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miércoles, 8 de octubre de 2025

MAURIZIO MEDO. PARA QUE LA HISTORIA EXISTA. Algunas notas previas a la aparición de «MALINCUOR »

 

Fòscia l'è bello avei ancon da nasce, un sciòu açeiso ëse, d'ægua e prìa; sensa bruttâse/ e moæn con o destin tornâ a-e onde do mâ,/a-e ciæbelle innaiæ de ombre prefonde. E tutta a nòstra luxe a l'è ancon d'ëse figgi a-i nòstri poæ*.

ALESSANDRO GUASONI




Mi nonno, Onorio Ferrero Ventimiglia, descendía de una estirpe que las crónicas del Quattrocento citan sin asombro, con la misma reverencia con que se esconde un secreto en las márgenes de un códice: entre los Ferrero Ventimiglia corría la sangre de jurisconsultos y mecenas, entre los Bezzi la audacia filológica, y esos nombres ya eran territorio antes de nacer. En esos pergaminos aparece Giovanni Aubrey Bezzi, patriota que luchó junto a Garibaldi, poeta guerrero de la Emilia, amigo de Salgari, cuya leyenda lo emparenta con Emilio de Ventimiglia, el presunto Corsario Negro, vínculo fantástico que cruzó el Adriático como rumor de conspiración marítima. En el castillo Salabue, dominando viñas y neblinas, los Ventimiglia tejían alianzas con linajes genoveses, y los Bezzi pulían glosas en salones que olían a pólvora y a tinta antigua. De esa unión —de sangre y rumor— brotó una ética: el archivo no es depósito sino respiración continua, un tejido vivo que exige ser sostenido.


Onorio estudió Filosofía y Letras en Torino, discípulo de Croce, traductor del Tao Te Ching y profesor de latín hasta que abandonó el aula para unirse a los partigiani. Pero no renunció a la sintaxis: la llevó a la montaña como quien lleva un estandarte. Allí, entre senderos de roca y silencio, aprendió que pensar puede ser un modo de disparar, que la lengua debe pasar por el crisol del combate para recuperar su gramática más severa. Publicó en 1929 su libro de poesía La Cetra, elogiado por Croce, y con él dejó constancia temprana de su voz poética antes de que el ruido de las armas reclamara su acróstico. Benjamin escribió alguna vez que “la historia es un archivo de ruinas a cámara lenta”; Onorio lo sabía sin haberlo leído: todo archivo es una forma de resurrección intermitente.

Cuando llegó a Lima con Lucía y sus hijos trajo tres baúles. Mi nonna reía contándome que, al llegar a la que sería la casa, en Santa Beatriz —una calle atravesada por trenes, olor a petróleo y buganvillas, donde las tardes eran lentas como relojes de estación vacía— Onorio los mantuvo abiertos durante días cerciorándose que allí dentro estuviera todo aquello que había venido cautelando. En esa casa, recién instaurado el gobierno de Velasco Alvarado, se respiraba una xenelasia sutil: los italianos eran sospechosos de nostalgia fascista, y los Ferrero, descendientes de partisanos, no fueron bienvenidos.

Cuando se abrieron los baúles aparecieron cientos de tratados en sánscrito, notas en esperanto, incunables con glosas ajenas, y en el centro, un ejemplar de La Divina Commedia, respirando como un corazón. Onorio creía que los libros no eran posesiones: eran pulmones. Parecía respirar a través de ellos. Así pude entender  que los libros no se guardan: se heredan como heridas. Entre sus papeles se encontraban copias a mano de poetas japoneses menores —Fujiwara no Teika, Saigyō, Shunzei—, traducciones inservibles de los stilnovistas que lo obsesionaban: Guido Cavalcanti, Lapo Gianni, Cino da Pistoia. Esos fragmentos eran su teología privada. No buscaba dioses, sino gramáticas que pudieran sobrevivir al derrumbe. Su latín no era devoto: era táctil, respiratorio. Traducía al Tao para comprender a cabalidad la respiración que saben ocultarnos quienes ya han partido.

