Cuando evoco los «tiempos de la tele» no concibo un momento en el cual
haya podido estar solo frente a la pantalla, al menos, no durante la infancia. De
una manera extraña todos nos las arreglábamos y aparecíamos reunidos. Poco
después del almuerzo la nonna era quien advertía: l’abbiocco. Sabía bien qué
significaba esto. Ella y el nonno no tardarían en dormirse, cada uno en su
respectiva poltrona. La nonna, quien era responsable del manejo del control
remoto, y esto no es poca cosa pues se trataba de un ejercicio de “gobierno”,
despertaba un momentito antes, tal responsabilidad se lo exigía así, el tiempo
justo para observar cómo su esposo estaba profundamente dormido y, luego, para
volverse a mí diciendo: “eh, il dolce far niente”.
Hoy, mientras agoniza la
institución de la «tele» y va cediendo su sitial a los servicios de streaming, la
idea de la «caja boba» es una referencia válida para la compra de artefactos de
segundo uso en un almacén de antigüedades. Si alguna vez la «tele» tuvo un
valor no fue por lo que los canales pudieran transmitir, sí por las distintas
dinámicas que los televidentes, agobiados por lo que aparecía justamente a
través de la pantalla, eran capaces de establecer entre sí.
Si la «tele» unió alguna vez a la familia fue para huir de
su condición deficitaria. Cada quien se instalaba en ese espacio familiar no
para ver un programa, era para estar frente a la «tele» como si se tratara de un
ruido de fondo.
Durante ese lapso de
tiempo lo esencial estaba en el «mientras tanto» pues, así como ronroneaba la
tentación de rendirse ante l’abbiocco, alguien leía el periódico, otro
recordaba un «chisme» pendiente, y, mientras lo hacía público, se iban
improvisando juegos. De pronto sonaba el teléfono, arremetía la incertidumbre
hasta saber bien a quién habían llamado. Ese presente era el único estado
posible. Se trataba del dolce far niente, un acontecimiento que irrumpía en la
medida de nuestra capacidad de inventiva, y esto en sí era muy improbable de
realizarse si pensamos en la pereza del fiacún[2]
o en el desgano crónico de un fannullone[3].
El fiacún y el fanullone
se aburren (del latín abhorrere) "tienen horror". Lo
urgente es divertirse (de divertere: "apartarse, alejarse,
desviarse de algo penoso o pesado”), de lo contrario experimentarán mal
estar. En el dolce far niente no. Si yo circunscribiera la no acción, propia
de l’abbiocco, como la práctica cotidiana de un ritual del domo, ya no
estaríamos hablando del dolce far, sí de la evocación nostálgica de los
probables beneficios de la siesta.
Había tardes, después de
renunciar a la «tele» que nunca vimos, en las que mi nonna prefería quedarse en
el balcón junto a la gata siamesa. Su
idea, y esto a pesar del catalejo que a veces llevaba consigo, no consistía en
espiar las costumbres de los Piazza, nuestros vecinos, o quizás vigilar que
ningún funcionario de la UGEL estacione el carro ante el frontis de la casa. Se
trataba de eso: de estar ahí junto a Shantih, la gata, haciendo “nada” o,
también, ya estando en el balcón, de saber a ciencia cierta cuántas cuculíes se
habían arremolinado esa tarde alrededor de las ingentes cantidades de arroz que
ella les había procurado. Así, también el nonno podía quedarse en la poltrona
como si estuviera inmerso en un extraño trance. Sólo fumaba, impasible, y
después miraba el humo que apenas había exhalado como quien busca un
significado oculto entre las fugaces formas que ese humo iba dibujando en el
aire.
—¿En
qué piensas? — a veces me entrometía.
Él, generalmente, optaba
por compartir conmigo su último sueño interesándose vivamente en la
interpretación que ambos podríamos encontrarle. Así, también, en otras ocasiones,
mi nonna, se me acercaba con la expresión de alguien quien esconde un misterio
entre manos.
Entonces preguntaba:
—Non vuoi fare una passeggiata?
Yo asentía, entusiasmado.
—E dove andiamo?
Apenas atinaba a confesarle con tono decepcionado: non lo so. Ella
se reía. Nemmeno io, ma andiamo. Entonces caminábamos. Fue así que pude
descubrir el Castillo Rospigliosi, la Ballena, el cine Azul,
el Arco Morisco al inicio de la avenida Arequipa, las casas que habían sido
diseñadas por Enrico, mi tío bisabuelo, aquella donde vivía Doña Fulana (una
famosa actriz de las telenovelas de época), y más allá la de Fernando De Szyszlo.
Aun cuando nos perdiéramos en el transcurso de la passeggiata siempre aparecía
un lugar que, desde hace mucho, debió haber sido descubierto.
