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miércoles, 1 de octubre de 2025

FLIP: DIEGO OTERO & ERWIN OLAF

 



BACKSTAGE

Una de las cosas que veo es que cada vez es más difícil escribir poesía que no sea en un punto metapoética o autorreferencial; ahora la poesía lo es de maneras muy variadas, sofisticadas, tácitas o sutiles. ”Quizás el mundo cambia a tal velocidad que a la poesía solo le queda observarse a sí misma para tratar de entender cómo esa velocidad lo afecta todo. En todo caso ese era el tipo de preguntas que me hacía al pensar en escribir sobre el ejercicio de la propia poesía, sobre la tradición o sobre poetas con nombre propio.

La relación entre la poesía y la política es complicada, me parece. En primer lugar, y eso es algo que solemos olvidar, es una relación que se juega en el lenguaje, en cómo te colocas tú como escritor de poemas frente al lenguaje que impone el sistema, digamos. Después está el asunto temático, de cómo lo que dices como escritor de poemas aborda lo político. A mí me da la impresión de que se le da demasiado peso al asunto temático, casi como si la calidad artística de un libro se definiera por cuan nítidamente ilustra determinadas agendas o causas. O por cuan eficazmente se enfrasca en indagaciones sociológicas.  Pero esos no son valores artísticos. Es pura instrumentalización política, instrumentalización que el mercado, por supuesto, detectó primero que nadie y canibaliza como sabe hacer, como siempre.

A veces nos olvidamos de que la literatura no está aquí para resolver nuestros tremendos dilemas identitarios. La literatura es otra cosa: no resuelve nada. Dicho eso, creo que el humor, la sátira y el absurdo son elementos que ayudan a construir un proyecto artístico en el que lo político es un eje. Son elementos que ayudan a salir del lugar del sermón o del chantaje emocional

(Fragmentos de una entrevista con Jota Picón, visible en: https://tiempodeveda.wordpress.com/2022/03/24/diego-otero-mi-unica-bandera-mi-unico-objetivo-a-la-hora-de-escribir-pasa-por-el-deseo/)

 

LO QUE NOS QUITARON LOS NOVENTA Y NADIE SE ATREVIÓ A RECLAMAR 


A veces

imagino que son de nuevo los noventa. Y que

estamos todos bailando felices y livianos en el descanso de una escalera inusualmente amplia.

Y que de pronto cualquiera de nosotros se detiene

por un instante bajo la bola de espejos

y pregunta: ¿y qué había en el piso de arriba?, ¿de dónde es que venimos bajando?


Nadie más desagradecido

con la muerte que los vivos, responde una voz, así, sin contexto, como salida

de un parlante

en una habitación vacía.


Pero la música

era más o menos fea y la tristeza terminaba siempre poniéndose un poco

delincuencial.


1991 y un par de cigarros sueltos a las siete

de la mañana. Un Volkswagen blanco completamente cubierto de humedad.  Una chica de pelo negro

que voltea hacia la calle y entrecierra los ojos como para diferenciar lo que quiere ver de lo que no


y alguien, en el asiento de atrás,

que nos devuelve de golpe al presente:

En las películas malas nunca faltan arenas

movedizas,

dice, con una mezcla de risa

y náusea.

 

–Imagínate si encima tu ciudad fue construida en el desierto.


En fin. Mejor entremos de nuevo

a una discoteca. O mejor vayamos caminando hasta el malecón.


Bizarro, Bauhaus,

la onda expansiva del ruido blanco:::::cruces sobre cruces de tape en todas las ventanas.


Parece que estamos buscando a alguien que no podemos encontrar, te dice una chica que súbitamente es muy amable, y sonríe,

la tercera vez que se cruzan en el estrecho pasadizo del

2007. Sus ojos aparecen, desaparecen y vuelven bajo la secuencia de resplandores y sombras

y bases

y estruendos.

A partir de entonces

la noche es solo tuya: todos los que esperaban algo

al borde de la pista de baile se han convertido en ceniza, en puchos aplastados, en la silenciosa madrugada que zumba en los oídos,

en las flores intangibles del sueño.


O puedes también elegir fugar tú solo, sabiendo


que si no lo haces

tu cuerpo podría despertar perfectamente consciente pero hecho pedazos, repartido en una cadena de habitaciones que has visto o imaginado y ahora quieres dejar atrás antes de que tus ojos se detengan en cualquier detalle que las haga más verdaderas.


