Vistas de página en total

Mostrando entradas con la etiqueta el laboratorio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta el laboratorio. Mostrar todas las entradas

miércoles, 1 de octubre de 2025

Maurizio Medo. INTENSIDAD Y ALTURA LA POESÍA PERUANA, HOY.

 

Para mí, el trabajo de hacer un poema es su propia recompensa.
MARIO MONTALBETTI


En una conversación con Javier Torres Seoane, Mirko Lauer, en el programa #ElArriero (https://www.youtube.com/watch?v=-B4LyaKBPxU), recordaba la «obligación moral» que le despertó un pedido de Javier Sologuren: «Nunca dejes de escribir poesía. Tienes que escribir», le dijo el severo Sologuren, como lo califica el propio Lauer.

No creo que Javier —y más aún conociéndolo como lo conocí— pretendiera ejercer una ética de maestranza ni atribuirse la autoridad de condenar a cualquiera a esa cadena perpetua de escribir. Mucho menos endosarle semejante peso a todo incauto que se cruzara en su camino.

En la misma charla con Torres Seoane, Lauer comentó que, después de haber escrito Ciudad de Lima, alcanzó cierta paz gracias al indulto de Rodolfo Hinostroza. Este, desde París, le escribió: «Ya has demostrado que puedes escribir un buen libro de poemas. ¿Ahora quieres demostrar que puedes escribir otro más?»

A mí, Sologuren también me hizo alguna vez la misma exhortación. Y, sin contar con un consejero lobo disfrazado de Pepe Grillo, la tomé muy en serio. No importaba que algunos autores hubieran asegurado su nombre en la posteridad con un solo libro. Como le ocurrió a Lauer, esa palabra «nunca» resonó en mí, y la única manera de comprender cabalmente las expectativas implícitas fue imaginar al capitán Willem Van Der Decken, encaramado en el puesto de mando del Flying Dutchman.

Por ello, y pese a tener un «plan de obra» —que he modificado cientos de veces— me aterraba llegar al final del mismo. Cuando no había nada que escribir y apenas «salía espuma» —tal vez, como habría dicho Belli, por una conspiración de los hados— el peso de esa obligación me llevaba a buscar otros recursos para persistir. Obcecado, seguía adelante sin saber con claridad cuál era el objetivo, más allá de aquella palabra «nunca». A veces «escribía en el aire» a través de la edición; otras, más resignado, lo hacía desde la docencia.

Pienso en Sologuren y, casi como un reflejo, se me impone la imagen de Carlos Germán Belli. Como si también hubiera sido evocado. Tal vez,  porque, para ambos, la idea de «ser poeta» estaba escrita con la paciencia de un amanuense, decidido a trabajar lejos —muy lejos— de cualquier jefe. Los tiempos en que Sologuren pedía a quienes fuimos jóvenes que no cejáramos en el oficio parecen hoy pertenecer a un universo distinto. Ahora vivimos en otro, marcado por la lógica del ciberespacio y la «gerencialización» autoral.

Concluí el plan de mi obra —hoy observo las rumas de escritos por editar— poco antes de que el autor se convirtiera en «creador de contenidos». Hoy se espera que el escritor esté presente en las redes, no como alguien que existe «detrás de la firma», sino como un entertainer, tal como advirtió Martín Rodríguez Gaona: alguien que, de cara al público, glamouriza episodios traumáticos en una neolengua cambiante, cada vez más terapéutica, con la que espectaculariza lo infraordinario.

Ser únicamente un autor ya no significa nada. En las esferas editoriales —como señala Vicente Luis Mora en un post— el modo de presentar a un escritor es copiar su avatar en redes y añadir el número de seguidores (por ejemplo, 80K). Ni el nombre ni la obra importan: sólo su valor en redes. No resulta exagerado afirmar la pérdida de valor de lo escrito, pues una obra —cualquiera que sea— no puede «algoritmizarse», como observó Berta García Faet al referirse a la poesía de Mariano Blatt. Su «valor» en las redes dependerá, en todo caso, de su capacidad para funcionar como excusa de interacción, incluso para romper el hielo en Tinder. Fuera de la dictadura del Like, la obra enfrenta un nuevo obstáculo: los lectores.