Años después, donamos sus libros a la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Perú. La decisión nos pareció noble; el resultado, funesto. No por mala voluntad, sino por exceso de institución. Allí donde el polvo debía ser memoria se convirtió en protocolo. No hay burocracia más devota que la que confunde inventario con archivo. La biblioteca, fiel a su vocación tropical de desmantelar lo que ignora, catalogó la ruina con entusiasmo. Cada libro perdió su sombra, cada nota su respiración. Ningún lector volverá a oír el sonido del dedo de mi abuelo pasando página. A cambio, ganaron sellos, fichas y número de registro. Benjamin sonreiría desde su anaquel: el archivo, forma superior del olvido.

Porta il sentiero con te, decía Onorio. Lleva el camino contigo. Desde entonces cargo mi archivo a cuestas, como una maleta sin ruedas.


Nací en el último vagón de un tren llamado
Europa. No es metáfora, es precisión genealógica. Toda mi familia está inscrita en ese vagón que avanzaba de noche, bajo una lluvia de carbón y rezos. El tren arrastraba el continente mientras la memoria se iba disolviendo en medio del humo. En Malincuor esa línea no abre un poema: abre una respiración. No hay viaje, sino exilio. Cada palabra fue un riel, cada libro una estación. Lo que creí herencia se volvió persistencia: la poesía como ruido que se repite para no morir.

El Bora, ese viento al que los croatas temen como a un dios enloquecido, regresaba cada invierno a probar la consistencia de las casas. En Dalmacia se decía que el Bora nacía del resentimiento de las montañas que no pudieron tocar el mar. Baka no hablaba español: su idioma eran los gestos. Pasaba las tardes barajando el Briškan como quien sostiene el destino entre los dedos. No comprendía el idioma, lo representaba a través de sus gestos.  En su quietud aprendí la ética del otro: la presencia que no exige ser comprendida. No lo sabía, pero así empezó mi escritura. Malincuor nació de esa superstición doméstica: el tren, el viento, los nombres impronunciables.


Hoy ya no me interesa si soy italiano, croata o apenas un eco detenido en una estación vacía. El idioma nunca fue patria: fue frontera. Escribo como quien desentierra. Malincuor no es un libro: es un archivo de resurrección. Benjamin dijo que el verdadero historiador “hace saltar la chispa de la esperanza en el instante del peligro”: esa chispa es la sílaba que sobrevive al sentido. 

Lo aprendí de Onorio: el archivo respira a través de quien lo sostiene.

He vivido entre lenguas y culturas como quien habita una frontera interminable donde las palabras se desgastaban como monedas de un imperio en ruinas. En casa, la mezcla era nuestra lingua franca: italiano en la cocina, croata en los insultos, silencio en las sobremesas. Ninguna nación me reconocía, y en esa desposesión encontré a mi verdadera y única patria. El idioma se volvió un pasaporte sin sello: una forma de extranjería perpetua.

Nada muere en Malincuor: sólo cambia de temperatura. No sé si esa línea es mía o del libro, pero me persigue como una advertencia. No hay pureza: sólo transformación. Las manchas son parte del texto; el residuo, su materia. Onorio lo comprendía: el pensamiento debía corromper su propia claridad. Por eso los márgenes de sus libros estaban llenos de tachaduras. Él no corregía: ensayaba la ruina.

Cuando escribo, escucho el tren de fondo. Sé que el hierro no se ablanda, que la sintaxis es una disciplina para los supervivientes. Pero hay ternura en la mecánica: el poema como un motor que tartamudea para no extinguirse. Cioran dijo que “todo pensamiento nace del tedio de una certidumbre”; quizá por eso escribo: para conservar el temblor. La lucidez es sólo una forma elegante de cansancio.

