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miércoles, 8 de octubre de 2025

TAMARA KAMENSZAIN. EL LIBRO DE TAMAR


MATA RATA

Al poco tiempo de conocernos, impulsados por un deseo de él de buscar nuevos horizontes (sobre todo laborales) nos habíamos ido por un año a vivir a Nueva York. Y fue ahí donde me enfrenté por primera vez con una rata. A decir verdad, era un ratón, pero mi fobia extrema a esos animales no distinguía, y me temo que sigue sin distinguir, entre un ejemplar casi de juguete y un verdadero roedor adulto. Corría 1975 y nos habían prestado un departamento destartalado en pleno Greenwich Village. Allí mi ex, en un claro acto de amor, tomó una escoba y mató al bichito –en criollo tranquilizador “la laucha”– que me tenía espantada. Mientras un mini-cadáver se estrellaba en la esquina de Mc Dougall y Bleecker, nuestra relación se fortalecía. Hacer algo para que el otro nos quiera, se me aparece, ahora que la evoco, como una intervención valiente: había que dejar de esgrimir argumentos inteligentes que fascinaran a nuestro interlocutor literario y pasar al acto esgrimiendo una escoba.

Seguramente mi ex al escribir “Tamar”, además de combinar con gracia bolsones semánticos que solo yo puedo llegar tal vez a desentrañar (en ese sentido parece tratarse más de un mensaje velado que de un poema propiamente dicho), sin ninguna duda también había evocado aquella escena de amor neoyorquino.

Lo que ya no pudo fue llevarla a cabo por segunda vez. Aunque, seguramente, como me lo muestra a todas luces esta nueva lectura que hago quince años después, hubiera querido hacerlo. ¡Si hasta dibujó la rama que en este caso sustituiría a la escoba! Y no se trata de un dibujo más, como aquellos entrañables bocetos de Eduardo Stupía que muchas veces acompañaron las ficciones que él escribía. En vez de la juvenil escoba de alquiler temporario, ahora lo que realmente se necesitaba era una rama arrancada del propio hogar. Una de las tantas que había en el patio-jardín de la casa donde habíamos convivido con nuestros hijos durante tantos años y de cuyas vicisitudes cotidianas yo había quedado a cargo. Parece ser que había que atar la rama para matar a la rata mientras en ese mismo acto se mataba una tara y se rearmaba la trama del amor. ¿Pero quién lo tenía que hacer? Por ahora creo entender que el hablante del poema “Tamar” parece estar dirigiéndose a sí mismo en un urgente imperativo donde hasta se impone, bajo signos de admiración, la tarea a todas luces imposible de arar el mar.

En fin, mientras voy descifrando el mensaje anagramático por esta vía, todo parece empezar a aclararse, pero, en aquel momento, todo era oscuridad.

Cuando él se fue, las noches se me complicaron. En la soledad de la cama matrimonial, una serie de ruidos extraños que antes nunca había percibido empezaron a emerger del techo y de las paredes como si hubieran estado desde siempre agazapados en el adn de la casa esperando esa oportunidad para hacerse presentes.
Después de varias noches en vela con el oído aguzado, diagnostiqué “ratas” usando la palabra que despertaba todos los decibeles de mi fobia. Así fue como al poco tiempo de que la separación se hubiera consumado, entré en pánico y desesperación, mientras a mis amigas les hacía gracia que me tomara tan en serio el merodeo de un animal que permanecía agazapado –más miedoso él que yo, decían ellas– en el techo. En ese sentido parece ser (me doy cuenta recién ahora) que el único que pescó algo de mi sentimiento de miedo y desamparo fue mi exmarido. Una de las pocas veces que conversamos telefónicamente en esos días por algún asunto relacionado con nuestros hijos, le comenté que en la casa había ratas. No me acuerdo qué me contestó, pero a los pocos días deslizó la hoja A4 debajo de la puerta.

ARMA TRAMA

 Lo de los roedores se solucionó relativamente rápido con una gata que me traje del Botánico y una nueva analista que interpretó todo lo que cabía interpretar hasta matar mi propia tara.

