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miércoles, 8 de octubre de 2025

CARLOS BUENO VERA. DE UNA SERPIENTE CRUZA UN SENDERO

 


foto: isabel muñoz




notas para un poema sobre la infancia

 

 

te giras en un gesto inmortal dentro de la cama y quedas dormido

 

 

 

 

 

el vértigo es como un jardín y camina, en el jardín seco, la niñez seria y deslumbrada

se entretiene con lo que encuentra, cuando las manos nuevas se parecen sospechosamente al fulgor, cuando engaña el asombro

 

a cierta distancia, la armonía de la casa depende de las habitaciones cerradas, de lo dado por supuesto, de las risas rumorosas tras las pisadas y los juegos de trocar palabras

se cuenta allí que para la escritura de cualquier ley relativa a la infancia se exigirá la entrega del cuchillo de plata, el único instrumento capaz de pelar la manzana de oro

simplificado, el jardín es como un vértigo que es la niñez

 

 

 

 

 

viene y va de lo invisible y apenas acaba de expulsarse, sale del revés, como todo lo mágico y lo insospechado

aspira a los peligros de la inmortalidad y su constitución frágil desabrocha lo eterno. Cuando deje de ser niño, se volverá mortal

pero mientras tanto se oyen pájaros entre los movimientos de las tormentas fértiles

y él sabe que la vida ocurre dentro de ellas, reventada de canciones

 

 

 

 

 

cuando la infancia termine, aprenderás a quedarte despierto: eso será un nuevo regalo

 

 

 

    

 

 

 

 

meditación para un poema sobre la adolescencia

 

 

algo público se vuelve ante los ojos privado, toman contundencia los contornos del sueño, decidimos anticiparnos a la nitidez nostálgica de los deseos y, por vez primera, pedimos la verdura pesada

 

 

 

    

 

 

 

sobre la melancolía de los ladrones: anotación desmembrada

 

 

hablan entre ellos y se dicen, glotones y al oído, que en todas las cosas hay blandura, regalo; que ya desfilaron erguidas las mejillas de los vendedores ambulantes por entre las calles llenas; que gracias a las flores, las de los jarrones en los puestos, esas tan prietas, que acabarán detenidas en cabellos, raíces y camas, aparecían pletóricas las avenidas; y que somos nosotros y no ellos, los que marchamos engañados, entre un nuevo estruendo y una simpleza irrevocable, viendo llorar

 

 

 

 

    

 

 

                                                                                                                       foto de isabel muñoz

 

sobre lo que aprenden los exploradores: especulaciones alegóricas de un urbanita

 

la escritura de la selva vendrá después, una vez que el misterio de su corazón quede vaciado

los relatos en los diarios volverán a las penosas dificultades y hallazgos simples

a misioneros devorados por jaguares, a los restos de tribus, desaparecidas a manos de los misioneros que sobrevivieron, y a pieles de jaguares, cazados y desollados, como recuerdo de la pérdida que guardaba, el secreto de su lento misterio

se realizarán, de las especies amarillas de pájaros, flores y plantas observadas, algunos dibujos minuciosos que no dejarán de parecer probaturas alejadas de lo que eran

incluso fotografías y películas recogerán porciones que, desmembradas del todo, no significan nada, apenas un mensaje triste y obtuso

y al final lo único que los exploradores podrán atestiguar es que el amante del registro destruye aquello que registra al alejar del mundo lo que estudia

quedará una clasificación, sus tablas, el rigor

y aquellos que inspeccionaron la enorme selva, brutal y banal

aquellos que la observan ya no sólo como sólo selva pasmosa

se verán estupefactos cuando suceda esa primera destrucción, perplejos por todo lo que fueron capaces

y descubrirán, plenos de asombro

el mismo que sintieron al cruzarla, como un relámpago que recorría su cuerpo y mezcló amor y deseo

que todo amante es enemigo de lo que ama

 

 

 

    

 

un último esbozo, de nuevo con la metáfora manoseada del pájaro, para un poema sobre la vejez y sobre el poema, extraído de un diario

 