Los muertos saben lo que pasará. Nos lo dirán cuando estemos entre ellos y ya no precisemos saberlo. Esa frase no consuela: ordena el miedo. La muerte, en Malincuor, no clausura: ordena. Onorio sigue traduciendo en silencio. Él no está en el archivo: él es el archivo.


Cuando, por fin, abrí sus baúles entendí que toda mi vida había sido un intento de mantener ese archivo en movimiento. Las instituciones lo paralizan; la escritura lo reanima. Por eso desconfío de las academias: porque adoran lo que ya no respira. No escribo para preservar, sino para provocar la errata. Cada palabra debe temblar.

El temblor, ahora lo sé, no es del cuerpo sino de la memoria: una vibración que impide que el pasado se congele. La edición de Malincuor quiso traducir ese temblor: páginas con imágenes yuxtapuestas, papeles envejecidos, fotografías corroídas, cintas, notas mecanografiadas, fragmentos que se enciman como ruinas transparentes. Benjamin dijo que toda imagen del pasado es un relámpago que sólo se deja ver en el instante de su reconocimiento: Malincuor es ese relámpago.

Sebald enseñó que el archivo es siempre un duelo mal administrado; Bernhard, que la lucidez sólo existe como sarcasmo contra la esperanza. Ambos me acompañan en esta escritura que duda de sí misma, que desconfía incluso del silencio con que se escribe.


Y sin embargo, entre ruinas y papeles, hay alguien que no pertenece al archivo: Ludy. Salvo el amor, todo es recuerdo. Ninguna palabra la fija. Ella se mantiene ilegible, como si el lenguaje no hubiera aprendido a pronunciar su presencia. Todo lo demás —familia, ciudad, memoria— se ha convertido en catálogo. Ella no. En su respiración hay algo que escapa a la administración del tiempo. 

Ludy es la interrupción del orden: una nota que no encaja en el pentagrama del archivo.

Si Malincuor es mi intento de resucitar el pasado, ella es la prueba de que todavía hay un futuro, el de un tiempo que no tiene dónde ni cuándo, pero que, en revancha, contiene todos los lugares y todos los tiempos.

John Donne lo había entendido siglos antes: “Ella es todos los reinos, yo soy todos los príncipes, y nada más existe.” Ludy, con su manera de caminar, con el leve desfase entre su voz y sus gestos, encarna la resistencia contra la clausura. En su presencia la sintaxis se disuelve; el mundo se simplifica a una frase imposible: estar vivo. Cuando ella entra en una habitación, el archivo se desordena. Los papeles se abren, los nombres se recalientan, las fechas se vuelven respirables.

No la escribo: la acompaño y ella me acompaña a mí, en La Cantuta, un lugar que, en realidad, no existe. Si Onorio archivaba libros para que la historia exista, Ludy me enseñó que hay historias que sólo pueden vivirse. Cuando duerme, el tren se detiene; cuando despierta, vuelve a ponerse en marcha. La poesía, desde entonces, dejó de ser una disciplina: se volvió una forma de comunión, una respiración compartida. No porque prometa permanencia, sino porque confirma la fragilidad. En su manera de mirar hay algo de los espejos de Borges: multiplican, pero no reflejan. En su silencio hay una ética del amor como interrupción: la grieta por donde entra la luz que el archivo no fue capaz de clasificar.

Anne Carson escribió que “el amor es una ciudad que arde en silencio mientras los otros miran las llamas.” Yo escribo entre esas ruinas. Ella es esa ciudad: el incendio que no se apaga, la respiración que sostiene mi escritura cuando todo lo demás se hunde.

Algunos lectores observaron que mis compilaciones —Sparagmos, Contra la muerte, Cuando el destino dejó de ser víspera— no son obras reunidas sino collages de sobrevivencia, fragmentos reescritos para no morir del todo. Malincuor formará parte de un proyecto mayor, Zigano, una deriva más amplia donde los materiales se desordenan como las memorias de un tren que no cesa.