O puedes también elegir fugar tú solo.


Aunque esa posibilidad quizá sea

un poco

menos verosímil. Y caminar con las manos en los bolsillos de tu casaca azul,

y mirar las líneas de la vereda como si miraras la ciudad desde un avión.




NOCTURAMA 


Un auto de policía llega a la escena del crimen. La escena del crimen está marcada con un aspa

en el centro de la página en blanco: un avión cruza ese espacio como un breve acontecimiento de luces en la oscuridad


y su sombra cubre unos segundos la cara de una mujer que mira un punto fijo:


un punto fijo

que nosotros no podemos ver. Y la circulina que gira nos ciega de pronto. Rojo y azul. Rojo

y azul. Sobre los muros

grises y las fachadas blanquísimas.


Necesitamos algo que nos eleve un
poquito. De otro modo tendremos que permanecer aquí, y seremos siempre sospechosos de algo. Sospechosos incluso para nosotros mismos.


Una, nada más que una sensación de fluidez:

la imagen de un skater deslizándose sobre un tumbo estático de asfalto: solo se escucha el ruido de las ruedas

que giran y saltan

y golpean suavemente en el declive de la pista.

El tiempo ha pasado, piensas. Las cosas no han salido exactamente como tú lo hubieras querido. Pero un auto

de policía ha llegado

a la escena del crimen –¿porque tú estás ahí y lo viste todo?, ¿porque

fuiste tú

quien discó nerviosamente el número?


En algunas especies, cuando la manada descansa,

un ejemplar cumple espontáneamente la función de vigilante.

¿Será el miedo

lo que activa ese rol espontáneo?, ¿qué haremos, al final, cuando llegue el inevitable cansancio y se nos cierren los ojos?


Obviamente estamos aburridos en el Nocturama, le dice un búho a un ocelote, y luego procede

a expulgarse las alas con extrema paciencia: Los visitantes abren los ojos y nos miran

y piensan que no nos damos cuenta de que somos solo parte del magnífico espectáculo de la noche salvaje

y artificial. Pero mi cuerpo no ha sido hecho para esto.

Ahora la mujer calienta sus manos con un café servido en un vaso de plástico. Sirenas e

interferencia en un altavoz. Rojo y azul. Frío.


Ahora recuerdo que anoche estuve en una fiesta en la que sucedieron cosas y en medio de la confusión el DJ terminó degollando al silencio.

Y se entregó.



CONTEXTO (2017)

En el noticiero de la noche vemos que el presidente

es entrevistado por un tipo con cabeza de pájaro.

 

Debe ser una de las noches más frías del año. 

Hemos prendido la estufa y estamos tapados

hasta el cuello.

 

                        Mi esposa pregunta

si la cabeza del entrevistador representa

a un cóndor o a un gallinazo.

                                   

                        No sé, respondo, y

subo el volumen para que el contexto

(las cosas que dicen)

nos ayude a sacar alguna conclusión.

                        Pero todo

lo que brota

del parlante

es muy feo, por eso el entrevistador parece

pronto hiperventilado

y acerca su cabeza a la cabeza del presidente

y le clava el pico en un ojo.

 

                                               La sangre

salta

            hasta cubrir

la pantalla, como

una cortina pesada y

            roja.

                        Y no nos queda más

que apagar. Y volver sobre esa tarde de marzo                                                                    

en que la luz era de un brillo

dorado

limpio. Y en la que mi hijo de cinco años

corría entre los muebles, y se carcajeaba,

y tiraba al aire una pepa de palta

que giraba como un pequeño planeta

o de repente solo como un país.

                       

                                    Un país

arrasado.

 

                                     Un país o una pepa de palta

que debería seguir girando

en el aire del departamento, cada vez

más lentamente, hasta el punto de convertirse

en la única excepción del mundo

a la ley de gravedad.

 



AUTOANIQUILIACIÓN, UNA PARÁBOLA

El hecho de que las autoridades clausuren los bordes de los puentes,

los acantilados y los techos con láminas de acrílico

            transparente

no va a impedir que los suicidas

encuentren el

camino.

                        Pronto esos acrílicos

quedarán como documento de una

“inocencia” pública:

            el apetito de la tierra

carece de remilgos frente a los síntomas de la

enfermedad social.

