Ante
cada experiencia de la vida como ante escenas filmadas o televisadas, Diego
García ejerce la fuerza de su mirada y la de su palabra. Por momentos se trata
de un mundo en el que, por su proliferación, las imágenes y los discursos han
dejado de ser símbolos para pasar a ser nada, se han vuelto materia del
inconsciente, a la vez que materia de pura superficie sin revés.
El
poeta observa y recorta, fragmentos de esa materia a-significante, y hace algo
con ellos. Se trata, desde la austeridad del objetivismo de los ochenta y los
noventa, desde ese tono seco y desapegado, desde la desfachatez del pop que
clama por belleza y felicidad sin conflicto aparente, de construir el reverso
de los cuadros de Lichtenstein, ese pintor del pop que tomaba escenas de los
comics y los agrandaba hasta proporciones inverosímiles para hacerlos decir
otra cosa, al mismo tiempo que exponía una maestría técnica que dejaba huella
de los medios de reproducción. En esa distancia entre lenguajes se juega una
distancia estética fundamental que García calibra en todo su peso: no se trata
ya del realismo sino de la verdad, en tiempos en que “nada parece verdad y
tampoco importa”. Pero no hay lecciones para dar: Diego García se atiene a un
gesto estético que saca de lo mínimo todo su poder y expone un estado de cosas.
La superposición-distancia de estos dos mundos, el de la vida y el de las
pantallas, hace que se señalen mutuamente, se imbriquen, en un lenguaje
trabajado en el montaje que implica al lector en un esfuerzo de descatalogación
de los sentidos dados, del reparto de lo sensible constituido como lugar común,
un temblor o un vaivén. En esa exigencia de lectura instala esa verdad como
captura o insight,
como golpe de ojo, o choque con la frase o el verso, al mismo tiempo que
emancipa a su lector: no explica, señala; no denuncia, dice.
Ese
es el núcleo del trabajo poético. Esa es la salida también para la poesía
contemporánea, una que arma una potencia poética ahí donde la imagen y la
palabra parecen estar completamente cooptadas. Lo hace por medio de un trabajo
hecho con un bisturí de exactitud que arma las frases como piezas de relojería,
cortando lo ya dicho en el lugar menos esperado y empalmándolo con otra cosa
para que surja lo nuevo, lo que hay aún para decir.
El
lenguaje es austero, mínimo, los versos cortos, y el corte opera como una
pequeña señal de despertar, despertar del sueño inicuo que es la pantalla que
abarca todo. Así funcionan también las pausas que marcan las barras en cortes
intraversos, para multiplicar la sintaxis y complejizar las frases. Saltan
entonces las chispas de sentido en el sinsentido de los discursos mediatizados
como brotes de verdad en el realismo capitalista, sobre todo porque la
subjetividad también está reducida a mínimo. El recato del yo se define aquí
como un ojo, una capacidad de ver, que es capacidad de enunciar. Ni poesía del
yo ni poesía de los objetos, ni intimidad ni realismo social, ni privacidad ni
política, Diego García construye el tono justo para interpelar lo contemporáneo,
para hacer poesía, para convocarnos una vez más a ser los humanos que se
adueñan de unas palabras propiedad de nadie o de unas máquinas
auto-replicantes, para rescatar las palabras en un mundo en el que “nada parece
verdad y tampoco importa”. Lo hace con una poesía sin autocomplacencia y sin
concesiones, que, con su “lengua fuera de foco”, nos pregunta “¿hay alguien
ahí?”.
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