Quiero hacer
tantas flores de Fabiana Caballero consiste en la inversión de lo naïve, como si la escritura estuviera abocada a poner en evidencia
el pérfido reverso que se esconde detrás de toda apariencia de inocencia. El
objeto que nos entretiene consta de tres textos. El primero pareciera ser una
sucesión de mensajes de whatsapp —o de cualquier otra forma de chateo— en que
una voz (presumiblemente masculina) declara su interés romántico, lista una
serie de planes y, finalmente, se cuestiona sobre la “realidad” de la
situación, como si todo fuera parte de la narrativa de una película de Richard
Linklater.
El segundo texto
interviene al primero con tinta. Los tachones son repasados una y otra vez
hasta que la tinta no deja distinguir la silueta de la grafía. El trazo es, uno
supone, violento —por ello no basta con tachar ciertas partes, deben resultar
ilegibles, ser borradas en su totalidad. Esta tarjeta es principalmente visual,
no importa tanto lo que se deja leer entre los tachones como lo que a primera
vista uno intuye. ¿Una desilusión? ¿Ira? De cualquier forma, hay alguna emoción
intensa que motiva la idea y el acto de tachado.
El tercer texto es la
rendición del texto sobrante, una vez retirados los tachones. El resultado es
una serie de fórmulas fragmentadas que podrían servir de ungüentos verbales
para el dolor de la desilución amorosa, tanto como vehículos para iluminar la “pose“
que dio aliento a los mensajes iniciales. En este texto es en que se resalta la
artificialidad de los primeros mensajes, su performatividad de frases hechas
—”espacio seguro”, “estoy tan enamorado”, etc. La idea de la cámara o de lo
ideal de la situación como si fuera parte de un programa de cámara escondida,
presente en el primer texto, se descompone: es cierto, uno debe “aprender"
de algún lado, el cine da forma a la manera en la que deseamos. La voz del
primer texto parece estar intrigada por esa sensación de un espectador externo
para con el cual performa su rol de primer interés romántico y edifica las
situaciones en que estas ocurrirían en un film del tipo —ir al mercado de
flores, viajar, etc.

El inverso de esa naivete reside en una discrepancia
absoluta frente al ideal proyectado y nuestra capacidad para que se lleve a
cabo. Hay una forma de educación del deseo implícita en toda forma de arte,
pero que solo funciona como parte de un choque con la situación real, que no
llega a conformarse con la representación. El inverso es tal: la inocencia es
performática, cada mensaje escrito es en realidad una “carta robada” —en el
elán de Poe— que siempre llega a su destinatario porque retroactivamente lo
conforma. No se trata entonces de mensajes “inocentes” sino cargados del
intento de seducción fallida, que arriban no a su receptor previsto sino a
nosotros, lectores del poema que nos muestra la performatividad del “soft
masculinity” como una forma soterrada que prolonga el sexismo de masculinidades
más tradicionales.
Si uno se fija en Adán, que aparece de pronto embrollado en la
situación como referente de lo adolescente, uno debería darse cuenta del
subterfugio del namedrop. La referencia tiene que ver con
la novela/poema que escribe en la secundaria, es mencionado como parte del
currículum de literatura del colegio y como un intento de trazar un punto de
interés común. Desde luego, La casa de cartón tiene mucho de lidiar con
el deseo pubescente y un poco de socarrona educación sentimental. Pero en el
libro, uno puede encontrar una distancia lúdica para con los lugares comunes de
lo que podría considerarse un bildungsroman (o en términos modernos, un coming of age). Como resultado hay una serie
de inversiones en Adán similares a las que operan en este artefacto de Fabiana
Caballero —siendo la más obvia la de Catita, como figura atrapada entre la
virginal concepción de la feminidad mariana propia de una chica limeña de
colegio de monjas y su fisicalidad como “catadora de mozos”.
Este lazo con Adán en Quiero hacer tantas flores podría incluso extenderse a un
comentario que hace Mariátegui con respecto a “Gira”, poema aparecido en Amauta el mismo año que La casa de cartón. Adán ensayaría una serie de
fragmentos sin puntuación o mayúsculas en que confronta directamente a una
caricatura de la señora limeña vestida con el hábito morado, a la que promete
un fusilamiento como el de la “gran duquesa anastasia” al son de una arenga a
los “campos campesinos” y a la luz de una fogata—”la humareda prende un lenin
bastante sincero”. Mariátegui asocia la falta de equilibrio entre “espíritu y
técnica” a un discurso de época, uno ya no puede escribir como en la “época
clásica” puesto que hay una intuitiva conciencia del historicismo de las
formas: "El disparate puro tiene una función revolucionaria porque cierra
y extrema un proceso de disolución del mundo burgués." (Amauta, N°13, p.11). Lo que
Mariátegui asocia al “disparate” —que, por otro lado, si uno lee a Adán es más
parodia que disparate— es la disolución de un orden social. Análogamente, si
don Rafael de la Fuente Benavides afila su personaje en medio del advenimiento
del fin de una forma de aristocracia limeña —argumento aparte si advino o no—,
¿no es Quiero hacer tantas flores, especialmente en la colección
de “disparates puros” de la tercera tarjeta, un ejercicio en medio del
advenimiento de otra forma de “educación sentimental”? Argumento aparte si
vendrá o no…
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