Una investigación publicada en Nature Scientific Reports puso a prueba a un grupo de lectores, quienes debían elegir sus preferencias entre textos de autores como William Shakespeare, Geoffrey Chaucer, Walt Whitman, Emily Dickinson, Samuel Butler, Lord Byron, T. S. Eliot, Allen Ginsberg, Sylvia Plath y Dorothea Lasky, frente a composiciones generadas por IA. El resultado: valoraron más las incoherentes piezas producidas por la máquina. El experimento demuestra que el lector actual, antes que apostar por la «extrañeza» de un texto original, prefiere la «transparencia» de textos previamente «domesticados», para usar el término de Lawrence Venuti.

No se trata de desempolvar nostalgias ni de repetir el «todo tiempo pasado fue mejor» —después de googlear las coplas de Manrique— ni de culpar únicamente a Internet. Raymond Williams ya reconocía a comienzos de los años ochenta que cualquiera podía mirar una danza, contemplar una escultura o escuchar música, mientras que el 40 % de la población mundial seguía sin tener contacto con la palabra escrita, porcentaje aún mayor en épocas anteriores (1981, p. 87).

Por eso, como lector formado a finales del siglo XX, deposité muchas expectativas cuando, a inicios del XXI, buena parte de la escritura en España y América Latina empezó a «desliteraturizarse». Al abandonar lo puramente estetizante, los textos arrastraban hacia su órbita referencias factuales o nominales que incitaban al lector a verificarlas en buscadores, asegurándose de que no fueran datos ficticios. Autores como Angélica Freitas, Xel-Ha López Méndez, Daniel Bencomo, Maricela Guerrero o Diego L. García —quienes en su momento aparecieron en Transtierros (https://transtierros2.blogspot.com/)— provocaron sorpresa no porque fueran «nuevos», sino porque resultaban diferentes frente al canon dominante.

Aunque este proceso quedó registrado en los volúmenes de País imaginario: escrituras y transtextos, los reflectores se dirigieron más hacia la alt lit estadounidense. En nombre de la Nueva Sinceridad, sus autores publicaban registros de chat de Gmail, macros de imágenes, capturas de pantalla o tweets, presentados luego como poemas o novelas. Muchos aparecieron con el sello Muumuu House, tras irrumpir en la escena con un brochure que reunía publicaciones web, e-books de descarga gratuita, textos en blogs y, sobre todo, la figura o el perfil del autor como marca. Desde entonces, esta literatura prêt-à-porter, en la que el Yo se exhibía como una jurisdicción biológica fuera de la ficción, sacrificó la elaboración artística en favor de la inmediatez. La apuesta de la alt lit fue, como precisó Megan Boyle, «escribir como en internet, pero sin internet», respondiendo a la exigencia de producir «en tiempo real» con lo único disponible: el Yo.

«La literatura —ponderaba Gabriel Zaid en 2004— no es, ni tiene por qué ser, monotemática, menos aún con un tema tan limitado como el yo. La mayor conciencia del yo sobre sí mismo, sobre la obra, su recepción o el éxito, puede inhibir los impulsos creativos (si son débiles), volver cínicos a muchos inocentes o facilitar la desbordada producción de obras mediocres, aunque acreditables como capital curricular».


Tras dos o tres décadas de letargo, en las que la selfi-poesía instagramática parecía imponerse como norma, hoy la escritura en el Perú atraviesa un momento especialmente interesante. Y no se debe a una confluencia astrológica, sino a la labor de varias editoriales independientes —pienso en Álbum del Universo Bakterial, La Balanza, Personaje Secundario, Intermezzo Tropical, Máquina Purísima, Parque Vacío, Cepo de Nutria y, ¿por qué no?, El Laboratorio— que, según su credo y particularidad, han revalorizado la noción de propuesta sobre la de producto. Así han generado un espacio que rompe con la militancia generacional y abre paso a una dinámica intergeneracional, con un amplio abanico de referencias.