Hejinian lo dijo con la claridad que sólo alcanza quien desconfía del final: “El cierre es siempre una traición.” No cierro este texto: lo extiendo. Malincuor no admite punto final. Escribir, he comprendido, no es narrar, sino mantener en marcha la máquina. Cada poema es un tren que sigue avanzando aunque el país no exista.

Si alguien me pregunta por qué escribo, respondo apenas: para que la historia exista.


* Quizás sea hermoso aún no haber nacido, un ser feroz, de agua y piedra; sin ensuciarse, mueren con destino de vuelta a las olas del mar, a las ciabeles innatas de las sombras preprofundas. Y toda nuestra luz aún debe ser hijos de nuestros padres.



viernes, 26 de septiembre de 2025

MAURIZIO MEDO. DOLCE FAR NIENTE



Cuando evoco los
«tiempos de la tele» no concibo un momento en el cual haya podido estar solo frente a la pantalla, al menos, no durante la infancia. De una manera extraña todos nos las arreglábamos y aparecíamos reunidos. Poco después del almuerzo la nonna era quien advertía: l’abbiocco[1]. Sabía bien qué significaba esto. Ella y el nonno no tardarían en dormirse, cada uno en su respectiva poltrona. La nonna, quien era responsable del manejo del control remoto, y esto no es poca cosa pues se trataba de un ejercicio de “gobierno”, despertaba un momentito antes, tal responsabilidad se lo exigía así, el tiempo justo para observar cómo su esposo estaba profundamente dormido y, luego, para volverse a mí diciendo: “eh, il dolce far niente”.

Hoy, mientras agoniza la institución de la «tele» y va cediendo su sitial a los servicios de streaming, la idea de la «caja boba» es una referencia válida para la compra de artefactos de segundo uso en un almacén de antigüedades. Si alguna vez la «tele» tuvo un valor no fue por lo que los canales pudieran transmitir, sí por las distintas dinámicas que los televidentes, agobiados por lo que aparecía justamente a través de la pantalla, eran capaces de establecer entre sí.

Si la «tele» unió alguna vez a la familia fue para huir de su condición deficitaria. Cada quien se instalaba en ese espacio familiar no para ver un programa, era para estar frente a la «tele» como si se tratara de un ruido de fondo.

Durante ese lapso de tiempo lo esencial estaba en el «mientras tanto» pues, así como ronroneaba la tentación de rendirse ante l’abbiocco, alguien leía el periódico, otro recordaba un «chisme» pendiente, y, mientras lo hacía público, se iban improvisando juegos. De pronto sonaba el teléfono, arremetía la incertidumbre hasta saber bien a quién habían llamado. Ese presente era el único estado posible. Se trataba del dolce far niente, un acontecimiento que irrumpía en la medida de nuestra capacidad de inventiva, y esto en sí era muy improbable de realizarse si pensamos en la pereza del fiacún[2] o en el desgano crónico de un fannullone[3].

El fiacún y el fanullone se aburren (del latín abhorrere) "tienen horror". Lo urgente es divertirse (de divertere: "apartarse, alejarse, desviarse de algo penoso o pesado”), de lo contrario experimentarán mal estar. En el dolce far niente no.  Si yo circunscribiera la no acción, propia de l’abbiocco, como la práctica cotidiana de un ritual del domo, ya no estaríamos hablando del dolce far, sí de la evocación nostálgica de los probables beneficios de la siesta.

Había tardes, después de renunciar a la «tele» que nunca vimos, en las que mi nonna prefería quedarse en el balcón junto a la gata siamesa.  Su idea, y esto a pesar del catalejo que a veces llevaba consigo, no consistía en espiar las costumbres de los Piazza, nuestros vecinos, o quizás vigilar que ningún funcionario de la UGEL estacione el carro ante el frontis de la casa. Se trataba de eso: de estar ahí junto a Shantih, la gata, haciendo “nada” o, también, ya estando en el balcón, de saber a ciencia cierta cuántas cuculíes se habían arremolinado esa tarde alrededor de las ingentes cantidades de arroz que ella les había procurado. Así, también el nonno podía quedarse en la poltrona como si estuviera inmerso en un extraño trance. Sólo fumaba, impasible, y después miraba el humo que apenas había exhalado como quien busca un significado oculto entre las fugaces formas que ese humo iba dibujando en el aire.