 Nunca le comenté nada a mi ex acerca de “Tamar” porque, como decía, el papel quedó olvidado en el fon do de un cajón. No sé si él esperaba alguna respuesta, tal vez no. En todo caso, ¿qué podría haberle respondido? ¿Correspondía una devolución literaria, de esas que solíamos propinarnos mutuamente cuando el otro terminaba un texto? De hecho, así había empezado nuestra relación. Cuando nos conocimos, por la mediación de amigos celestinos, yo estaba terminando de escribir mi primer libro mientras él ya era un consagrado precoz que a los 27 años portaba la cucarda de dos premios literarios importantes (el Paidós y el Monte Ávila).

Cuando le comenté que no lograba darle un orden a la suma de textos que conformarían mi libro, como arma de seducción él se ofreció rápidamente a ayudarme. Así fue como inauguramos un trabajo en colaboración que mantuvimos durante años. Antes de entregar un original a la editorial esperábamos las sugerencias del otro. Mi ex mantuvo esa costumbre incluso más allá de nuestra separación. Yo, en cambio, unos años antes  de ese acontecimiento, necesité liberarme del ojo crítico de él para entender mejor cuáles eran mis propias limitaciones y preferí que leyera mis libros después de publicados. (Según mi analista de ese entonces, liberarme de esas críticas fue un paso para liberar mis propios escritos de algunas ataduras retóricas de las que yo misma me quejaba).

Eran épocas en las que la costumbre de concurrir a un taller literario todavía no estaba naturalizada. De hecho, nuestra generación los empezó a implementar tímidamente como un medio de supervivencia, pero con la secreta convicción de que se trataba de algo un tanto espurio. Como el enemigo por entonces eran para nosotros los “temas”, los “referentes”, los “contenidos”, resultaba difícil sortearlos si uno quería a la vez trasmitir alguna enseñanza de escritura. Yo, por ejemplo, escribí en 1977 un texto en el que publicitaba mi “laboratorio de escritura” abriendo paraguas de antemano: ofrecía, usando la metáfora del laboratorio, lo que yo creía era una opción más cool, una especie de intermedio entre el grupo de estudios (formato que sí valorábamos en ese entonces) y el taller literario.

Pretendía, no sé bien de qué manera, pasar información teórica al mismo tiempo que daba a los participantes una devolución de lo que producían. Se ve que quería preservarme de tener que meter mano en esos “contenidos” comunicables que latían en el corazón de los escritos ajenos. Mi coraza era la teoría y quería parecerme más a Masotta con sus exitosos grupos de estudios que a algún escritor norteamericano enseñando en el writing program de una universidad. Por ese entonces yo llamaba con desprecio “pragmatismo norteamericano” a una práctica que con los años entendí hasta qué punto servía para interrumpir de cuajo el malsano solipsismo que suele atacar a los escritores.

 Ahora bien, como nosotros mismos no concurríamos a talleres (de hecho, tampoco los había) pero la necesidad de mostrar lo que escribíamos y recibir alguna devolución se nos imponía como a cualquier mortal, lo hacíamos dentro del círculo cerrado del grupo, sin la mediación de alguien con más experiencia y menos intereses creados. También había otra opción: transformar a la pareja en un taller literario. Eso hicimos durante años mi ex y yo con resultados disímiles.

Otros también parecen haberlo hecho. Ricardo Piglia, en sus Diarios, se queja de que Josefina Ludmer, quien por entonces era su pareja, le hubiera criticado un texto después de publicado: “Con Iris, antes de dormir, extraña sensación cuando ella me critica (cuando ya no hay arreglo) ‘El fin del viaje’. Lo peor es que tiene razón, todo relato se puede mejorar. Me afirmo, sin embargo, en el entusiasmo de Saer por el cuento, sobre el que me escribe una carta muy generosa”. Aquí Josefina –cuyo nombre completo es Iris Josefina Ludmer– aparece como Iris. Según la situación que narre, Piglia juega con esa duplicidad aludiendo a “Josefina L.” como alguien que es parte del mundillo literario, o a “Iris” cuando se refiere a la intimidad de la pareja.



Entre esos dos personajes de la ficción autobiográfica, es Iris quien critica, “cuando ya no hay arreglo”, dejando en su interlocutor “una extraña sensación” que lo lleva a ampararse en el afecto y la generosidad del amigo.