Ese espacio permite que un autor como Mirko Lauer, ya libre de la condena impuesta por Sologuren, continúe desarrollando su sorprendente inventiva, mientras emergen voces como María Belén Milla Altabás, Paula Bruce, Celeste Del Carpio Bramsen, Michael Prado, Paloma Yerovi Cisneros, María Luz Castañeda, Jasmín Carmina, Diana Moncada, Ana Carolina Zegarra o Maritza Mejía. Y al mismo tiempo, poetas ya consolidados siguen reinventándose: Carlos López Degregori, Osvaldo Chanove, Rafael Espinosa, Victoria Guerrero, Emilio Lafferranderie, Teresa Cabrera, Jorge Frisancho, Roxana Crisólogo, Diego Otero o Humberto Polar. 

No obstante, como ya advirtió el joven Borges en las primeras décadas del siglo XX, la «escena» estaba marcada por cierta autorreferencialidad: «Todos quieren realizar obras apelmazadas y perennes. Todos viven en su autobiografía, todos creen en la personalidad, esa mescolanza de percepciones entreveradas…» (1997: 123).

En la alt lit, esa autorreferencialidad adoptó un carácter casi esotérico, como «código privado» dentro de pequeños círculos urbanos (Sontag, 1964: 4). Lo que ofrecía eran las performances del Yo, más cercanas a un reality show en vivo que a una poética neorromántica. Desde ese contexto surgieron fenómenos como Rafael Cabaliere —esfumado tras ganar el premio EspasaesPoesía del Grupo Planeta—, la instagramer Rupi Kaur (Milk and Honey vendió más de 2.5 millones de copias en 25 idiomas y permaneció 77 semanas en la lista del New York Times), o autores como Irene X, Lily Dawn, Nekane González, Benji Verdes y Frank Hilton. En muchos de ellos, el poema dejó de ser un pretexto de creación y pasó a ser mero texto, a menudo fragmentario, utilitario y centrado en experiencias —preferentemente traumáticas— recicladas como evocaciones instantáneas. Textos que responden a las mismas exigencias del ecosistema de Instagram o X. Pero la escritura, insisto, es otra cosa.

De ahí mi satisfacción con el título de Braulio Paz, La escritura quedó aquí, anticipándose quizá a este desenlace. Paz mismo acaba de enviar a imprenta su nuevo libro, Las arenas rojas (ver: https://transtierros2.blogspot.com/2025/09/el-libro-se-empezo-gestar-en-2016.html).

Cuando comencé a escribir —poco antes de que Sologuren, sin proponérselo, me condenara a esa cadena perpetua que comparto con Lauer—, éxito y escritura no compartían el mismo campo semántico. Con el tiempo, la «caducidad prefijada por la industria (también la del espectáculo)» trasladó esa lógica a la poesía. El mercado nos impuso la obligación de reunir escritura y éxito, trivializando lo escrito en favor de la viralidad. Frente a ello, hice mías las palabras de Eduardo Milán: «Ante la opción de convertirte en un triunfante por encima de todos los demás, que finalmente es la mentalidad del capital, yo prefiero elegir lo otro. No la derrota de la vida, sino la derrota frente al triunfo». Quizá en esa línea de pensamiento se inscriba la sentencia de Paz: La escritura quedó aquí, como la voluntad de materializar algo interior en una realidad tangible que responde a las exigencias de la historia, incluso a costa de aceptar la derrota frente a la lógica del triunfo.

Hoy, sin embargo, ya no se escribe: se «redacta». La debacle de lo poético comenzó con una campaña de marketing transnacional que intentó reeditar la operación que había encumbrado, décadas atrás, a los «poetas de la experiencia». Esta vez el foco fue Hispanoamérica, un mercado aún virgen de tales manipulaciones. No se trataba solo de reunir autores, sino de imponer la idea de que algunos de ellos, casi analfabetos literarios, podían presentarse como si fueran Cavafis.