 

mira qué ligero es el vuelo de ese pájaro, dice el abuelo, tumbado. No es ligero el vuelo, sino sus alas, lo que permite el vuelo, piensa la abuela, sentada. No son ligeros sus alas ni su vuelo, sino sus plumas, piensa ahora el abuelo, adivinando el pensamiento de la abuela al mirar sus manos entrelazadas. Sí, qué ligero es el pájaro, dice la abuela levantándose con agilidad, tras desentumecer sus manos, hábiles y temblorosas, para salir de la habitación… Esto ¿qué significa? ¿Significa algo? Un recuerdo circula por el espíritu. El vuelo de un pájaro como esa moneda que se lanza para verla girar en el aire, echarlo a suertes, augurar lo que vendrá: que esté de acuerdo contigo no quiere decir que no me oponga a ti

 

    

sobre la muerte

 

te escribo desde la oscuridad de mi habitación, contestando inmediatamente al mensaje que me mandas; hago esperar al mensajero en la puerta

 

hace tiempo un hombre que era como yo vino a verme para pedirme ayuda. Dijo que necesitaba saber cómo había sobrevivido a la gran cacería. Recuerdo que traía un paquete de carne bajo el brazo. Estaba fuera de sí. Le dije lo que sabía. Eso es todo

 

se dejó aquí una chaqueta. Se la doy al mensajero para que te la entregue y que tú se la des. O mejor, dile que está aquí, que puede venir él a por ella

 

 

 

    

 

sábado, 6 de septiembre de 2025

ISMAEL BELDA. LA UNIVERSIDAD BLANCA

 





Si en el año 2014 el libro La Universidad Blanca (
Ediciones La Palma) del valenciano Ismael Belda (1977) no figuró — hasta donde sé— entre los mejores libros del año, no fue debido a una oscura estrategia de la Guardia Pretoriana española, que la hay, fue por lo que pareció ser, a la luz de los años, un esfuerzo sistemático realizado por el propio Belda —lo cual nos hace quererlo más. Pero libros así, y más ahora, en medio de esa oleada de escritura oligofrénica protagonizada por los tardoadolescentes y anteincertidumbrosos, no deben de dejar de conocerse y ponderarse. Para los más suspicaces: no conozco a Belda. Apenas le escribí una vez convocándolo para un libro que nunca apareció. La Universidad Blanca es uno de esos pocos libros que, en lo que va — o se padece— del siglo, DEBEN conocerse, aún a través de medios tan rudimentarios como este humildísimo blog.
MM



La Universidad Blanca 




INTRODUCCIÓN

 

El pobre autómata, cubierto de su pobre piel sintética,

se adentra en húmedas comarcas boscosas

al volante de su coche blanco.

Pasan de largo carteles de campings (negros, con las letras amarillas),

hoteles muertos con forma de chalets suizos,

pequeños ciervos en pleno salto inscritos en triángulos amarillos.

El valle es una herida que canta himnos de alabanza,

es una herida de donde brotan las formas

para volver a hundirse interminablemente.

El cielo es del color de un hipopótamo.

 

El bungalow del autómata se llama Carcasona.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿De dónde ha surgido ese viento invisible

que le secó por dentro y le empujó hacia las tierras bajas?

¿Es un viento que nació en una encrucijada?

¿Que nació en una bifurcación del país del tiempo?

El bungalow está lleno de arañas amables y algo tímidas

que observan al autómata desde el rincón con sus ojillos tristes.

La primera noche es como restregar la cara contra el musgo.

La primera mañana, de camino a las duchas,

el autómata encuentra a Rosamunda.

 

Tiene las rodillas felinas que hacen inmediatamente fascinante

a cualquier desconocida. Lleva unas gafas empañadas, casi invisibles,

que no hacen sino incrementar su encanto por momentos.

Se ríe sin razón aparente, cuenta anécdotas claramente inventadas, se arregla

el pelo con dedos finos de extremos sonrosados.

Básicamente, no se acuerda de nada.

Por el camino los dos se pierden, bajan una ladera, siguen un río marrón, llegan

a una espesura en cuyo oscuro corazón hay una fuente

custodiada por una enorme mujer de luto con armadura y lanza.

Qué venís a buscar, dice la giganta.

Rosamunda y el autómata se miran extrañados.

No venimos a buscar nada, dicen.

El agua de la fuente está tan fría que duele.

Los dos beben hasta saciarse y más aún.

Esa noche, en el bungalow de Rosamunda (llamado Flora),

los dos practican el sexo haciendo uso de múltiples posturas y caricias

aprendidas en libros y en sueños.