¿En qué piensas? — a veces me entrometía. 

Él, generalmente, optaba por compartir conmigo su último sueño interesándose vivamente en la interpretación que ambos podríamos encontrarle. Así, también, en otras ocasiones, mi nonna, se me acercaba con la expresión de alguien quien esconde un misterio entre manos.

Entonces preguntaba:

Non vuoi fare una passeggiata? 

Yo asentía, entusiasmado.

E dove andiamo?

Apenas atinaba a confesarle con tono decepcionado: non lo so. Ella se reía. Nemmeno io, ma andiamo. Entonces caminábamos. Fue así que pude descubrir el Castillo Rospigliosi, la Ballena, el cine Azul, el Arco Morisco al inicio de la avenida Arequipa, las casas que habían sido diseñadas por Enrico, mi tío bisabuelo, aquella donde vivía Doña Fulana (una famosa actriz de las telenovelas de época), y más allá la de Fernando De Szyszlo. Aun cuando nos perdiéramos en el transcurso de la passeggiata siempre aparecía un lugar que, desde hace mucho, debió haber sido descubierto.

La passeggiata nunca tuvo un rumbo, sí un destino. Se trataba de experimentar la “deriva” y desde ella introducir una novedad en el mundo. Lo que se ponía en juego era la idea de caminar sin dirección fija, pasear, perderse, volver a encontrar la utopía de una senda. Debido a ello, incluso hoy, cuando viajamos con Ludy nos mostramos bastante reacios cada vez que alguien nos propone la posibilidad del turisteo, preferimos mil veces errar, como un ensayo cuyo propósito fundamental consiste en ser ese ensayo, el cual «parece suceder de repente y que interrumpe el curso normal de las cosas; algo que surge aparentemente de la nada…[4]».

Sé que puede resultar difícil comprenderlo desde “afuera”, y estoy pensando en todo lo que pudo haberse expresado sobre el dolce far niente en la industria del cine, salvo que se trate de Michelangelo Antonioni. Así recordaba, y no sin cierto fastidio, esa versión hollywoodense del best seller Eat, Pray, Love de Elizabeth Gilbert, dirigida por Ryan Murphy, donde lo más significativo es la actuación de Julia Roberts en el papel de Gilbert, quien, a lo largo del filme, tras varios fracasos sentimentales, huye de su propio malestar  hasta que encuentra la paz interior en un tour gastronómico mientras devora un suculento plato de espagueti all'Amatriciana.


El dolce far niente no responde a la condición imperativa del «no hacer nada» del niksen neerlandés,  tampoco al apremiante momentismo del Carpe diem Horacio, Odas, I, 11), se trata de devenir «siendo el presente» conforme se pueda, durante un lapso de tiempo que cumple una función muy similar a un metrómono en la medida que pausa los compases del tiempo hasta lograr la armonía.

En el siglo XVIII Carlo Goldoni hablaba del «dolce mestier di non far niente»; a principios del XX, Alfredo Panzini consignó este concepto en su Dizionario moderno como una «caratteristica della razza, conosciutissima all’estero» y ya, posteriormente, Carlo Rosselli arremetería contra esta vivencia considerándola una injuriosa leyenda que atenta contra el “orden moral”. Tanto así que, según Rosselli: “Los italianos son moralmente vagos. Hay en ellos un fondo de escepticismo y de oportunismo que los lleva fácilmente a contaminar, despreciándolos, todos los valores y a convertir en comedia todas las tragedias[5]”.