El objetivo no fue únicamente legitimar una forma de escribir: también demonizó la incertidumbre —intrínseca a toda exploración— como si fuera un sacrilegio. El resultado fue que, al reducirse los espacios de circulación de escrituras emergentes (por dificultades editoriales), lo alternativo se volvió circuito cerrado, casi autofágico. Pero esa escritura aún persiste. No todo es tuitpoesía, poesía Instagram, poesía juvenil pop o selfi-poesía instagramática que “no escribe sino eslóganes” (Rogelio López Cuenca). Como señala Enrique Winter, la situación es tal que incluso las películas comerciales y ganadoras de los Óscar presentan hoy complejidades narrativas e imagéticas mayores que buena parte de la poesía actual.

Hace veinte o treinta años, reunir palabras —incluso destruyendo la linealidad del lenguaje convencional para crear otra textura, casi estereofónica— respondía a un propósito claro: atender las exigencias que originaban el poema, aunque solo cuatro lectores las captaran «al vuelo», como diría Pound. Esos cuatro no serían conocidos por la multitud, pero el poeta asumía un imperativo ético: poner en práctica la contemporaneidad de la poesía, intervenir en las circunstancias sociales y culturales de su tiempo, trabajar con los materiales lingüísticos del presente, aunque ello implicara derribar la normativa de un género.

Pensaba tratar un segundo aspecto, pero está directamente vinculado con el primero: el papel del editor. Hasta hace poco, su labor —confundida con la del impresor— era caótica y desbordante. Hoy, en cambio, el editor ha recuperado un rol central: la curaduría. Esto ha permitido que la crítica —tantas veces reclamada— se ensucie las botas, abandone el escritorio y se adentre, junto al autor, en el lodazal germinal de una propuesta. Hoy la crítica no solo se escribe: se discute, se puntualiza, se argumenta. Y los resultados están a la vista.

Con ello, la figura del «poeta padrote» se ha desvanecido. Ya no existe un «poeta más importante del Perú», ni sus epígonos, en un país que apenas existe, pues sus autoridades parecen empeñadas en derrumbarlo. Tal vez por fin comprendimos que el éxito de una obra no depende del lector, sino de su capacidad de ser, de experimentar, de existir en el mundo.

No tengo muchas dudas. Hubo un tiempo en que, como poeta, «me fui del Perú» en los momentos más sombríos de su letargo. La única crisis verdadera en la poesía es la ausencia de crisis. Hoy, en cambio, puedo observar con la distancia suficiente lo que ocurre. Cuando no estoy afuera, estoy abajo, en el lodazal. Y aunque mi camino vaya por otros rumbos —esa es otra historia— creo que, complacidos pero también nerviosos, podemos levantar un vaso (medio lleno) y celebrar lo que conquistamos. Porque, como se intuye, este artículo debería cerrar con la frase: «Hay hermanos, muchísimo que hacer». Aunque yo piense inmediatamente en otra: «Trabajar cansa». Y vaya que cómo.  Vamos a ver cuánto es posible. Hasta que duela.


sábado, 20 de septiembre de 2025

teaser: UN FUEGO COMO EL MAR. VALESE


foto de alex prager

Un fuego como el mar son 5 años de poemas sueltos, a veces perdidos entre cuadernos y miles de hojas escondidas en mi habitación que, en El Laboratorio, se transformaron en libro. 

Hablo de una verdadera transformación porque no se trata de una lista de poemas: trabajé a conciencia en una estructura coherente que más de una vez necesitó de textos nuevos que fungen de lazos. 

A veces, estos se transforman en máquinas del tiempo que me trasladan a ciertos rincones de mi memoria aquí retratados, como fotos, páginas de diario y confesiones varias de la vida cotidiana. 

En principio se trata de textos de amor, desamor y los delirios que degeneran el camino en un entorno conservador.
Hay crisis romántica, pero también social y política, que empujan por ser escritas ante el miedo al olvido.

La nostalgia es el precio de los buenos momentos.