 En la vereda opuesta Ted Hughes, en Birthday Letters, libro de poemas enteramente referido a su relación amorosa con Sylvia Plath, narra cómo criticó, en una revista universitaria, un poema de Plath antes de conocerla, con el fin secreto de seducirla: “más para alcanzarte/ que para reprocharte, más para establecer contacto/ a través de la ajetreada astronomía/ del balancín de los estudios superiores/ o la socialización, a un nivel más bajo, que para corregirte/ con nuestros arcaicos principios preparamos/ un ataque, una mutilación, riéndonos”. Es posible que, como Hughes, también Iris haya querido, a su manera, poner a funcionar una maquinaria crítica como arma de seducción. En este caso esa maquinaria –que Ricardo Piglia siempre admiró tanto– le pertenecía a Josefina L. Sin embargo, parece ser que por fuera de la literatura, en la intimidad de la pareja que él invoca en sus Diarios, Piglia necesitaba contar, para armar la trama del amor, más con la dama del nombre secreto que con la escritora del nombre público.

 De todos modos, ya sea con Iris o con Josefina, ya sea con Tamara o con Tamar, hacer del tallerismo en pareja una instancia del amor no es tarea sencilla. “Ya no hay arreglo”, afirma Piglia casi como diciendo, lacanianamente, que “no hay relación sexual”. Porque una absoluta empatía con el texto que escribe nuestro partenaire supondría escribirlo nosotros y eso parece imposible: un desfasaje temporal nos separa siempre de lo que quisiéramos que coincida. O el texto ya estaba publicado cuando la pareja todavía no se había constituido (como en el caso Plath-Hughes) o el texto se publicó cuando la pareja se estaba consolidando (como en el caso Ludmer-Piglia) o, como en mi caso, un libro no publicado, pero sí terminado se volvió publicable gracias a la gestión de quien en realidad lo que buscaba era candidatearse para el amor.

 Sea como sea, nunca la relación tallerismo-amor aparece como simétrica o, como pide Piglia –que sí encuentra esa cualidad en el amigo–, absolutamente generosa. En este sentido, cabría preguntarse qué es lo que esperamos, en el tiempo presente de la relación, que el otro escriba si lo comparamos con lo que escribimos nosotros. ¿Queremos que se parezca a lo nuestro para así quedarnos tranquilos de que vamos por la senda correcta? ¿O preferimos que se diferencie radicalmente para que no interfiera con nuestros proyectos personales? Mi experiencia me demuestra que, a pesar de las buenas intenciones, parece imposible que no se cuelen inestabilidades momentáneas de todo tipo y, sobre todo, ese malsano intento de querer leer entre líneas para comprobar si el texto del otro dice algo sobre nosotros.

Se me dirá que algo similar estoy buscando yo ahora en “Tamar”. Sin embargo, acá la situación parece revertirse. Por primera vez un texto de mi ex, aun estando dedicado a Marta Marat, está realmente dedicado a mí. La dedicatoria “a Tamara Kamenszain” en el libro Cavernícolas es una marca más en la historia literaria de ese libro que les pertenece por entero a sus lectores. En cambio “Tamar” viene cerrado con una contraseña de cinco letras que solo yo conozco. En ese sentido, estaríamos ante un texto que no pide ser leído en los tiempos reales de un taller matrimonial. No cabe duda de que cuando él deslizó la hoja A4 debajo de mi puerta no pretendía recibir de mí una devolución literaria. De hecho, nunca sabré qué pretendía realmente porque ninguno de los dos sacó jamás el tema. Ahora, pasados tantos años y con la mediación de su muerte, una temporalidad póstuma me encuentra en la necesidad de digitar la contraseña y abrir ese inédito, porque si “Tamar” era para mí, tengo que ser yo quien lo publique sin que él se entere.

Cuando nosotros nos leíamos mutuamente, solíamos propinarnos críticas del tipo “esto tiene buen ritmo” o “acá repetís palabras” o “esto suena muy borgeano”, haciéndonos siempre los desinteresados respecto de los secretos escondidos detrás de la trama del texto, esos en los que habita la otra trama: la del amor. Ahora estoy ante una experiencia opuesta. Me estoy esforzando por entrar en los secretos (¿“bolsones semánticos”?) que hicieron de nosotros no solo una pareja de escritores sino, sobre todo, una pareja como cualquier otra. A ver si, pensándolo de esa manera, me resulta más fácil desclasificar este archivo y abrirlo al público

 

En: El libro de Tamar
ETERNA CADENCIA, mayo, 2018

martes, 30 de septiembre de 2025

Teaser: DIEGO BRANDO. UN CUADRO QUE NO SE COMPRENDE

 

                                                                                                   fotografía de Andreas Gursky




En la pared de tela me abrí una ventana
De “El payaso castigado” Sthepane Mallarmé


En la habitación luces

y sombras, y el mundo afuera un 

fondo gris, ese pájaro que temprano

aplastó su cara contra el asfalto

sin esperar migajas del cielo.




