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miércoles, 8 de octubre de 2025

TAMARA KAMENSZAIN. EL LIBRO DE TAMAR


MATA RATA

Al poco tiempo de conocernos, impulsados por un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera vez con una rata. A decir verdad, era un ratón, pero mi fobia extrema a esos animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador “la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una escoba.

Seguramente mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda también había evocado aquella escena de amor neoyorquino.

Lo que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después, hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía. En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar.

En fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece empezar a aclararse, pero, en aquel momento, todo era oscuridad.

Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse presentes.
Después de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación, mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la puerta.

ARMA TRAMA

 Lo de los roedores se solucionó relativamente rápido con una gata que me traje del Botánico y una nueva analista que interpretó todo lo que cabía interpretar hasta matar mi propia tara.

 Nunca le comenté nada a mi ex acerca de “Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fon do de un cajón. No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios importantes (el Paidós y el Monte Ávila).

Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes  de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).

Eran épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no estaba naturalizada. De hecho, nuestra generación los empezó a implementar tímidamente como un medio de supervivencia, pero con la secreta convicción de que se trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo, por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese entonces) y el taller literario.

Pretendía, no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.

 Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos a talleres (de hecho, tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal, lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados disímiles.

Otros también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón, todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina –cuyo nombre completo es Iris Josefina Ludmer– aparece como Iris. Según la situación que narre, Piglia juega con esa duplicidad aludiendo a “Josefina L.” como alguien que es parte del mundillo literario, o a “Iris” cuando se refiere a la intimidad de la pareja.



Entre esos dos personajes de la ficción autobiográfica, es Iris quien critica, “cuando ya no hay arreglo”, dejando en su interlocutor “una extraña sensación” que lo lleva a ampararse en el afecto y la generosidad del amigo.

 En la vereda opuesta Ted Hughes, en Birthday Letters, libro de poemas enteramente referido a su relación amorosa con Sylvia Plath, narra cómo criticó, en una revista universitaria, un poema de Plath antes de conocerla, con el fin secreto de seducirla: “más para alcanzarte/ que para reprocharte, más para establecer contacto/ a través de la ajetreada astronomía/ del balancín de los estudios superiores/ o la socialización, a un nivel más bajo, que para corregirte/ con nuestros arcaicos principios preparamos/ un ataque, una mutilación, riéndonos”. Es posible que, como Hughes, también Iris haya querido, a su manera, poner a funcionar una maquinaria crítica como arma de seducción. En este caso esa maquinaria –que Ricardo Piglia siempre admiró tanto– le pertenecía a Josefina L. Sin embargo, parece ser que por fuera de la literatura, en la intimidad de la pareja que él invoca en sus Diarios, Piglia necesitaba contar, para armar la trama del amor, más con la dama del nombre secreto que con la escritora del nombre público.

 De todos modos, ya sea con Iris o con Josefina, ya sea con Tamara o con Tamar, hacer del tallerismo en pareja una instancia del amor no es tarea sencilla. “Ya no hay arreglo”, afirma Piglia casi como diciendo, lacanianamente, que “no hay relación sexual”. Porque una absoluta empatía con el texto que escribe nuestro partenaire supondría escribirlo nosotros y eso parece imposible: un desfasaje temporal nos separa siempre de lo que quisiéramos que coincida. O el texto ya estaba publicado cuando la pareja todavía no se había constituido (como en el caso Plath-Hughes) o el texto se publicó cuando la pareja se estaba consolidando (como en el caso Ludmer-Piglia) o, como en mi caso, un libro no publicado, pero sí terminado se volvió publicable gracias a la gestión de quien en realidad lo que buscaba era candidatearse para el amor.

 Sea como sea, nunca la relación tallerismo-amor aparece como simétrica o, como pide Piglia –que sí encuentra esa cualidad en el amigo–, absolutamente generosa. En este sentido, cabría preguntarse qué es lo que esperamos, en el tiempo presente de la relación, que el otro escriba si lo comparamos con lo que escribimos nosotros. ¿Queremos que se parezca a lo nuestro para así quedarnos tranquilos de que vamos por la senda correcta? ¿O preferimos que se diferencie radicalmente para que no interfiera con nuestros proyectos personales? Mi experiencia me demuestra que, a pesar de las buenas intenciones, parece imposible que no se cuelen inestabilidades momentáneas de todo tipo y, sobre todo, ese malsano intento de querer leer entre líneas para comprobar si el texto del otro dice algo sobre nosotros.

Se me dirá que algo similar estoy buscando yo ahora en “Tamar”. Sin embargo, acá la situación parece revertirse. Por primera vez un texto de mi ex, aun estando dedicado a Marta Marat, está realmente dedicado a mí. La dedicatoria “a Tamara Kamenszain” en el libro Cavernícolas es una marca más en la historia literaria de ese libro que les pertenece por entero a sus lectores. En cambio “Tamar” viene cerrado con una contraseña de cinco letras que solo yo conozco. En ese sentido, estaríamos ante un texto que no pide ser leído en los tiempos reales de un taller matrimonial. No cabe duda de que cuando él deslizó la hoja A4 debajo de mi puerta no pretendía recibir de mí una devolución literaria. De hecho, nunca sabré qué pretendía realmente porque ninguno de los dos sacó jamás el tema. Ahora, pasados tantos años y con la mediación de su muerte, una temporalidad póstuma me encuentra en la necesidad de digitar la contraseña y abrir ese inédito, porque si “Tamar” era para mí, tengo que ser yo quien lo publique sin que él se entere.

Cuando nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”, haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor. Ahora estoy ante una experiencia opuesta. Me estoy esforzando por entrar en los secretos (¿“bolsones semánticos”?) que hicieron de nosotros no solo una pareja de escritores sino, sobre todo, una pareja como cualquier otra. A ver si, pensándolo de esa manera, me resulta más fácil desclasificar este archivo y abrirlo al público

 

En: El libro de Tamar
ETERNA CADENCIA, mayo, 2018