                                               Los involucrados

tampoco echan al traste los huesos del

faenón: se los chupan, eructan, y

la basura termina en el

mar.

                                    Todo

es un poco como ir al kiosko y pedir

el periódico del día, y esperar

que el periodiquero te dé siempre dos

opciones: ¿quieres el diario

en el que nos va más o menos bien

o el diario en el que nos va calamitosamente

mal?

                        Y tú le dices, porque

estás muy cansada, que mejor

solo ves los titulares

de ambos mientras

empiezan

a llover fichas

plásticas

de algún juego

que no conoces.

                                    (Esas fichas, esos miles

o millones de fichas, hay que decirlo, terminarán también en el

mar).   

 

            Pero en unos años, cuando todo haya terminado

y la ciudad haya crecido mucho

hacia arriba gracias a una dieta

balanceada y con insumos de primera

–y mucho a lo ancho un poco como

cuando alguien se alimenta de chatarra–,

sobre las láminas de acrílico

inútiles y sucias

los más jóvenes pintarán con spray unas palabras

parecidas al grito en cuyas ondas sonoras

viaja una flecha de punta encendida

hacia la noche

cerrada.

 

 
NUEVOS DEBERES DE LA POESIA PERUANA

   Si vamos a hacer que alguien regrese de la muerte, tenemos que colocarlo

al timón de un bus escolar.

                                    Un bus que lleve escritas las palabras

ser

vicio

escolar.  Si tenemos que decir que vivimos en Lima, debemos

decir que vivimos en el Califato

de Lima.

 

La poesía peruana no se permite risas grabadas al final de cada

            verso

            pero podría:

                                    ese detalle de tecnología

vintage

promete convertir nuestra proverbial desazón

en un santuario

de incrédulos.

                                    Son feos los lugares

en los que el amor es difícil.  O está prohibido. Y aquí todavía

juramos que la Torre de Marfil

estaba libre de abusos, injusticias

y atrocidades.

                        Mejor es comprobar que la física nos provee de una rama

florida:

            cuando un cuerpo

alcanza determinada velocidad se convierte en arma.

O en ilusión.

O en un buen motivo para moverse también.

 

                        Si vamos a hablar del holograma electrizado, inestable,

de Toño Cisneros

circulando bamboleante por Comandante Espinar

o Berlín,

tenemos que decir que al cruzarse con el holograma nítido

                                               de Washington Delgado

se dan un abrazo

y se atraviesan o se funden o

se traslapan en ese abrazo: se convierten

en un solo poeta, nuevo,

que ya no es holograma.

                                    A esto se le puede llamar fantasía, incluso

fantasía queer,

pero también tradición.

                                    En la publicidad prostibularia

la palabra modelo es un eufemismo para

puta, y la palabra poeta

un eufemismo para ese paracaidista

que abre la campana de tela

en el cielo de la noche

y mira hacia abajo

y no sabe

si esa cosa pequeña y luminosa que va

creciendo es una fiesta

o la guerra.

 

 


EL CALIFATO DE LIMA

 

1.

Porque somos demasiado desconfiados es

que lo vemos:

                        se pone de pie frente al

espectáculo del sunset del verano y se coloca

el turbante con estilo y

lentitud.

 

Nosotros no tenemos voz ni queremos

tenerla. Nos comunicamos por los ductos

del edificio:

                         los ductos

son nuestras gargantas, y decimos

lo que dicen el paso del tiempo o las condiciones

meteorológicas.
    

Decimos luz natural que destiñe la tapa de un

libro, decimos aire. Pero

también decimos cosas aparentemente

descontextualizadas:

 

soplido de hielo antártico, explosión.

 

 2.


A la pregunta de si prefiere una mano invisible,

una mano negra o una mano dura, él responde que

la única mano posible no es exactamente

blanca pero está cubierta

por un guante blanco:

                                    es decir: 

es la mano de un mago. Una mano cuyos

dedos largos y finos empujan al ciudadano que tuvo “mala

suerte” o “escasa disciplina” hacia el agujero

negro de un cráter y nos hacen

creer que se conducen

a un bosque

en un chasquido.

 

3.

Acá usamos sobre todo los ojos, menos mal. Y la

cerviz.

            Una cerviz flexible, que

nos permite asentir

y desplazar el cuerpo

por las zonas en que el edificio se vuelve

angosto como la madriguera

de un topo o el ojo

de una cerradura.