Introducir en la mente piedras

es pensar, detrás y callados

los navíos marcan el agua, suman

el sentir del barro; pero otro 

pensamiento viene, y el tropel

de muertos hiere la cara. Recibo

el viento, el corte en la superficie 

marca un río de ángeles que caen,

al fondo todo el mundo disimula.




Entre tomar aire y exhalar

la totalidad del mundo. Como furias,

mastines detrás de una presa demasiado

veloz. Ruidos de fondo, frecuencias,

llovizna. La presencia sobre lo que 

no existe, pero ocupa la mente.

Voracidad y una inquietud de mármol.

O como un cuadro que no se comprende.





El temblor y su ejercicio, una 

máquina que día a día con su ruido 

hace de la fatiga una virtud.

Plantas asoladas en el baldío, flores,

y un encanto que el hielo quema

aun con el reflejo de las estrellas;

todas aquí arriba, como gritos.




La confusión es un punto que hace oscilar

la totalidad del cuarto. Un cuadro en donde 

los detalles adquieren presencia y vástagos

fantasmales. Sierpes, flores en apertura y un 

sonido de quiebre ante la incredulidad de los ojos

del animal de la calle. He aquí sus colmillos,

su baba espesa, el diamante en la explosión

del fuego; y voces en la novedad de la noche,

que dejó de ser oscura. Aquí cada maniobra

de luz es una conspiración, el manto de piedad

que nace al quebrarse, un ángel que desova.





Darse cuenta de vivir en el error puede traer 

fantasmas del pasado, una acumulación de pesadillas,

y la seguridad de haber conducido a la familia al lado oscuro

del río. No se comprende el mundo desde el silencio 

y tampoco se lo imagina sin sus cadáveres. Aquí la piel 

al calor de la arena, las disculpas y el anzuelo en busca 

de un pez que lleve la carnada hasta el fondo; y que el paisaje

se disipe como quien grita desde un puente, tierra

en movimiento por el discurrir de los insectos. Buscaba

eludir la noche y apareció el desierto, manos en la arena, huesos.




Una incertidumbre diferente cada día, 

como el extranjero que visita sitios en donde un edificio,

un lago y una autopista pueden resultar extraños; 

así la punzada de una lanza en mi costado.

Suena todo alrededor, aunque solo sea silencio o aire

en donde se medite una alternativa a las palabras, a la función

del bosque alrededor del barro. Y debajo de la parra el rayo

que quema cada hueso que da su cara al sol, a la intermitencia

de los insectos. Aquí la verdad solapada, una evidencia,

cabras que aparecen en sueños, dada la pesadez del mundo.




Un animal de deseo no puede 

abrir la noche de par en par 

sin que se fracture el mundo. 

Y no es en la ruina al día siguiente 

donde comprende su error, 

sino en los cristales rotos, 

el detalle de Dios en lo íntimo. 

Ese hielo, el punto de fluctuación.



                                                                                                                                                                                                      fotografía de Andreas Gursky




Aquí la maleza sostiene

árboles, distantes aunque cercanos 

como gacelas que atrae la mente.

En todo su esplendor el delirio

parte de un recuerdo;

y en la sangre y en el sudor brotan

pensamientos que de ser ciertos 

darían miedo. Si ustedes tan solo vieran,

pareciera que se creara de nuevo el mundo.




Bestias, sal,

un correr de agua

hacia el mar,

o la idea

refulgente de un carruaje

con sangre en el 

camino. Es que todo

lo vi, hasta el cielo, 

esa forma 

de violencia.




Mosca posada sobre un 

vaso roto y el vacío 

de la mente, una pulsión 

hacia lo perfecto e inacabado. 

Y detrás plantas, un limonero, 

reptiles del periodo Triásico, 

en una selva donde 

desperdigados los objetos 

causan esplendor, bestias 

púrpuras. Y la obsolescencia del ser, 

sus miasmas y su comprensión

de lo sensible hasta despertar 

a los gritos o en silencio. 

