En una conversación con
Javier Torres Seoane, Mirko Lauer, en el programa #ElArriero
(https://www.youtube.com/watch?v=-B4LyaKBPxU), recordaba la «obligación moral»
que le despertó un pedido de Javier Sologuren: «Nunca dejes de escribir poesía.
Tienes que escribir», le dijo el severo Sologuren, como lo califica el propio
Lauer.
No creo que Javier —y más
aún conociéndolo como lo conocí— pretendiera ejercer una ética de maestranza ni
atribuirse la autoridad de condenar a cualquiera a esa cadena perpetua de
escribir. Mucho menos endosarle semejante peso a todo incauto que se cruzara en
su camino.
En la misma charla con
Torres Seoane, Lauer comentó que, después de haber escrito Ciudad de Lima,
alcanzó cierta paz gracias al indulto de Rodolfo Hinostroza. Este, desde París,
le escribió: «Ya has demostrado que puedes escribir un buen libro de poemas.
¿Ahora quieres demostrar que puedes escribir otro más?»
A mí, Sologuren también me
hizo alguna vez la misma exhortación. Y, sin contar con un consejero lobo
disfrazado de Pepe Grillo, la tomé muy en serio. No importaba que algunos
autores hubieran asegurado su nombre en la posteridad con un solo libro. Como le
ocurrió a Lauer, esa palabra «nunca» resonó en mí, y la única manera de
comprender cabalmente las expectativas implícitas fue imaginar al capitán
Willem Van Der Decken, encaramado en el puesto de mando del Flying Dutchman.
Por ello, y pese a tener
un «plan de obra» —que he modificado cientos de veces— me aterraba llegar al
final del mismo. Cuando no había nada que escribir y apenas «salía espuma» —tal vez, como
habría dicho Belli, por una conspiración de los hados— el peso de esa obligación
me llevaba a buscar otros recursos para persistir. Obcecado, seguía adelante
sin saber con claridad cuál era el objetivo, más allá de aquella palabra
«nunca». A veces «escribía en el aire» a través de la edición; otras, más
resignado, lo hacía desde la docencia.
Pienso en Sologuren y,
casi como un reflejo, se me impone la imagen de Carlos Germán Belli. Como si
también hubiera sido evocado. Tal vez, porque, para ambos, la idea de «ser poeta»
estaba escrita con la paciencia de un amanuense, decidido a trabajar lejos —muy
lejos— de cualquier jefe. Los tiempos en que Sologuren pedía a quienes fuimos
jóvenes que no cejáramos en el oficio parecen hoy pertenecer a un universo
distinto. Ahora vivimos en otro, marcado por la lógica del ciberespacio y la
«gerencialización» autoral.
Concluí el plan de mi obra
—hoy observo las rumas de escritos por editar— poco antes de que el autor se
convirtiera en «creador de contenidos». Hoy se espera que el escritor esté
presente en las redes, no como alguien que existe «detrás de la firma», sino
como un entertainer, tal como advirtió Martín Rodríguez Gaona: alguien que, de
cara al público, glamouriza episodios traumáticos en una neolengua cambiante,
cada vez más terapéutica, con la que espectaculariza lo infraordinario.
Ser únicamente un autor ya no significa nada. En las esferas editoriales —como señala Vicente Luis Mora en un post— el modo de presentar a un escritor es copiar su avatar en redes y añadir el número de seguidores (por ejemplo, 80K). Ni el nombre ni la obra importan: sólo su valor en redes. No resulta exagerado afirmar la pérdida de valor de lo escrito, pues una obra —cualquiera que sea— no puede «algoritmizarse», como observó Berta García Faet al referirse a la poesía de Mariano Blatt. Su «valor» en las redes dependerá, en todo caso, de su capacidad para funcionar como excusa de interacción, incluso para romper el hielo en Tinder. Fuera de la dictadura del Like, la obra enfrenta un nuevo obstáculo: los lectores.
Una investigación
publicada en Nature Scientific Reports puso a prueba a un grupo de lectores,
quienes debían elegir sus preferencias entre textos de autores como William
Shakespeare, Geoffrey Chaucer, Walt Whitman, Emily Dickinson, Samuel Butler,
Lord Byron, T. S. Eliot, Allen Ginsberg, Sylvia Plath y Dorothea Lasky, frente
a composiciones generadas por IA. El resultado: valoraron más las incoherentes
piezas producidas por la máquina. El experimento demuestra que el lector
actual, antes que apostar por la «extrañeza» de un texto original, prefiere la
«transparencia» de textos previamente «domesticados», para usar el término de
Lawrence Venuti.
No se trata de desempolvar
nostalgias ni de repetir el «todo tiempo pasado fue mejor» —después de googlear
las coplas de Manrique— ni de culpar únicamente a Internet. Raymond Williams ya
reconocía a comienzos de los años ochenta que cualquiera podía mirar una danza,
contemplar una escultura o escuchar música, mientras que el 40 % de la
población mundial seguía sin tener contacto con la palabra escrita, porcentaje
aún mayor en épocas anteriores (1981, p. 87).