 

4.

 

Porque somos demasiado desconfiados

es que oímos el engranaje

de sus pensamientos.

 

            Es como un motorcito y dice que la sola idea

del cemento levanta muros

y proyecta ruinas.  O dice

que la sola idea de Dios

es un estudio

para la lotización

del infierno.

                        Nosotros oímos el ritmo

industrial, insaciable, del motorcito en las zonas

inferiores del edificio 

mientras él contempla el espectáculo del sunset tras

la mampara de doble altura del penthouse y cobra

eso que llaman

gastos de representación.

 

5.

 Llegados a este punto quizá sea pertinente preguntarnos hacia dónde exactamente estamos yendo. El viejo crítico literario que me parasita y que despierta por temporadas (como un oso que hiberna con el estómago vacío) quiere saber por qué, por ejemplo, este poema lleva por título El Califato de Lima. Qué es El Califato de Lima. ¿Un chiste? ¿Una caricatura de la opresión y el fundamentalismo que asoman sus cabezas de papel maché por encima de una nomenclatura de dudosa incorrección geopolítca?  ¿Se debe presumir que en algún lugar, encaramado sobre algún púlpito o alguna bóveda, hay algo así como un Califa? ¿O el Califa es ese energúmeno que ya hemos conocido?  Y by the way, ¿esa voz colectiva, ese “nosotros” que conduce el discurso, no es acaso la voz del indigno que sabe olfatear la indignidad de los demás? ¿De todos los demás?

 

6.

Quizá la única forma de responder (o por lo menos de ubicar) estas cuestiones es poniendo pausa y mirando un detalle particular del poema, que muestra la panorámica de un edificio gigantesco cuyos frentes ven, por un lado, la cordillera Occidental de los Andes, y por el otro, el Océano Pacífico. Pero lo importante no es tanto la dimensión vertical del rascacielos sino el penthouse que une ambos horizontes –cordillera y mar– y que funciona como centro de operaciones de lo que parece una especie de institución diseñada entre otras cosas para ver el skyline dorado,

salmón y

violeta

que nos vuelve a todos

un poco idiotas mientras él se pone

el turbante

                        en silencio.

 

El silencio es imprescindible para una adecuada contemplación:

 

desde tan arriba todo es hermoso, incluso Lima.

 

 

(De El Califato de Lima)

 


Maurizio Medo. INTENSIDAD Y ALTURA LA POESÍA PERUANA, HOY.

 

Para mí, el trabajo de hacer un poema es su propia recompensa.
MARIO MONTALBETTI


En una conversación con Javier Torres Seoane, Mirko Lauer, en el programa #ElArriero (https://www.youtube.com/watch?v=-B4LyaKBPxU), recordaba la «obligación moral» que le despertó un pedido de Javier Sologuren: «Nunca dejes de escribir poesía. Tienes que escribir», le dijo el severo Sologuren, como lo califica el propio Lauer.

No creo que Javier —y más aún conociéndolo como lo conocí— pretendiera ejercer una ética de maestranza ni atribuirse la autoridad de condenar a cualquiera a esa cadena perpetua de escribir. Mucho menos endosarle semejante peso a todo incauto que se cruzara en su camino.

En la misma charla con Torres Seoane, Lauer comentó que, después de haber escrito Ciudad de Lima, alcanzó cierta paz gracias al indulto de Rodolfo Hinostroza. Este, desde París, le escribió: «Ya has demostrado que puedes escribir un buen libro de poemas. ¿Ahora quieres demostrar que puedes escribir otro más?»

A mí, Sologuren también me hizo alguna vez la misma exhortación. Y, sin contar con un consejero lobo disfrazado de Pepe Grillo, la tomé muy en serio. No importaba que algunos autores hubieran asegurado su nombre en la posteridad con un solo libro. Como le ocurrió a Lauer, esa palabra «nunca» resonó en mí, y la única manera de comprender cabalmente las expectativas implícitas fue imaginar al capitán Willem Van Der Decken, encaramado en el puesto de mando del Flying Dutchman.