La passeggiata nunca tuvo un rumbo, sí
un destino. Se trataba de experimentar la “deriva” y desde ella introducir una
novedad en el mundo. Lo que se ponía en juego era la idea de caminar sin
dirección fija, pasear, perderse, volver a encontrar la utopía de una senda. Debido
a ello, incluso hoy, cuando viajamos con Ludy nos mostramos bastante reacios
cada vez que alguien nos propone la posibilidad del turisteo, preferimos mil
veces errar, como un ensayo cuyo propósito fundamental consiste en ser ese
ensayo, el cual «parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de
las cosas; algo que surge aparentemente de la nada…».
Sé que puede resultar
difícil comprenderlo desde “afuera”, y estoy pensando en todo lo que pudo
haberse expresado sobre el dolce far niente en la industria del cine, salvo que
se trate de Michelangelo Antonioni. Así recordaba, y no sin cierto fastidio,
esa versión hollywoodense del best seller Eat, Pray, Love de Elizabeth
Gilbert, dirigida por Ryan Murphy,
donde lo más significativo es la actuación de Julia Roberts en el papel de
Gilbert, quien, a lo largo del filme, tras varios fracasos sentimentales, huye
de su propio malestar hasta que
encuentra la paz interior en un tour gastronómico mientras devora un suculento
plato de espagueti all'Amatriciana.

El dolce far niente
no responde a la condición imperativa del «no hacer nada» del niksen
neerlandés, tampoco al apremiante
momentismo del Carpe diem ( Horacio,
Odas, I, 11), se trata de devenir
«siendo el presente» conforme se pueda, durante un lapso de tiempo que cumple
una función muy similar a un metrómono en la medida que pausa los compases del
tiempo hasta lograr la armonía.
En el siglo XVIII Carlo
Goldoni hablaba del «dolce mestier di non far niente»; a principios del XX,
Alfredo Panzini consignó este concepto en su Dizionario moderno como
una «caratteristica della razza, conosciutissima all’estero» y ya,
posteriormente, Carlo Rosselli arremetería contra esta vivencia considerándola
una injuriosa leyenda que atenta contra el “orden moral”.
Tanto así que, según Rosselli: “Los italianos son moralmente vagos. Hay en
ellos un fondo de escepticismo y de oportunismo que los lleva fácilmente a
contaminar, despreciándolos, todos los valores y a convertir en comedia todas
las tragedias”.
De acuerdo a su
naturaleza el dolce far niente no podría responder a un orden moral. Se
origina desde la nada, sin una mediación de la Historia, y está fuera de toda
posibilidad de sentido. Tal vez surge, se apoya, en ese vacío y desde ahí rompe
con la eticidad de la costumbre, también con la del ocio habitual y con todo lo
que esté fuera de propia realización. Un concepto cercano podría ser aquel del Wey-Wu-Wey
(Hacer-no-haciendo), una idea que, de acuerdo con la traducción realizada por
el nonno del Tao te King, se manifiesta como el retorno “a la acción
espontánea, como la del niño que juega únicamente por jugar, como la del viento
que mueve los árboles, como la del riachuelo que corre”[6].
“el acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él”
(Arendt, 1995: 41).
Pienso, no en la Utopía
de Walden, sí en el día a día de Henry David Thoreau durante los dos años, dos
meses y dos días que vivió en ese bosque en una cabaña construida con sus manos
a orillas de una laguna en Walden Poud (cerca de Massachusetts) alimentándose
exclusivamente de lo que cultivaba, a una milla de distancia de cualquier
vecino. Thoreau, no sólo en Walden, tenía por costumbre ordenar el día en dos
grandes momentos: “cuatro horas diarias, las de la mañana, para la lectura y la
escritura; y otras cuatro para larguísimas caminatas durante la tarde”. Durante ese lapso de
tiempo Thoreau fue
vigilante de tormentas de nieve, intérprete del viento: "Muchos fueron los
días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de
interpretar el rumor del viento" (1959, p. 22),
guardián del bosque: "He regado la roja guayaba, la pumis pumila, el
almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, de no
haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas" (1959, p.
23)
y también como auto-cosmólogo o auto-explorador.
No es que Thoreau, quien estaba en contra tanto del sedentarismo (que
convertía a los hombres en esclavos de sus propios hogares), como de la vida
nómada (cuyo propósito se reducía en ahorrar el pecunio suficiente pensando en
una apacible jubilación futura) no hiciera nada, o concentrara sus esfuerzos en
la escritura de un libro. Hacía, iba haciendo, conforme reconstruía un tiempo
primordial.
La verdadera tragedia, en función de un utópico “orden moral”, volviendo
a la idea de Carlo Rosselli, es la nueva dimensión que parece haber adquirido
el tiempo, cuyo valor parece determinarse de acuerdo a los plazos, dispuestos
en función del logro de ciertos objetivos, cuando el problema real, dado que el
tiempo no dejó de ser una vasta sucesión de ahoras, es ¿qué hacemos “mientras
tanto”?