 

El camping está desierto. El otoño

lo deja todo un poco más oscuro, más callado.

Rosamunda, como oscuramente embarazada, también calla.

El autómata, que vive con el temor de que se descubra

su naturaleza robótica,

pasa los días y las noches con ella.

Una tarde, en lugar de hacer el amor, el autómata se tumba boca abajo

y ella le acaricia la espalda con las puntas de las yemas

mientras pequeños escarabajos chocan

contra la lámpara de la mesilla

y después patalean boca arriba como juguetes estropeados.

Los dedos dejan estelas de luz dorada sobre la piel del autómata.                            

Se forman sonidos como de estelas de barcos, de gallardetes, de velas panzudas, de mapas,

y poco a poco todo empieza a formar un paisaje.

Y así es como la historia de Rosamunda penetra en el autómata.

 

 

 

LOS MUERTOS

 «Soy un clérigo andrajoso que se desliza por las paredes»,

 dice el niño al acabar el puzle. En el cielo, tras las ventanas,

 aviones plateados trazan líneas de vapor y de cristales de hielo.

 «En Plutón. Allí han vivido en la oscuridad y el frío.

 Para cada uno que llega, la misma noche en fuga hacia el

espacio exterior.

 No podemos imaginar el horror, el rechinar de dientes.

 O quizá sí podemos».

 La Coca-Cola del niño se retuerce en lentos hilos translúcidos

 entre los hielos.

 Tiene el pelo húmedo y pegado a las sienes

 y la venda que cubre el muñón de su mano

 está levemente manchada de sangre.

 «Han construido naves. Han construido ciudades otantes.

 Quieren tomar posesión de lo que es suyo. Del azul, del verde,

 del hondísimo amarillo.

 Vienen del nal del sistema solar».

 Mientras el niño habla yo observo a dos muchachas de una mesa
cercana

 que se besan y que juegan por debajo de la mesa.

 El contacto entre sus lenguas recuerda al oleaje del mar, recuerda

 a nubarrones de tormenta.

 «Yo o cio en una tarea sagrada.

 Salvo grandes trozos del mundo y los pongo fuera de su alcance.

 Al menos por el momento, retraso su venida».

 Las dos muchachas sonríen maliciosamente sin dejar de besarse

 (algo ha ocurrido bajo la mesa).

 El niño susurra una palabra: «Venetia».

 «¿Qué pasará cuando vengan?», pregunto.

 «No lo sé», responde el niño. «Todo cambiará.

 Quizá todo será demasiado distinto. Quizá es imposible que sea
malo».

 El puzle, contra lo que pudiera pensarse, no es El triunfo de la

 Muerte,

 sino una reproducción de la segunda Torre de Babel,

 esa que parece quemarse desde dentro con una llama inacabable

 

 

                                                                                                                                                                                                              Fotografía de Mathieu Stern



EL AUTÓMATA TOMA HABITACIÓN

 El autómata toma habitación

 en un hotel de California. Pregunta en recepción

 por Rosamunda. No se aloja aquí, le dicen

dos muchachas gordas y felices; una de ellas

 enormemente inteligente, piensa él. Se fue hace varios días, lamentan.

 Ojalá que tengas suerte, le dice la otra.

 En los pasillos, sus pasos no se escuchan. Sólo un rumor

 de máquinas al fondo de la mente hace

 temblar un poco las paredes en la yema de los dedos.

 En la piscina, parejas de ancianos perfectos sonríen

 a las pequeñas sombrillas de sus daiquiris. Nadie

 habla en voz muy alta. El cielo de Los Ángeles,

 a la tarde, tiene la suave precisión que uno espera siempre de los

 cielos.

 (Uno siempre queda defraudado. Pero no aquí, no aquí, aquí no,

 Rosamunda.)

 Es de noche. Las reverberaciones de la piscina

 se entrecruzan en los rostros, en los muros,

 danzan una danza que el autómata conoce, e interpreta.

 Hablan de los caminos del país del tiempo, hablan

 de los vientos que eternamente soplan y soplan, cantan y cantan,

 empujan guras minúsculas a las landas del otro lado.

 Las ondas de luz de la piscina saben estas cosas,

 y algunos ancianos, que beben mai tais y piñas coladas,

 lo saben también. Buena gente, piensa el pobre autómata

 adolescente.