De acuerdo a su naturaleza el dolce far niente no podría responder a un orden moral. Se origina desde la nada, sin una mediación de la Historia, y está fuera de toda posibilidad de sentido. Tal vez surge, se apoya, en ese vacío y desde ahí rompe con la eticidad de la costumbre, también con la del ocio habitual y con todo lo que esté fuera de propia realización. Un concepto cercano podría ser aquel del Wey-Wu-Wey (Hacer-no-haciendo), una idea que, de acuerdo con la traducción realizada por el nonno del Tao te King, se manifiesta como el retorno “a la acción espontánea, como la del niño que juega únicamente por jugar, como la del viento que mueve los árboles, como la del riachuelo que corre”[6]. “el acontecimiento ilumina su propio pasado y jamás puede ser deducido de él” (Arendt, 1995: 41)[7].

Pienso, no en la Utopía de Walden, sí en el día a día de Henry David Thoreau durante los dos años, dos meses y dos días que vivió en ese bosque en una cabaña construida con sus manos a orillas de una laguna en Walden Poud (cerca de Massachusetts) alimentándose exclusivamente de lo que cultivaba, a una milla de distancia de cualquier vecino. Thoreau, no sólo en Walden, tenía por costumbre ordenar el día en dos grandes momentos: “cuatro horas diarias, las de la mañana, para la lectura y la escritura; y otras cuatro para larguísimas caminatas durante la tarde”[8]. Durante ese lapso de tiempo Thoreau fue vigilante de tormentas de nieve, intérprete del viento: "Muchos fueron los días de otoño, y hasta de invierno, que pasé fuera de la ciudad, tratando de interpretar el rumor del viento" (1959, p. 22[9]), guardián del bosque: "He regado la roja guayaba, la pumis pumila, el almez, el pino rojo, el fresno negro, la vid blanca, la violeta amarilla, de no haberlo hecho, se hubieran marchitado en las estaciones secas" (1959, p. 23[10]) y también como auto-cosmólogo o auto-explorador.

No es que Thoreau, quien estaba en contra tanto del sedentarismo (que convertía a los hombres en esclavos de sus propios hogares), como de la vida nómada (cuyo propósito se reducía en ahorrar el pecunio suficiente pensando en una apacible jubilación futura) no hiciera nada, o concentrara sus esfuerzos en la escritura de un libro. Hacía, iba haciendo, conforme reconstruía un tiempo primordial. 

La verdadera tragedia, en función de un utópico “orden moral”, volviendo a la idea de Carlo Rosselli, es la nueva dimensión que parece haber adquirido el tiempo, cuyo valor parece determinarse de acuerdo a los plazos, dispuestos en función del logro de ciertos objetivos, cuando el problema real, dado que el tiempo no dejó de ser una vasta sucesión de ahoras, es ¿qué hacemos “mientras tanto”?

 



[1] Se puede describir como una somnolencia repentina que se tiene sobre todo después de una comida copiosa.

 [2] sust/adj. Ar. Persona perezosa, indolente. pop.

[3] sust/adj. Ar. Holgazán, gandul, remolón.

[4] S. Žižek, Acontecimiento (Madrid: Sexto Piso, 2014), 16

 [5] Rosselli, C. «Il socialismo italiano e la lotta per la libertà», en De Felice, R., Il Fascismo. Le interpretazioni dei contemporanei e degli storici, Laterza, 1998, p.129.

 [6] Lao Tzu, Tao Te Ching. Traducido por Onorio Ferrero. Ignacio Prado Pastor Primera edición, Lima, febrero 1972

 [7] Arendt, Hannah (1995), Comprensión y política, Hannah Arendt, De la historia a la acción, Barcelona: Paidós, pp. 29-46.

 [8] Antonio Fernández Vicent. ‘Walden’, de Henry David Thoreau, o el arte de vivir. Semana. Martes,13 junio 2023. En: https://www.semana.com/cultura/articulo/walden-de-henry-david-thoreau-o-el-arte-de-vivir/202217/

 [9] Thoreau, H. (1959). Walden o La vida en los bosques (trad. C. Aguayo). México: Editorial Novaro.

 [10] Ibidem