Vistas de página en total

Mostrando entradas con la etiqueta crónicas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta crónicas. Mostrar todas las entradas

viernes, 26 de septiembre de 2025

MAURIZIO MEDO. DOLCE FAR NIENTE



Cuando evoco los
«tiempos de la tele» no concibo un momento en el cual haya podido estar solo frente a la pantalla, al menos, no durante la infancia. De una manera extraña todos nos las arreglábamos y aparecíamos reunidos. Poco después del almuerzo la nonna era quien advertía: l’abbiocco[1]. Sabía bien qué significaba esto. Ella y el nonno no tardarían en dormirse, cada uno en su respectiva poltrona. La nonna, quien era responsable del manejo del control remoto, y esto no es poca cosa pues se trataba de un ejercicio de “gobierno”, despertaba un momentito antes, tal responsabilidad se lo exigía así, el tiempo justo para observar cómo su esposo estaba profundamente dormido y, luego, para volverse a mí diciendo: “eh, il dolce far niente”.

Hoy, mientras agoniza la institución de la «tele» y va cediendo su sitial a los servicios de streaming, la idea de la «caja boba» es una referencia válida para la compra de artefactos de segundo uso en un almacén de antigüedades. Si alguna vez la «tele» tuvo un valor no fue por lo que los canales pudieran transmitir, sí por las distintas dinámicas que los televidentes, agobiados por lo que aparecía justamente a través de la pantalla, eran capaces de establecer entre sí.

Si la «tele» unió alguna vez a la familia fue para huir de su condición deficitaria. Cada quien se instalaba en ese espacio familiar no para ver un programa, era para estar frente a la «tele» como si se tratara de un ruido de fondo.

Durante ese lapso de tiempo lo esencial estaba en el «mientras tanto» pues, así como ronroneaba la tentación de rendirse ante l’abbiocco, alguien leía el periódico, otro recordaba un «chisme» pendiente, y, mientras lo hacía público, se iban improvisando juegos. De pronto sonaba el teléfono, arremetía la incertidumbre hasta saber bien a quién habían llamado. Ese presente era el único estado posible. Se trataba del dolce far niente, un acontecimiento que irrumpía en la medida de nuestra capacidad de inventiva, y esto en sí era muy improbable de realizarse si pensamos en la pereza del fiacún[2] o en el desgano crónico de un fannullone[3].

El fiacún y el fanullone se aburren (del latín abhorrere) "tienen horror". Lo urgente es divertirse (de divertere: "apartarse, alejarse, desviarse de algo penoso o pesado”), de lo contrario experimentarán mal estar. En el dolce far niente no.  Si yo circunscribiera la no acción, propia de l’abbiocco, como la práctica cotidiana de un ritual del domo, ya no estaríamos hablando del dolce far, sí de la evocación nostálgica de los probables beneficios de la siesta.

Había tardes, después de renunciar a la «tele» que nunca vimos, en las que mi nonna prefería quedarse en el balcón junto a la gata siamesa.  Su idea, y esto a pesar del catalejo que a veces llevaba consigo, no consistía en espiar las costumbres de los Piazza, nuestros vecinos, o quizás vigilar que ningún funcionario de la UGEL estacione el carro ante el frontis de la casa. Se trataba de eso: de estar ahí junto a Shantih, la gata, haciendo “nada” o, también, ya estando en el balcón, de saber a ciencia cierta cuántas cuculíes se habían arremolinado esa tarde alrededor de las ingentes cantidades de arroz que ella les había procurado. Así, también el nonno podía quedarse en la poltrona como si estuviera inmerso en un extraño trance. Sólo fumaba, impasible, y después miraba el humo que apenas había exhalado como quien busca un significado oculto entre las fugaces formas que ese humo iba dibujando en el aire.

¿En qué piensas? — a veces me entrometía. 

Él, generalmente, optaba por compartir conmigo su último sueño interesándose vivamente en la interpretación que ambos podríamos encontrarle. Así, también, en otras ocasiones, mi nonna, se me acercaba con la expresión de alguien quien esconde un misterio entre manos.

Entonces preguntaba:

Non vuoi fare una passeggiata? 

Yo asentía, entusiasmado.

E dove andiamo?

Apenas atinaba a confesarle con tono decepcionado: non lo so. Ella se reía. Nemmeno io, ma andiamo. Entonces caminábamos. Fue así que pude descubrir el Castillo Rospigliosi, la Ballena, el cine Azul, el Arco Morisco al inicio de la avenida Arequipa, las casas que habían sido diseñadas por Enrico, mi tío bisabuelo, aquella donde vivía Doña Fulana (una famosa actriz de las telenovelas de época), y más allá la de Fernando De Szyszlo. Aun cuando nos perdiéramos en el transcurso de la passeggiata siempre aparecía un lugar que, desde hace mucho, debió haber sido descubierto.

La passeggiata nunca tuvo un rumbo, sí un destino. Se trataba de experimentar la “deriva” y desde ella introducir una novedad en el mundo. Lo que se ponía en juego era la idea de caminar sin dirección fija, pasear, perderse, volver a encontrar la utopía de una senda. Debido a ello, incluso hoy, cuando viajamos con Ludy nos mostramos bastante reacios cada vez que alguien nos propone la posibilidad del turisteo, preferimos mil veces errar, como un ensayo cuyo propósito fundamental consiste en ser ese ensayo, el cual «parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente de la nada…[4]».