 Su habitación es roja y tiene una pintura enmarcada

 de una gigantesca ola en el mar. En la cresta de la ola,

 un hombre diminuto en una tabla de surf. El autómata se acerca.

La cabeza del hombre está al revés, o eso parece. Tan sólo hay pelo

 donde debería estar su rostro. En la televisión

 el autómata ve varias obras maestras del cine.

 Nuestro amigo espera días, semanas, bebiendo él también

 vesper martinis, mojitos, manhattans, mai tais, margaritas.

 Conversa con ancianos de innita sabiduría.

 El alcohol, tristemente, no le vuela su pobre cabeza de plástico.

 Si acaso le pone más sobrio, le hace ver la realidad:

 un humo estroboscópico que asciende de todas las cosas.

 Cuando se acuesta, sueña con el hombre cuyo rostro es una nuca.

 Pasea por Sunset en crepúsculos interminables. En el cielo, a veces,

 se libran batallas carmesíes entre ejércitos secretos. Todo el mundo

 lo ve. Todos hablan de ello.

 De lo más alto de una palmera muy delgada

 un pájaro mecánico alza un vuelo rutilante y se funde

 con la estela de un avión. Todo hace señales.

 Las delicadas hierbas que rompen el asfalto al pie de las verjas

 dobladas

 son de una inexpresable belleza, y el autómata

piensa que querría hacer música con ellas, para ellas, si pudiera.

 Una niña, en Pico con La Brea, le dice tú no eres de verdad.

 El autómata no sabe qué decir. Para disimular

 le saca medio dólar del oído a la niña.

 Ella lo coge y se lo guarda de nuevo en la oreja.

 Es rubia. Se llama Venetia. Lleva puesta una camiseta

 con el rostro de Captain Beefheart en magenta y amarillo. Le

 pregunta

 ¿vivirás eternamente, autómata? ¿O te apagarás un día

 y estarás solo? ¿Estarás solo, pobre autómata

solitario? ¿Estarás solo si vives para siempre?

 A la mañana siguiente,

 el autómata alquila un hermoso Chevrolet Impala azul y piensa

 en su otro coche, su maniático y eufórico coche blanco europeo,

 piensa en la ternura de las máquinas, en el amor lancinante,

 descuartizador, de las máquinas.

 Salen de Los Ángeles, él y su coche, y cruzan el valle de San Joaquín.

 Hay ríos perezosos, vestidos de barro, que se demoran en curvas a

 cuyas orillas

 crecen inmensos árboles y carretas abandonadas. Hay campos de

 trigo

 de donde vuelan pájaros negros con las alas rojas.

 En el aire fresco hay humedad que alegra el rostro

 y una música de Rosamunda, una música desnuda y delicada

 que el autómata no entiende

 pero que con delicia y desgarro ama,

 ama con vergüenza y odio de sí mismo y con grandeza,

 y con felicidad tranquila y éxtasis. Amor humano casi.

 En el Norte empiezan las secuoyas y la bruma, y el olor a mar.

Amar, amar,

 piensa el demencial autómata.

 El coche, poco a poco, se hace invisible.

 Desaparece en mitad de una larga recta junto a las olas.

 

 

EN LA CASA DE LOS PÁJAROS


 El autómata vive con Laura,

 una mujer que algunos años atrás conoció en San Francisco.

 La casa donde habitan está al otro lado del Golden Gate,

 en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.

 Es una blanca mansión victoriana a orillas del mar

 que se mantiene derecha, hermosa y triste

 en un pequeño terreno vagamente cercado.

 En verano, unas altas gramíneas producen chasquidos al sol

 cuando se abren sus vainas y las semillas saltan

 como en pequeñas explosiones.

 De algunos árboles chaparros

 descienden grises pájaros rabilargos, muy despacio,

 como invisibles funambulistas.

 Desde hace ya algún tiempo,

 el cerebro arti cial del autómata

 ha entrado en contacto fatal con algunas frecuencias muy poco

 frecuentes.

 Ciertas voces anfíbracas en su cabeza

 le hacen compañía, le dan conversación, le ofrecen consejos no

 muy extraños,

 como palabras de compañeros de o cina.

 Una de ellas, la primera que llegó,

 es la voz de Drácula, conocido en vida como Vlad Tepes.

 «La vida era aquel temblor de ardicia», le dijo de pronto. El

 autómata

 miró alrededor. Estaba solo. Quizás un mirlo le miraba desde un

 árbol de la calle.