Valese


En el colegio nos miraban miedosos

No se podían defender de nosotras

Mi dispiace, dicevano

“No se acerquen mucho”

“No entren al baño juntas”

“No le digan a nadie”


Tuvieron miedo de nuestra imagen:

De que nos besemos en la calle

Con el uniforme puesto.

Su horror lo convirtió en una cárcel de sentimientos,

una masacre de sensibilidad,

una ventana negra en nuestro

salón de fotografía cerrado con llave;

un baño en el cuarto piso los miércoles

a las seis de la mañana

donde tuvimos sexo.


Nosotras violamos el colegio

Pero no más de lo que nos violó a nosotras.


Odié a los psicólogos

A los auxiliares

A los profesores.

Ojalá me vean en la ciudad de la mano de mi novia

Y se den cuenta de que no pudieron doblegarnos.

Ojalá me juzguen, ojalá se sulfuren

Sabiendo que nosotras nos ganamos la una a la otra

                                         Y ellos solo tuvieron miedo





¿Por qué no terminas de escribir la tesis?

Una respuesta a la infame pregunta de mi asesor.

Es difícil saber cuándo el poema está terminado, o cuándo ya hiciste suficientes entrevistas en tu trabajo de campo. A veces, no se puede advertir la pincelada final.

Aquel beso en la estación de la línea azul del metro, ¿habrá sido el último?

Quisiera recordar la vez en que mi padre me regresó al piso después de cargarme, y nunca más me volvió a levantar.

Tipograficamente decir que es un correo




Las aguas de mis mares

son plateadas

a las cinco de la tarde,

son de plata fundida

reflejada por el sol

antes de su despedida

el cielo es morado

fucsia

rosado

rojo

amarillo

naranja

la isla es inmensa

monumental

poderosa

intocable,

e intangible por ley.

Yo soy pequeña

yo soy un niño triste,

soy una taza sin café,

un corazón de pájaro

sin alas

solo a veces,

cuando te miro,

también me siento

cielo

isla

mar



Ni el Estado-nación

Ni las arenas

o los profetas del odio

Ni el estudio

del imaginario social

o colectivo

Ni la dependencia

del camino

o la teoría de juegos

o la herencia colonial

o la reforma fallida

trunca

pisoteada

de cada década

terminan de explicarme

este dolor

emulsionado desde sentires

inconjugables

y compartido

solo en el paro

y en la movilización

Ni las arenas

o los profetas del odio

Ni el estudio

del imaginario social

o colectivo

Ni la dependencia

del camino

o la teoría de juegos

o la herencia colonial

o la reforma fallida

trunca

pisoteada

de cada década

terminan de explicarme

este dolor

emulsionado desde sentires

inconjugables

y compartido

solo en el paro

y en la movilización

sábado, 13 de septiembre de 2025

BRAULIO PAZ. SOBRE “QUIERO HACER TANTAS FLORES” DE FABIANA CABALLERO

 

Quiero hacer tantas flores de Fabiana Caballero consiste en la inversión de lo naïve, como si la escritura estuviera abocada a poner en evidencia el pérfido reverso que se esconde detrás de toda apariencia de inocencia. El objeto que nos entretiene consta de tres textos. El primero pareciera ser una sucesión de mensajes de whatsapp —o de cualquier otra forma de chateo— en que una voz (presumiblemente masculina) declara su interés romántico, lista una serie de planes y, finalmente, se cuestiona sobre la “realidad” de la situación, como si todo fuera parte de la narrativa de una película de Richard Linklater.

 


El segundo texto interviene al primero con tinta. Los tachones son repasados una y otra vez hasta que la tinta no deja distinguir la silueta de la grafía. El trazo es, uno supone, violento —por ello no basta con tachar ciertas partes, deben resultar ilegibles, ser borradas en su totalidad. Esta tarjeta es principalmente visual, no importa tanto lo que se deja leer entre los tachones como lo que a primera vista uno intuye. ¿Una desilusión? ¿Ira? De cualquier forma, hay alguna emoción intensa que motiva la idea y el acto de tachado.