Sé que puede resultar difícil comprenderlo desde “afuera”, y estoy pensando en todo lo que pudo haberse expresado sobre el dolce far niente en la industria del cine, salvo que se trate de Michelangelo Antonioni. Así recordaba, y no sin cierto fastidio, esa versión hollywoodense del best seller Eat, Pray, Love de Elizabeth Gilbert, dirigida por Ryan Murphy, donde lo más significativo es la actuación de Julia Roberts en el papel de Gilbert, quien, a lo largo del filme, tras varios fracasos sentimentales, huye de su propio malestar  hasta que encuentra la paz interior en un tour gastronómico mientras devora un suculento plato de espagueti all'Amatriciana.


El dolce far niente no responde a la condición imperativa del «no hacer nada» del niksen neerlandés,  tampoco al apremiante momentismo del Carpe diem Horacio, Odas, I, 11), se trata de devenir «siendo el presente» conforme se pueda, durante un lapso de tiempo que cumple una función muy similar a un metrómono en la medida que pausa los compases del tiempo hasta lograr la armonía.

En el siglo XVIII Carlo Goldoni hablaba del «dolce mestier di non far niente»; a principios del XX, Alfredo Panzini consignó este concepto en su Dizionario moderno como una «caratteristica della razza, conosciutissima all’estero» y ya, posteriormente, Carlo Rosselli arremetería contra esta vivencia considerándola una injuriosa leyenda que atenta contra el “orden moral”. Tanto así que, según Rosselli: “Los italianos son moralmente vagos. Hay en ellos un fondo de escepticismo y de oportunismo que los lleva fácilmente a contaminar, despreciándolos, todos los valores y a convertir en comedia todas las tragedias[5]”.

De acuerdo a su naturaleza el dolce far niente no podría responder a un orden moral. Se origina desde la nada, sin una mediación de la Historia, y está fuera de toda posibilidad de sentido. Tal vez surge, se apoya, en ese vacío y desde ahí rompe con la eticidad de la costumbre, también con la del ocio habitual y con todo lo que esté fuera de propia realización. Un concepto cercano podría ser aquel del Wey-Wu-Wey (Hacer-no-haciendo), una idea que, de acuerdo con la traducción realizada por el nonno del Tao te King, se manifiesta como el retorno “a la acción espontánea, como la del niño que juega únicamente por jugar, como la del viento que mueve los árboles, como la del riachuelo que corre”[6]. “el acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él” (Arendt, 1995: 41)[7].

Pienso, no en la Utopía de Walden, sí en el día a día de Henry David Thoreau durante los dos años, dos meses y dos días que vivió en ese bosque en una cabaña construida con sus manos a orillas de una laguna en Walden Poud (cerca de Massachusetts) alimentándose exclusivamente de lo que cultivaba, a una milla de distancia de cualquier vecino. Thoreau, no sólo en Walden, tenía por costumbre ordenar el día en dos grandes momentos: “cuatro horas diarias, las de la mañana, para la lectura y la escritura; y otras cuatro para larguísimas caminatas durante la tarde”[8]. Durante ese lapso de tiempo Thoreau fue vigilante de tormentas de nieve, intérprete del viento: "Muchos fueron los días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de interpretar el rumor del viento" (1959, p. 22[9]), guardián del bosque: "He regado la roja guayaba, la pumis pumila, el almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, de no haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas" (1959, p. 23[10]) y también como auto-cosmólogo o auto-explorador.

No es que Thoreau, quien estaba en contra tanto del sedentarismo (que convertía a los hombres en esclavos de sus propios hogares), como de la vida nómada (cuyo propósito se reducía en ahorrar el pecunio suficiente pensando en una apacible jubilación futura) no hiciera nada, o concentrara sus esfuerzos en la escritura de un libro. Hacía, iba haciendo, conforme reconstruía un tiempo primordial. 

La verdadera tragedia, en función de un utópico “orden moral”, volviendo a la idea de Carlo Rosselli, es la nueva dimensión que parece haber adquirido el tiempo, cuyo valor parece determinarse de acuerdo a los plazos, dispuestos en función del logro de ciertos objetivos, cuando el problema real, dado que el tiempo no dejó de ser una vasta sucesión de ahoras, es ¿qué hacemos “mientras tanto”?

 



[1] Se puede describir como una somnolencia repentina que se tiene sobre todo después de una comida copiosa.

 [2] sust/adj. Ar. Persona perezosa, indolente. pop.

[3] sust/adj. Ar. Holgazán, gandul, remolón.

[4] S. Žižek, Acontecimiento (Madrid: Sexto Piso, 2014), 16

 [5] Rosselli, C. «Il socialismo italiano e la lotta per la libertà», en De Felice, R., Il Fascismo. Le interpretazioni dei contemporanei e degli storici, Laterza, 1998, p.129.

 [6] Lao Tzu, Tao Te Ching. Traducido por Onorio Ferrero. Ignacio Prado Pastor Primera edición, Lima, febrero 1972

 [7] Arendt, Hannah (1995), Comprensión y política, Hannah Arendt, De la historia a la acción, Barcelona: Paidós, pp. 29-46.

 [8] Antonio Fernández Vicent. ‘Walden’, de Henry David Thoreau, o el arte de vivir. Semana. Martes,13 junio 2023. En: https://www.semana.com/cultura/articulo/walden-de-henry-david-thoreau-o-el-arte-de-vivir/202217/

 [9] Thoreau, H. (1959). Walden o La vida en los bosques (trad. C. Aguayo). México: Editorial Novaro.

 [10] Ibidem