cada libro perdió
su sombra, cada nota su respiración. Ningún lector volverá a oír el sonido del
dedo de mi abuelo pasando página. A cambio, ganaron sellos, fichas y número de
registro. Benjamin sonreiría desde su anaquel: el archivo, forma superior del
olvido.
Porta il sentiero con te, decía Onorio. Lleva el camino contigo. Desde
entonces cargo mi archivo a cuestas, como una maleta sin ruedas.
Nací en el último vagón de un tren llamado Europa. No es metáfora, es precisión genealógica. Toda mi familia está inscrita en ese vagón que avanzaba de noche, bajo una lluvia de carbón y rezos. El tren arrastraba el continente mientras la memoria se iba disolviendo en medio del humo. En Malincuor esa línea no abre un poema: abre una respiración. No hay viaje, sino exilio. Cada palabra fue un riel, cada libro una estación. Lo que creí herencia se volvió persistencia: la poesía como ruido que se repite para no morir.
El Bora, ese viento al que los croatas temen como a un dios enloquecido,
regresaba cada invierno a probar la consistencia de las casas. En Dalmacia se
decía que el Bora nacía del resentimiento de las montañas que no pudieron tocar
el mar. Baka no hablaba español: su idioma eran los gestos. Pasaba las tardes
barajando el Briškan como quien sostiene el destino entre los dedos. No
comprendía el idioma, lo representaba a través de sus gestos. En su quietud aprendí la ética del otro: la
presencia que no exige ser comprendida. No lo sabía, pero así empezó mi
escritura. Malincuor nació de esa superstición doméstica: el tren, el
viento, los nombres impronunciables.
Hoy ya no me interesa si soy italiano, croata o apenas un eco detenido en una estación vacía. El idioma nunca fue patria: fue frontera. Escribo como quien desentierra. Malincuor no es un libro: es un archivo de resurrección. Benjamin dijo que el verdadero historiador “hace saltar la chispa de la esperanza en el instante del peligro”: esa chispa es la sílaba que sobrevive al sentido.
Lo aprendí de Onorio: el archivo respira a través de quien lo
sostiene.
He vivido entre lenguas y culturas como quien habita una frontera interminable
donde las palabras se desgastaban como monedas de un imperio en ruinas. En
casa, la mezcla era nuestra lingua franca: italiano en la cocina, croata en los
insultos, silencio en las sobremesas. Ninguna nación me reconocía, y en esa
desposesión encontré a mi verdadera y única patria. El idioma se volvió un
pasaporte sin sello: una forma de extranjería perpetua.
Nada muere en Malincuor: sólo cambia de temperatura. No sé si esa línea
es mía o del libro, pero me persigue como una advertencia. No hay pureza: sólo
transformación. Las manchas son parte del texto; el residuo, su materia. Onorio
lo comprendía: el pensamiento debía corromper su propia claridad. Por eso los
márgenes de sus libros estaban llenos de tachaduras. Él no corregía: ensayaba
la ruina.
Cuando escribo, escucho el tren de fondo. Sé que el hierro no se ablanda, que
la sintaxis es una disciplina para los supervivientes. Pero hay ternura en la
mecánica: el poema como un motor que tartamudea para no extinguirse. Cioran
dijo que “todo pensamiento nace del tedio de una certidumbre”; quizá por eso
escribo: para conservar el temblor. La lucidez es sólo una forma elegante de
cansancio.
Los muertos saben lo que pasará. Nos lo dirán cuando estemos entre ellos y
ya no precisemos saberlo. Esa frase no consuela: ordena el miedo. La
muerte, en Malincuor, no clausura: ordena. Onorio sigue traduciendo en
silencio. Él no está en el archivo: él es el archivo.
Cuando, por fin, abrí sus baúles entendí que toda mi vida había sido un intento de mantener ese archivo en movimiento. Las instituciones lo paralizan; la escritura lo reanima. Por eso desconfío de las academias: porque adoran lo que ya no respira. No escribo para preservar, sino para provocar la errata. Cada palabra debe temblar.