 «Recuerdo el dolor y la belleza», le dijo Vlad.

 «Recuerdo una noche, un banquete en el corazón de un bosque

 de cuerpos empalados,

 a la luz de las antorchas. Era hermoso.

 Echo de menos estar vivo. Yo estaba tan vivo

 y era tan hermoso y estaba tan vivo. A veces

 me acostaba en una cama y soñaba toda la noche».

 Pronto se acostumbra a sus monólogos sangrientos.

 A veces Vlad le pide cosas.

Por otra parte, no hay diálogo real entre los dos.

 El autómata, en secreto, le envidia.

Otro de los visitantes es ni más ni menos que

Donatien Alphonse François de Sade, el célebre marqués.

 Resulta ser una sombra melancólica,

con cierto sentido, a veces, del humor. Extrañamente comprensiva.

 «Trata bien a Laura. Ella te ama. A su edad

 amar así es un lujo que sólo concede un espíritu lleno de luz.

 Olvida a la otra, a la muchacha olvidadiza».

 El autómata, no sabe bien por qué, se emociona exageradamente

 cuando habla con el marqués. Hay algo en él

 que le parece conocer y amar desde el principio de los tiempos.

 «Querría», le dice, «que te quedaras conmigo para siempre,

 Donatien».

 También se escucha a veces

 al fantasma de Kleist, el poeta alemán.

 Es el único al que puede ver en ocasiones.

 Oteando el mar desde el mirador, como una especie de holograma.

Adoptando

 poses románticas en una ventana, con su gura de muchacha

 gorda y

su pañuelito negro en la mano. Un atroz tartamudeo,

 agravado tras su paso al otro lado,

 vuelve imposible cada palabra. «Las maaa… las maaa…»,

 dice el autor de Michael Kohlhaas, de nuevo invisible.

«Las maaa…».

 El autómata asiente, como si comprendiera.

 En la casa hay una placa en la que pone:

 «Lyford House (

 )

Restored in honor of Donald Ryder Dickey 

».


 Por la noche, Laura y él cenan en la cocina, se ríen

de alguna cosa, examinan con cuidado los alimentos.

 La vieja madera de la casa huele bien y tiene cientos de ojos.

 Después están en el sofá, vagamente enlazados. Mirando la

 televisión.

 A Laura le gustan las películas de grandes robos, los programas

 de cirugía.

 Después se lavan los dientes, se meten en la cama.

Tienen ciertos problemas para hacer el amor.

Laura se duerme.

En la oscuridad, el autómata ve formas que se abren y se cierran,

 parecidas

 a anémonas marinas, y piensa en Donald Ryder Dickey, ornitólogo

 y fotógrafo.

 Una vez buscó su nombre en internet. Una foto

 le mostraba, con gafas y camisa impoluta arremangada,

 sujetando por los extremos de las alas extendidas

 a un murciélago en apariencia indiferente a sus manejos.

En

 participó en la expedición Tanager

 a la isla de Laysan (noroeste de Hawaii).

Allí, la tripulación del USS Tanager presenció

 la extinción del pájaro llamado apapane de Laysan

(Himatione sanguinea freethi),

 un ave carmesí que anidaba en el suelo. Desapareció

 de la faz de la Tierra durante una tormenta de arena en la isla.

 El autómata conoce el viento que se llevó lejos a aquellos pájaros.

 Conoce esa tormenta de arena cegadora.

 Conoce el sonido como de autas japonesas que la anuncia.

 Después decide dormir, y sueña toda la noche

 con la sangrienta isla de los apapanes, lejos de Hawaii.

 Cerca de la casa

hay una pequeña ensenada de gruesa arena gris.

 El mar parece sucio allí. Lamas verdes se secan en las piedras.

 Hay un mirador de madera, y en él un banco.

 En el banco, una cita de Ovidio: «With deeds my life was lled»,

y un nombre y una fecha, C
S
L

.

Vivir más, piensa el autómata. Vivir, vivir, vivir. Vivir más adentro,–

vivir más afuera, vivir más, vivir, vivir. «Yo apenas viví»,

susurra Donatien. «Por mucho que la fama me desdiga.

 El verdadero amor, el dolor verdadero y el placer,

 están lejos. Y nosotros pasamos los dedos

por sombras proyectadas en un agua indiferente»