 


El tercer texto es la rendición del texto sobrante, una vez retirados los tachones. El resultado es una serie de fórmulas fragmentadas que podrían servir de ungüentos verbales para el dolor de la desilución amorosa, tanto como vehículos para iluminar la “pose“ que dio aliento a los mensajes iniciales. En este texto es en que se resalta la artificialidad de los primeros mensajes, su performatividad de frases hechas —”espacio seguro”, “estoy tan enamorado”, etc. La idea de la cámara o de lo ideal de la situación como si fuera parte de un programa de cámara escondida, presente en el primer texto, se descompone: es cierto, uno debe “aprender" de algún lado, el cine da forma a la manera en la que deseamos. La voz del primer texto parece estar intrigada por esa sensación de un espectador externo para con el cual performa su rol de primer interés romántico y edifica las situaciones en que estas ocurrirían en un film del tipo —ir al mercado de flores, viajar, etc.




El inverso de esa 
naivete reside en una discrepancia absoluta frente al ideal proyectado y nuestra capacidad para que se lleve a cabo. Hay una forma de educación del deseo implícita en toda forma de arte, pero que solo funciona como parte de un choque con la situación real, que no llega a conformarse con la representación. El inverso es tal: la inocencia es performática, cada mensaje escrito es en realidad una “carta robada” —en el elán de Poe— que siempre llega a su destinatario porque retroactivamente lo conforma. No se trata entonces de mensajes “inocentes” sino cargados del intento de seducción fallida, que arriban no a su receptor previsto sino a nosotros, lectores del poema que nos muestra la performatividad del “soft masculinity” como una forma soterrada que prolonga el sexismo de masculinidades más tradicionales.

Si uno se fija en Adán, que aparece de pronto embrollado en la situación como referente de lo adolescente, uno debería darse cuenta del subterfugio del namedrop. La referencia tiene que ver con la novela/poema que escribe en la secundaria, es mencionado como parte del currículum de literatura del colegio y como un intento de trazar un punto de interés común. Desde luego, La casa de cartón tiene mucho de lidiar con el deseo pubescente y un poco de socarrona educación sentimental. Pero en el libro, uno puede encontrar una distancia lúdica para con los lugares comunes de lo que podría considerarse un bildungsroman (o en términos modernos, un coming of age). Como resultado hay una serie de inversiones en Adán similares a las que operan en este artefacto de Fabiana Caballero —siendo la más obvia la de Catita, como figura atrapada entre la virginal concepción de la feminidad mariana propia de una chica limeña de colegio de monjas y su fisicalidad como “catadora de mozos”.

Este lazo con Adán en Quiero hacer tantas flores podría incluso extenderse a un comentario que hace Mariátegui con respecto a “Gira”, poema aparecido en Amauta el mismo año que La casa de cartón. Adán ensayaría una serie de fragmentos sin puntuación o mayúsculas en que confronta directamente a una caricatura de la señora limeña vestida con el hábito morado, a la que promete un fusilamiento como el de la “gran duquesa anastasia” al son de una arenga a los “campos campesinos” y a la luz de una fogata—”la humareda prende un lenin bastante sincero”. Mariátegui asocia la falta de equilibrio entre “espíritu y técnica” a un discurso de época, uno ya no puede escribir como en la “época clásica” puesto que hay una intuitiva conciencia del historicismo de las formas: "El disparate puro tiene una función revolucionaria porque cierra y extrema un proceso de disolución del mundo burgués." (Amauta, N°13, p.11). Lo que Mariátegui asocia al “disparate” —que, por otro lado, si uno lee a Adán es más parodia que disparate— es la disolución de un orden social. Análogamente, si don Rafael de la Fuente Benavides afila su personaje en medio del advenimiento del fin de una forma de aristocracia limeña —argumento aparte si advino o no—, ¿no es Quiero hacer tantas flores, especialmente en la colección de “disparates puros” de la tercera tarjeta, un ejercicio en medio del advenimiento de otra forma de “educación sentimental”? Argumento aparte si vendrá o no…