Abiertas las compuertas puede 

venir fría el agua y traer calma 

o escalofríos de música pagana, 

aunque el sol agriete la piel 

y el barro, y den las horas 

su mueca de víspera, su canto.




"Padece en el fondo de una cueva

lo alucinado. El sol sale y vuelve

a caer y no hay incendio, sino

la noche en un haz de estrellas,

una araña sobre la nieve que desprende

sus presas mientras avanza"

"Si en sus cálculos hubo error, es que allí  

quedaron sus muertos, moscas que van

y vuelven intactas alrededor del cielo"




Todo sol 

tocado por el frío

trae viento.

Entra en tropeles

de caballos y eriza

la piel en granos

de arena, y al tacto

da temor o placer,

como quien gime

al partir el pan,

al beber el agua.

Silencio y campanas

desde la capilla

ante los astros

y el milagro;

cada uno comprende

a Dios en sus formas.





Hubo aquí belleza y telas que envolvieron árboles 

y hombres percutidos por el frío; y dentro nuestro 

las melodías del cangrejo en su vuelta a las aguas, 

al borde mismo de los acantilados y sus rocas, voces 

que hicieron de la mente su morada, el acto de una 

intuición hecha a medida de lo alucinado. Llantos 

en ceremonias de sal, puras de tanto detenerse

contra el suelo a esperar el ocaso, su desborde.




Nos adelanta el sol hacia la furia

del verano. Y arrepentidos de no ver

más allá de los tapiales, el mundo

parece acabarse; ahora movés tu pie


y es lo sagrado ante lo profano,

un cielo de tejas rojas que amedrenta

la plenitud, un estar vivo en la quietud,

en la sala de situaciones de la vida.


La materia hecha de sombras nos oculta,

los mendigos sumergen su cuerpo bajo 

las telas de la realidad, como si de dioses

se tratara. Aquí se apoyan la vida y la muerte.




Después de (disculpas) haber dejado

la casa y la psiquis de mis seres queridos

hecha escombros y (también) polvo,

tengo el deseo de construir. Aunque

el presente sea polvo y escombros 

y el futuro un agua de río que corre

a trasmano de los campos y el ganado,

la idea en mi cabeza surge reluciente.

Porque hasta aquí llegué (disculpen)

a rastras y no de una forma al menos

elegante; hubo errores, un manicomio 

repleto de fantasmas, (hubo, señores) real-

mente calamidades y formas de morir.

Y quiero, con el fervor de quien decide

qué hacer de ahora en más, dar el salto.

(Cerca se escucha la risa de las aves). 

Porque hay un comienzo y un final y en medio 

una montaña (disculpen) de cadáveres.




¿Era la pastilla la que te ayudaba

o la que te destruía? Siglos antes

de nacer, tu voz era un animal que se oía

en el tembladeral del mundo; ahora

la estela de un cometa vista por un águila.

¿Supiste permanecer? ¿Decir adiós con la mano

y alejarte bajo las luces? El pez no se sumergía

mejor que tu cabeza ni abría la boca esperando

la lluvia. ¿Hay voces que te hablan? ¿Un ser gris

en la fachada de unos carteles de neón? 

Aquí el polvo permanece en el polvo

y la rabia ubicada en el costado donde estaba 

el corazón. Siglos después, y tan vivo que duele.




Mi tiempo se acabó. Debo buscar 

un trabajo o huir hacia los campos, 

ser un cuadro de Andrew Wyeth, 

terminar con las liebres y los pájaros.

En la ruta cruzan los camiones, 

y sobre la laguna podría vivir, si tuviera 

el valor, el reposo. No soy lo que elijo 

y ya dudo del futuro de mi bondad, 

ese rastrillo que ahora todo lo barre.




Hojas que el viento trajo 

hasta la sombra de un árbol

mueren como perlas en el fondo

de un mar iluminado.

Y el correr de la arena 

hacia la playa trae 

el color confuso de los peces;

joyas que el sol muestra

ante la aparición de las estrellas.

Mundo que no comprendo y amo.






Árbol estallado en ramas, 

aserrín abierto al sol como 

la nuez partida y repleta 

de brillos. Y esto que pienso 

en lo nocturno, estalactitas

prendidas aún del agua,

gritos al cielo, perfumes,

y el hacha, que dispone

a desaparecer el carácter,

hechos y rispidez de furia.