Por ello, y pese a tener un «plan de obra» —que he modificado cientos de veces— me aterraba llegar al final del mismo. Cuando no había nada que escribir y apenas «salía espuma» —tal vez, como habría dicho Belli, por una conspiración de los hados— el peso de esa obligación me llevaba a buscar otros recursos para persistir. Obcecado, seguía adelante sin saber con claridad cuál era el objetivo, más allá de aquella palabra «nunca». A veces «escribía en el aire» a través de la edición; otras, más resignado, lo hacía desde la docencia.

Pienso en Sologuren y, casi como un reflejo, se me impone la imagen de Carlos Germán Belli. Como si también hubiera sido evocado. Tal vez,  porque, para ambos, la idea de «ser poeta» estaba escrita con la paciencia de un amanuense, decidido a trabajar lejos —muy lejos— de cualquier jefe. Los tiempos en que Sologuren pedía a quienes fuimos jóvenes que no cejáramos en el oficio parecen hoy pertenecer a un universo distinto. Ahora vivimos en otro, marcado por la lógica del ciberespacio y la «gerencialización» autoral.

Concluí el plan de mi obra —hoy observo las rumas de escritos por editar— poco antes de que el autor se convirtiera en «creador de contenidos». Hoy se espera que el escritor esté presente en las redes, no como alguien que existe «detrás de la firma», sino como un entertainer, tal como advirtió Martín Rodríguez Gaona: alguien que, de cara al público, glamouriza episodios traumáticos en una neolengua cambiante, cada vez más terapéutica, con la que espectaculariza lo infraordinario.

Ser únicamente un autor ya no significa nada. En las esferas editoriales —como señala Vicente Luis Mora en un post— el modo de presentar a un escritor es copiar su avatar en redes y añadir el número de seguidores (por ejemplo, 80K). Ni el nombre ni la obra importan: sólo su valor en redes. No resulta exagerado afirmar la pérdida de valor de lo escrito, pues una obra —cualquiera que sea— no puede «algoritmizarse», como observó Berta García Faet al referirse a la poesía de Mariano Blatt. Su «valor» en las redes dependerá, en todo caso, de su capacidad para funcionar como excusa de interacción, incluso para romper el hielo en Tinder. Fuera de la dictadura del Like, la obra enfrenta un nuevo obstáculo: los lectores.

Una investigación publicada en Nature Scientific Reports puso a prueba a un grupo de lectores, quienes debían elegir sus preferencias entre textos de autores como William Shakespeare, Geoffrey Chaucer, Walt Whitman, Emily Dickinson, Samuel Butler, Lord Byron, T. S. Eliot, Allen Ginsberg, Sylvia Plath y Dorothea Lasky, frente a composiciones generadas por IA. El resultado: valoraron más las incoherentes piezas producidas por la máquina. El experimento demuestra que el lector actual, antes que apostar por la «extrañeza» de un texto original, prefiere la «transparencia» de textos previamente «domesticados», para usar el término de Lawrence Venuti.

No se trata de desempolvar nostalgias ni de repetir el «todo tiempo pasado fue mejor» —después de googlear las coplas de Manrique— ni de culpar únicamente a Internet. Raymond Williams ya reconocía a comienzos de los años ochenta que cualquiera podía mirar una danza, contemplar una escultura o escuchar música, mientras que el 40 % de la población mundial seguía sin tener contacto con la palabra escrita, porcentaje aún mayor en épocas anteriores (1981, p. 87).

Por eso, como lector formado a finales del siglo XX, deposité muchas expectativas cuando, a inicios del XXI, buena parte de la escritura en España y América Latina empezó a «desliteraturizarse». Al abandonar lo puramente estetizante, los textos arrastraban hacia su órbita referencias factuales o nominales que incitaban al lector a verificarlas en buscadores, asegurándose de que no fueran datos ficticios. Autores como Angélica Freitas, Xel-Ha López Méndez, Daniel Bencomo, Maricela Guerrero o Diego L. García —quienes en su momento aparecieron en Transtierros (https://transtierros2.blogspot.com/)— provocaron sorpresa no porque fueran «nuevos», sino porque resultaban diferentes frente al canon dominante.

