MATA RATA
Al poco tiempo de conocernos, impulsados por
un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos
ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera
vez con una rata. A decir verdad, era un ratón, pero mi fobia extrema a esos
animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar
casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado
un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un
claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador
“la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en
la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo
para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una
intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que
fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una
escoba.
Seguramente
mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos
que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse
más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda
también había evocado aquella escena de amor neoyorquino.
Lo
que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como
me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después,
hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría
a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos
de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía.
En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se
necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había
en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante
tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece
ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto
se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que
hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar
dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo
signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar.
En
fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece
empezar a aclararse, pero, en aquel momento, todo era oscuridad.
Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama
matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido
empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde
siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse
presentes.
Después
de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la
palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo
de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación,
mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de
un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el
techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que
pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las
pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto
relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me
acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la
puerta.
ARMA TRAMA
Nunca le comenté nada a mi ex acerca de
“Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fon do de un cajón.
No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría
haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos
propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había
empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos
celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era
un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios
importantes (el Paidós y el Monte Ávila).
Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).
Eran
épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no
estaba naturalizada. De hecho, nuestra generación los empezó a implementar tímidamente
como un medio de supervivencia, pero con la secreta convicción de que se
trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para
nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil
sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo,
por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de
escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del
laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de
intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese
entonces) y el taller literario.
Pretendía,
no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a
los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería
preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que
latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería
parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún
escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por
ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una
práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de
cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.
Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos
a talleres (de hecho, tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que
escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal,
lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien
con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar
a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados
disímiles.
Otros
también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que
Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto
después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella
me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón,
todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer
por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina
–cuyo nombre completo es Iris Josefina Ludmer– aparece como Iris. Según la
situación que narre, Piglia juega con esa duplicidad aludiendo a “Josefina L.”
como alguien que es parte del mundillo literario, o a “Iris” cuando se refiere
a la intimidad de la pareja.
Entre
esos dos personajes de la ficción autobiográfica, es Iris quien critica,
“cuando ya no hay arreglo”, dejando en su interlocutor “una extraña sensación” que
lo lleva a ampararse en el afecto y la generosidad del amigo.
En la vereda opuesta Ted Hughes, en Birthday
Letters, libro de poemas enteramente referido a su relación amorosa con Sylvia
Plath, narra cómo criticó, en una revista universitaria, un poema de Plath
antes de conocerla, con el fin secreto de seducirla: “más para alcanzarte/ que
para reprocharte, más para establecer contacto/ a través de la ajetreada
astronomía/ del balancín de los estudios superiores/ o la socialización, a un
nivel más bajo, que para corregirte/ con nuestros arcaicos principios
preparamos/ un ataque, una mutilación, riéndonos”. Es posible que, como Hughes,
también Iris haya querido, a su manera, poner a funcionar una maquinaria
crítica como arma de seducción. En este caso esa maquinaria –que Ricardo Piglia
siempre admiró tanto– le pertenecía a Josefina L. Sin embargo, parece ser que
por fuera de la literatura, en la intimidad de la pareja que él invoca en sus
Diarios, Piglia necesitaba contar, para armar la trama del amor, más con la dama
del nombre secreto que con la escritora del nombre público.
De todos modos, ya sea con Iris o con
Josefina, ya sea con Tamara o con Tamar, hacer del tallerismo en pareja una
instancia del amor no es tarea sencilla. “Ya no hay arreglo”, afirma Piglia
casi como diciendo, lacanianamente, que “no hay relación sexual”. Porque una
absoluta empatía con el texto que escribe nuestro partenaire supondría
escribirlo nosotros y eso parece imposible: un desfasaje temporal nos separa
siempre de lo que quisiéramos que coincida. O el texto ya estaba publicado
cuando la pareja todavía no se había constituido (como en el caso Plath-Hughes)
o el texto se publicó cuando la pareja se estaba consolidando (como en el caso
Ludmer-Piglia) o, como en mi caso, un libro no publicado, pero sí terminado se
volvió publicable gracias a la gestión de quien en realidad lo que buscaba era candidatearse
para el amor.
Sea como sea, nunca la relación
tallerismo-amor aparece como simétrica o, como pide Piglia –que sí encuentra
esa cualidad en el amigo–, absolutamente generosa. En este sentido, cabría
preguntarse qué es lo que esperamos, en el tiempo presente de la relación, que
el otro escriba si lo comparamos con lo que escribimos nosotros. ¿Queremos que
se parezca a lo nuestro para así quedarnos tranquilos de que vamos por la senda
correcta? ¿O preferimos que se diferencie radicalmente para que no interfiera
con nuestros proyectos personales? Mi experiencia me demuestra que, a pesar de
las buenas intenciones, parece imposible que no se cuelen inestabilidades
momentáneas de todo tipo y, sobre todo, ese malsano intento de querer leer
entre líneas para comprobar si el texto del otro dice algo sobre nosotros.
Se
me dirá que algo similar estoy buscando yo ahora en “Tamar”. Sin embargo, acá
la situación parece revertirse. Por primera vez un texto de mi ex, aun estando
dedicado a Marta Marat, está realmente dedicado a mí. La dedicatoria “a Tamara
Kamenszain” en el libro Cavernícolas es una marca más en la historia literaria
de ese libro que les pertenece por entero a sus lectores. En cambio “Tamar”
viene cerrado con una contraseña de cinco letras que solo yo conozco. En ese
sentido, estaríamos ante un texto que no pide ser leído en los tiempos reales
de un taller matrimonial. No cabe duda de que cuando él deslizó la hoja A4
debajo de mi puerta no pretendía recibir de mí una devolución literaria. De
hecho, nunca sabré qué pretendía realmente porque ninguno de los dos sacó jamás
el tema. Ahora, pasados tantos años y con la mediación de su muerte, una
temporalidad póstuma me encuentra en la necesidad de digitar la contraseña y
abrir ese inédito, porque si “Tamar” era para mí, tengo que ser yo quien lo
publique sin que él se entere.
Cuando
nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto
tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”,
haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos
detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor.
Ahora estoy ante una experiencia opuesta. Me estoy esforzando por entrar en los
secretos (¿“bolsones semánticos”?) que hicieron de nosotros no solo una pareja
de escritores sino, sobre todo, una pareja como cualquier otra. A ver si,
pensándolo de esa manera, me resulta más fácil desclasificar este archivo y abrirlo
al público
En: El
libro de Tamar
ETERNA CADENCIA, mayo, 2018
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