El temblor, ahora lo sé, no es del cuerpo sino de la memoria: una vibración que
impide que el pasado se congele. La edición de Malincuor quiso traducir
ese temblor: páginas con imágenes yuxtapuestas, papeles envejecidos,
fotografías corroídas, cintas, notas mecanografiadas, fragmentos que se enciman
como ruinas transparentes. Benjamin dijo que toda imagen del pasado es un
relámpago que sólo se deja ver en el instante de su reconocimiento: Malincuor
es ese relámpago.
Sebald enseñó que el archivo es siempre un duelo mal administrado; Bernhard,
que la lucidez sólo existe como sarcasmo contra la esperanza. Ambos me
acompañan en esta escritura que duda de sí misma, que desconfía incluso del
silencio con que se escribe.
Y sin embargo, entre ruinas y papeles, hay alguien que no pertenece al archivo: Ludy. Salvo el amor, todo es recuerdo. Ninguna palabra la fija. Ella se mantiene ilegible, como si el lenguaje no hubiera aprendido a pronunciar su presencia. Todo lo demás —familia, ciudad, memoria— se ha convertido en catálogo. Ella no. En su respiración hay algo que escapa a la administración del tiempo.
Ludy es la interrupción del orden: una nota que no encaja en el pentagrama del archivo.
Si Malincuor es mi intento de resucitar el pasado, ella es la prueba de que todavía hay un futuro, el de un tiempo que no tiene dónde ni cuándo, pero que, en revancha, contiene todos los lugares y todos los tiempos.
John Donne lo había entendido siglos antes:
“Ella es todos los reinos, yo soy todos los príncipes, y nada más existe.”
Ludy, con su manera de caminar, con el leve desfase entre su voz y sus gestos,
encarna la resistencia contra la clausura. En su presencia la sintaxis se
disuelve; el mundo se simplifica a una frase imposible: estar vivo. Cuando ella
entra en una habitación, el archivo se desordena. Los papeles se abren, los
nombres se recalientan, las fechas se vuelven respirables.
No la escribo: la acompaño y ella me acompaña a mí, en La Cantuta, un lugar que,
en realidad, no existe. Si Onorio archivaba libros para que la historia exista,
Ludy me enseñó que hay historias que sólo pueden vivirse. Cuando duerme, el
tren se detiene; cuando despierta, vuelve a ponerse en marcha. La poesía, desde
entonces, dejó de ser una disciplina: se volvió una forma de comunión, una
respiración compartida. No porque prometa permanencia, sino porque confirma la
fragilidad. En su manera de mirar hay algo de los espejos de Borges:
multiplican, pero no reflejan. En su silencio hay una ética del amor como
interrupción: la grieta por donde entra la luz que el archivo no fue capaz de clasificar.
Anne Carson escribió que “el amor es una ciudad que arde en silencio mientras
los otros miran las llamas.” Yo escribo entre esas ruinas. Ella es esa ciudad:
el incendio que no se apaga, la respiración que sostiene mi escritura cuando
todo lo demás se hunde.
Algunos lectores observaron que mis compilaciones —Sparagmos, Contra la
muerte, Cuando el destino dejó de ser víspera— no son obras reunidas sino
collages de sobrevivencia, fragmentos reescritos para no morir del todo. Malincuor
formará parte de un proyecto mayor, Zigano, una deriva más amplia donde
los materiales se desordenan como las memorias de un tren que no cesa.
Hejinian lo dijo con la claridad que sólo alcanza quien desconfía del final:
“El cierre es siempre una traición.” No cierro este texto: lo extiendo. Malincuor
no admite punto final. Escribir, he comprendido, no es narrar, sino mantener en
marcha la máquina. Cada poema es un tren que sigue avanzando aunque el país no
exista.
Si alguien me pregunta por qué escribo, respondo apenas: para que la historia
exista.
* Quizás sea hermoso aún no haber nacido, un ser feroz, de agua y piedra; sin ensuciarse, mueren con destino de vuelta a las olas del mar, a las ciabeles innatas de las sombras preprofundas. Y toda nuestra luz aún debe ser hijos de nuestros padres.
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