No alcanza el árbol a tapar el sol, mínimas

sus ramas solo giran ante el viento. Si el clima

escupe su fuego, tendrá la madera un devenir 

de astillas y el cuadro del pintor luz y movimiento. 


Lo que se percude es lo material y no la mirada,

y si los ojos fallan, lo sensible llegará a las manos;

formas de la creación o del desvelo, porque aquí

un hombre despertó y de su boca brotan algas;


y aunque intenten explicarlo con palabras será ahogo

y no risa. Nombren al árbol, su sombra de animal

extinto y a esa luz que detrás del terraplén sacude tallos.

Habrá trabajos y días y un cielo cubriéndolo todo.




Tachaduras. En el cuaderno 

de notas hubo y no palabras

como flores luego de una helada;

caen ahora y no soy el que comprende,

sino quien escribe y permanece.


 

 


martes, 23 de septiembre de 2025

teaser: DIEGO. L. GARCÍA. UN SÁBADO POR LA MAÑANA

 




Se trata de una continuidad y a su vez de un nuevo punto de partida con respecto a Unos días afuera, la antología de mi poesía que editó Pixel en 2023. Después de ese momento de revisionismo, depuré algunas ideas sobre el poema y el ensayo, los géneros que me interesan para explorar. Básicamente opté por darle mayor lugar al disfrute, a la curiosidad genuina y eliminar cualquier tabú con respecto a los materiales. Si bien lo venía haciendo, creo que este libro es un paso más. A veces las obsesiones personales pueden fácilmente autocensurarse, pues la repetición, la redundancia, son elementos molestos para el productivismo de estos tiempos. La demora en lecturas de entretenimiento, el murmullo de la calle, el cine experimental, los videojuegos, las canciones de amor desafían en ese sentido tanto al intelectualismo de pantalla como al poetizar iluminado (por la linterna del iphone). Perderse en la lentitud o velocidad (depende de cómo se lo vea) de un sábado por la mañana me pareció un gesto contra las demandas actuales.

Diego L. García


músicos de sesión
(playlist con una fotografía de Eggleston)


camisas y faldas planchadas

como una línea de melotrón

que se va apagando

poco a poco

(eso que ocurre poco a poco

es siempre precioso).

árboles al fondo. el auto

estacionado sobre una alfombra de mini golf

y el cabello de los dos

que no necesita esforzarse.

cielo gris industrial,

el tiempo es un trapo viejo

en el baúl

una línea roja

inclinada apenas, lo suficiente,

sobre un metalizado crema.

palabras de café,

promesas como servilletas muy finas

que al doblarse

ya se marcan.

es la geometría del cosmos,

argumentará alguien bajo una lámpara

para quemar hormigas

si te fijás bien

el mecanismo es perfecto

con las armonías que cantan

my lips will kiss

y el zapato con medias blancas

es un anexo materno.

diamante residual de navidades

con ruido de papel regalo.

fantasmas de almidón

chasquean los dedos

en medio de la tormenta


una granja, tal vez, detrás

de la arboleda, como las que aparecen

en los poemas de James Wright

y funcionan de lujo,

tanto que sólo podés pensar

en una trompeta de sesionista.

un sujeto puesto ahí

donde el amor y la música

no se dividen



double dragon

cerrás con doble llave

persianas metálicas de double dragon,

pintadas como decoración hasta que acribillan

a un vecino por la madrugada. cantás

y las pastillas para la depresión

aumentan de precio

(el corazón de vaca es un plato valorado acá).

está bien que el ruido de las motitos joda

y revientes el parlante para tirar

al alargue

esa botella con pesos, no digo ingenuidad

pero hay mucho de mí mí mí

en la fila de reproducción.

la TV de la sala de espera pasa

videos de Hong Kong

un sábado al mediodía,

nada que detenga la pedrada,

la furia que sale de pantalla



kelog party

como un agujero negro

este poema absorbe

la mayor parte del trabajo sucio:

vestidos de tucanes gigantes,

detrás del vidrio,

discuten sobre la fiesta cerealista,

actúan como un error de imagen

que me devuelve al desayuno

[las moras descongeladas son mis preferidas!

me gusta ver la vieja estampa

de precios en la caja.

el corte diagonal perfecto]


*foto de Alex Prager