Aunque este proceso quedó registrado en los volúmenes de País imaginario: escrituras y transtextos, los reflectores se dirigieron más hacia la alt lit estadounidense. En nombre de la Nueva Sinceridad, sus autores publicaban registros de chat de Gmail, macros de imágenes, capturas de pantalla o tweets, presentados luego como poemas o novelas. Muchos aparecieron con el sello Muumuu House, tras irrumpir en la escena con un brochure que reunía publicaciones web, e-books de descarga gratuita, textos en blogs y, sobre todo, la figura o el perfil del autor como marca. Desde entonces, esta literatura prêt-à-porter, en la que el Yo se exhibía como una jurisdicción biológica fuera de la ficción, sacrificó la elaboración artística en favor de la inmediatez. La apuesta de la alt lit fue, como precisó Megan Boyle, «escribir como en internet, pero sin internet», respondiendo a la exigencia de producir «en tiempo real» con lo único disponible: el Yo.

«La literatura —ponderaba Gabriel Zaid en 2004— no es, ni tiene por qué ser, monotemática, menos aún con un tema tan limitado como el yo. La mayor conciencia del yo sobre sí mismo, sobre la obra, su recepción o el éxito, puede inhibir los impulsos creativos (si son débiles), volver cínicos a muchos inocentes o facilitar la desbordada producción de obras mediocres, aunque acreditables como capital curricular».


Tras dos o tres décadas de letargo, en las que la selfi-poesía instagramática parecía imponerse como norma, hoy la escritura en el Perú atraviesa un momento especialmente interesante. Y no se debe a una confluencia astrológica, sino a la labor de varias editoriales independientes —pienso en Álbum del Universo Bakterial, La Balanza, Personaje Secundario, Intermezzo Tropical, Máquina Purísima, Parque Vacío, Cepo de Nutria y, ¿por qué no?, El Laboratorio— que, según su credo y particularidad, han revalorizado la noción de propuesta sobre la de producto. Así han generado un espacio que rompe con la militancia generacional y abre paso a una dinámica intergeneracional, con un amplio abanico de referencias.

Ese espacio permite que un autor como Mirko Lauer, ya libre de la condena impuesta por Sologuren, continúe desarrollando su sorprendente inventiva, mientras emergen voces como María Belén Milla Altabás, Paula Bruce, Celeste Del Carpio Bramsen, Michael Prado, Paloma Yerovi Cisneros, María Luz Castañeda, Jasmín Carmina, Diana Moncada, Ana Carolina Zegarra o Maritza Mejía. Y al mismo tiempo, poetas ya consolidados siguen reinventándose: Carlos López Degregori, Osvaldo Chanove, Rafael Espinosa, Victoria Guerrero, Emilio Lafferranderie, Teresa Cabrera, Jorge Frisancho, Roxana Crisólogo, Diego Otero o Humberto Polar. 

No obstante, como ya advirtió el joven Borges en las primeras décadas del siglo XX, la «escena» estaba marcada por cierta autorreferencialidad: «Todos quieren realizar obras apelmazadas y perennes. Todos viven en su autobiografía, todos creen en la personalidad, esa mescolanza de percepciones entreveradas…» (1997: 123).

En la alt lit, esa autorreferencialidad adoptó un carácter casi esotérico, como «código privado» dentro de pequeños círculos urbanos (Sontag, 1964: 4). Lo que ofrecía eran las performances del Yo, más cercanas a un reality show en vivo que a una poética neorromántica. Desde ese contexto surgieron fenómenos como Rafael Cabaliere —esfumado tras ganar el premio EspasaesPoesía del Grupo Planeta—, la instagramer Rupi Kaur (Milk and Honey vendió más de 2.5 millones de copias en 25 idiomas y permaneció 77 semanas en la lista del New York Times), o autores como Irene X, Lily Dawn, Nekane González, Benji Verdes y Frank Hilton. En muchos de ellos, el poema dejó de ser un pretexto de creación y pasó a ser mero texto, a menudo fragmentario, utilitario y centrado en experiencias —preferentemente traumáticas— recicladas como evocaciones instantáneas. Textos que responden a las mismas exigencias del ecosistema de Instagram o X. Pero la escritura, insisto, es otra cosa.

De ahí mi satisfacción con el título de Braulio Paz, La escritura quedó aquí, anticipándose quizá a este desenlace. Paz mismo acaba de enviar a imprenta su nuevo libro, Las arenas rojas (ver: https://transtierros2.blogspot.com/2025/09/el-libro-se-empezo-gestar-en-2016.html).