Por eso, como lector
formado a finales del siglo XX, deposité muchas expectativas cuando, a inicios
del XXI, buena parte de la escritura en España y América Latina empezó a
«desliteraturizarse». Al abandonar lo puramente estetizante, los textos
arrastraban hacia su órbita referencias factuales o nominales que incitaban al
lector a verificarlas en buscadores, asegurándose de que no fueran datos
ficticios. Autores como Angélica Freitas, Xel-Ha López Méndez, Daniel Bencomo,
Maricela Guerrero o Diego L. García —quienes en su momento aparecieron en
Transtierros (https://transtierros2.blogspot.com/)— provocaron sorpresa no
porque fueran «nuevos», sino porque resultaban diferentes frente al canon
dominante.
Aunque este proceso quedó registrado en los volúmenes de País imaginario: escrituras y transtextos, los reflectores se dirigieron más hacia la alt lit estadounidense. En nombre de la Nueva Sinceridad, sus autores publicaban registros de chat de Gmail, macros de imágenes, capturas de pantalla o tweets, presentados luego como poemas o novelas. Muchos aparecieron con el sello Muumuu House, tras irrumpir en la escena con un brochure que reunía publicaciones web, e-books de descarga gratuita, textos en blogs y, sobre todo, la figura o el perfil del autor como marca. Desde entonces, esta literatura prêt-à-porter, en la que el Yo se exhibía como una jurisdicción biológica fuera de la ficción, sacrificó la elaboración artística en favor de la inmediatez. La apuesta de la alt lit fue, como precisó Megan Boyle, «escribir como en internet, pero sin internet», respondiendo a la exigencia de producir «en tiempo real» con lo único disponible: el Yo.
«La literatura —ponderaba Gabriel Zaid en 2004— no es, ni tiene por qué ser, monotemática, menos aún con un tema tan limitado como el yo. La mayor conciencia del yo sobre sí mismo, sobre la obra, su recepción o el éxito, puede inhibir los impulsos creativos (si son débiles), volver cínicos a muchos inocentes o facilitar la desbordada producción de obras mediocres, aunque acreditables como capital curricular».
Tras dos o tres décadas de letargo, en las que la selfi-poesía instagramática parecía imponerse como norma, hoy la escritura en el Perú atraviesa un momento especialmente interesante. Y no se debe a una confluencia astrológica, sino a la labor de varias editoriales independientes —pienso en Álbum del Universo Bakterial, La Balanza, Personaje Secundario, Intermezzo Tropical, Máquina Purísima, Parque Vacío, Cepo de Nutria y, ¿por qué no?, El Laboratorio— que, según su credo y particularidad, han revalorizado la noción de propuesta sobre la de producto. Así han generado un espacio que rompe con la militancia generacional y abre paso a una dinámica intergeneracional, con un amplio abanico de referencias.
Ese espacio permite que un
autor como Mirko Lauer, ya libre de la condena impuesta por Sologuren, continúe
desarrollando su sorprendente inventiva, mientras emergen voces como María
Belén Milla Altabás, Paula Bruce, Celeste Del Carpio Bramsen, Michael Prado,
Paloma Yerovi Cisneros, María Luz Castañeda, Jasmín Carmina, Diana Moncada, Ana
Carolina Zegarra o Maritza Mejía. Y al mismo tiempo, poetas ya consolidados
siguen reinventándose: Carlos López Degregori, Osvaldo Chanove, Rafael
Espinosa, Victoria Guerrero, Emilio Lafferranderie, Teresa Cabrera, Jorge
Frisancho, Roxana Crisólogo, Diego Otero o Humberto Polar.
No obstante, como ya
advirtió el joven Borges en las primeras décadas del siglo XX, la «escena»
estaba marcada por cierta autorreferencialidad: «Todos quieren realizar obras
apelmazadas y perennes. Todos viven en su autobiografía, todos creen en la
personalidad, esa mescolanza de percepciones entreveradas…» (1997: 123).
En la alt lit, esa
autorreferencialidad adoptó un carácter casi esotérico, como «código privado»
dentro de pequeños círculos urbanos (Sontag, 1964: 4). Lo que ofrecía eran las
performances del Yo, más cercanas a un reality show en vivo que a una poética neorromántica.
Desde ese contexto surgieron fenómenos como Rafael Cabaliere —esfumado tras
ganar el premio EspasaesPoesía del Grupo Planeta—, la instagramer Rupi Kaur
(Milk and Honey vendió más de 2.5 millones de copias en 25 idiomas y permaneció
77 semanas en la lista del New York Times), o autores como Irene X, Lily Dawn,
Nekane González, Benji Verdes y Frank Hilton. En muchos de ellos, el poema dejó
de ser un pretexto de creación y pasó a ser mero texto, a menudo fragmentario,
utilitario y centrado en experiencias —preferentemente traumáticas— recicladas
como evocaciones instantáneas. Textos que responden a las mismas exigencias del
ecosistema de Instagram o X. Pero la escritura, insisto, es otra cosa.
De ahí mi satisfacción con
el título de Braulio Paz, La escritura quedó aquí, anticipándose quizá a este
desenlace. Paz mismo acaba de enviar a imprenta su nuevo libro, Las arenas
rojas (ver: https://transtierros2.blogspot.com/2025/09/el-libro-se-empezo-gestar-en-2016.html).
Cuando comencé a escribir —poco antes de que Sologuren, sin proponérselo, me condenara a esa cadena perpetua que comparto con Lauer—, éxito y escritura no compartían el mismo campo semántico. Con el tiempo, la «caducidad prefijada por la industria (también la del espectáculo)» trasladó esa lógica a la poesía. El mercado nos impuso la obligación de reunir escritura y éxito, trivializando lo escrito en favor de la viralidad. Frente a ello, hice mías las palabras de Eduardo Milán: «Ante la opción de convertirte en un triunfante por encima de todos los demás, que finalmente es la mentalidad del capital, yo prefiero elegir lo otro. No la derrota de la vida, sino la derrota frente al triunfo». Quizá en esa línea de pensamiento se inscriba la sentencia de Paz: La escritura quedó aquí, como la voluntad de materializar algo interior en una realidad tangible que responde a las exigencias de la historia, incluso a costa de aceptar la derrota frente a la lógica del triunfo.
Hoy, sin embargo, ya no se
escribe: se «redacta». La debacle de lo poético comenzó con una campaña de
marketing transnacional que intentó reeditar la operación que había encumbrado,
décadas atrás, a los «poetas de la experiencia». Esta vez el foco fue Hispanoamérica,
un mercado aún virgen de tales manipulaciones. No se trataba solo de reunir
autores, sino de imponer la idea de que algunos de ellos, casi analfabetos
literarios, podían presentarse como si fueran Cavafis.
El objetivo no fue
únicamente legitimar una forma de escribir: también demonizó la incertidumbre
—intrínseca a toda exploración— como si fuera un sacrilegio. El resultado fue
que, al reducirse los espacios de circulación de escrituras emergentes (por dificultades
editoriales), lo alternativo se volvió circuito cerrado, casi autofágico. Pero
esa escritura aún persiste. No todo es tuitpoesía, poesía Instagram, poesía
juvenil pop o selfi-poesía instagramática que “no escribe sino eslóganes”
(Rogelio López Cuenca). Como señala Enrique Winter, la situación es tal que
incluso las películas comerciales y ganadoras de los Óscar presentan hoy
complejidades narrativas e imagéticas mayores que buena parte de la poesía
actual.
Hace veinte o treinta
años, reunir palabras —incluso destruyendo la linealidad del lenguaje
convencional para crear otra textura, casi estereofónica— respondía a un
propósito claro: atender las exigencias que originaban el poema, aunque solo
cuatro lectores las captaran «al vuelo», como diría Pound. Esos cuatro no
serían conocidos por la multitud, pero el poeta asumía un imperativo ético:
poner en práctica la contemporaneidad de la poesía, intervenir en las
circunstancias sociales y culturales de su tiempo, trabajar con los materiales
lingüísticos del presente, aunque ello implicara derribar la normativa de un
género.
Pensaba tratar un segundo
aspecto, pero está directamente vinculado con el primero: el papel del editor.
Hasta hace poco, su labor —confundida con la del impresor— era caótica y
desbordante. Hoy, en cambio, el editor ha recuperado un rol central: la curaduría.
Esto ha permitido que la crítica —tantas veces reclamada— se ensucie las botas,
abandone el escritorio y se adentre, junto al autor, en el lodazal germinal de
una propuesta. Hoy la crítica no solo se escribe: se discute, se puntualiza, se
argumenta. Y los resultados están a la vista.
Con ello, la figura del
«poeta padrote» se ha desvanecido. Ya no existe un «poeta más importante del
Perú», ni sus epígonos, en un país que apenas existe, pues sus autoridades
parecen empeñadas en derrumbarlo. Tal vez por fin comprendimos que el éxito de
una obra no depende del lector, sino de su capacidad de ser, de experimentar,
de existir en el mundo.
No tengo muchas dudas.
Hubo un tiempo en que, como poeta, «me fui del Perú» en los momentos más
sombríos de su letargo. La única crisis verdadera en la poesía es la ausencia
de crisis. Hoy, en cambio, puedo observar con la distancia suficiente lo que
ocurre. Cuando no estoy afuera, estoy abajo, en el lodazal. Y aunque mi camino
vaya por otros rumbos —esa es otra historia— creo que, complacidos pero también
nerviosos, podemos levantar un vaso (medio lleno) y celebrar lo que
conquistamos. Porque, como se intuye, este artículo debería cerrar con la
frase: «Hay hermanos, muchísimo que hacer». Aunque yo piense inmediatamente en
otra: «Trabajar cansa». Y vaya que cómo. Vamos a ver cuánto es posible. Hasta que
duela.
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