Cuando comencé a escribir —poco antes de que Sologuren, sin proponérselo, me condenara a esa cadena perpetua que comparto con Lauer—, éxito y escritura no compartían el mismo campo semántico. Con el tiempo, la «caducidad prefijada por la industria (también la del espectáculo)» trasladó esa lógica a la poesía. El mercado nos impuso la obligación de reunir escritura y éxito, trivializando lo escrito en favor de la viralidad. Frente a ello, hice mías las palabras de Eduardo Milán: «Ante la opción de convertirte en un triunfante por encima de todos los demás, que finalmente es la mentalidad del capital, yo prefiero elegir lo otro. No la derrota de la vida, sino la derrota frente al triunfo». Quizá en esa línea de pensamiento se inscriba la sentencia de Paz: La escritura quedó aquí, como la voluntad de materializar algo interior en una realidad tangible que responde a las exigencias de la historia, incluso a costa de aceptar la derrota frente a la lógica del triunfo.

Hoy, sin embargo, ya no se escribe: se «redacta». La debacle de lo poético comenzó con una campaña de marketing transnacional que intentó reeditar la operación que había encumbrado, décadas atrás, a los «poetas de la experiencia». Esta vez el foco fue Hispanoamérica, un mercado aún virgen de tales manipulaciones. No se trataba solo de reunir autores, sino de imponer la idea de que algunos de ellos, casi analfabetos literarios, podían presentarse como si fueran Cavafis.

El objetivo no fue únicamente legitimar una forma de escribir: también demonizó la incertidumbre —intrínseca a toda exploración— como si fuera un sacrilegio. El resultado fue que, al reducirse los espacios de circulación de escrituras emergentes (por dificultades editoriales), lo alternativo se volvió circuito cerrado, casi autofágico. Pero esa escritura aún persiste. No todo es tuitpoesía, poesía Instagram, poesía juvenil pop o selfi-poesía instagramática que “no escribe sino eslóganes” (Rogelio López Cuenca). Como señala Enrique Winter, la situación es tal que incluso las películas comerciales y ganadoras de los Óscar presentan hoy complejidades narrativas e imagéticas mayores que buena parte de la poesía actual.

Hace veinte o treinta años, reunir palabras —incluso destruyendo la linealidad del lenguaje convencional para crear otra textura, casi estereofónica— respondía a un propósito claro: atender las exigencias que originaban el poema, aunque solo cuatro lectores las captaran «al vuelo», como diría Pound. Esos cuatro no serían conocidos por la multitud, pero el poeta asumía un imperativo ético: poner en práctica la contemporaneidad de la poesía, intervenir en las circunstancias sociales y culturales de su tiempo, trabajar con los materiales lingüísticos del presente, aunque ello implicara derribar la normativa de un género.

Pensaba tratar un segundo aspecto, pero está directamente vinculado con el primero: el papel del editor. Hasta hace poco, su labor —confundida con la del impresor— era caótica y desbordante. Hoy, en cambio, el editor ha recuperado un rol central: la curaduría. Esto ha permitido que la crítica —tantas veces reclamada— se ensucie las botas, abandone el escritorio y se adentre, junto al autor, en el lodazal germinal de una propuesta. Hoy la crítica no solo se escribe: se discute, se puntualiza, se argumenta. Y los resultados están a la vista.

Con ello, la figura del «poeta padrote» se ha desvanecido. Ya no existe un «poeta más importante del Perú», ni sus epígonos, en un país que apenas existe, pues sus autoridades parecen empeñadas en derrumbarlo. Tal vez por fin comprendimos que el éxito de una obra no depende del lector, sino de su capacidad de ser, de experimentar, de existir en el mundo.

No tengo muchas dudas. Hubo un tiempo en que, como poeta, «me fui del Perú» en los momentos más sombríos de su letargo. La única crisis verdadera en la poesía es la ausencia de crisis. Hoy, en cambio, puedo observar con la distancia suficiente lo que ocurre. Cuando no estoy afuera, estoy abajo, en el lodazal. Y aunque mi camino vaya por otros rumbos —esa es otra historia— creo que, complacidos pero también nerviosos, podemos levantar un vaso (medio lleno) y celebrar lo que conquistamos. Porque, como se intuye, este artículo debería cerrar con la frase: «Hay hermanos, muchísimo que hacer». Aunque yo piense inmediatamente en otra: «Trabajar cansa». Y vaya que cómo.  Vamos a ver cuánto es posible. Hasta que duela.