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sábado, 6 de septiembre de 2025

ISMAEL BELDA. LA UNIVERSIDAD BLANCA

 





Si en el año 2014 el libro La Universidad Blanca (
Ediciones La Palma) del valenciano Ismael Belda (1977) no figuró — hasta donde sé— entre los mejores libros del año, no fue debido a una oscura estrategia de la Guardia Pretoriana española, que la hay, fue por lo que pareció ser, a la luz de los años, un esfuerzo sistemático realizado por el propio Belda —lo cual nos hace quererlo más. Pero libros así, y más ahora, en medio de esa oleada de escritura oligofrénica protagonizada por los tardoadolescentes y anteincertidumbrosos, no deben de dejar de conocerse y ponderarse. Para los más suspicaces: no conozco a Belda. Apenas le escribí una vez convocándolo para un libro que nunca apareció. La Universidad Blanca es uno de esos pocos libros que, en lo que va — o se padece— del siglo, DEBEN conocerse, aún a través de medios tan rudimentarios como este humildísimo blog.
MM



La Universidad Blanca 




INTRODUCCIÓN

 

El pobre autómata, cubierto de su pobre piel sintética,

se adentra en húmedas comarcas boscosas

al volante de su coche blanco.

Pasan de largo carteles de campings (negros, con las letras amarillas),

hoteles muertos con forma de chalets suizos,

pequeños ciervos en pleno salto inscritos en triángulos amarillos.

El valle es una herida que canta himnos de alabanza,

es una herida de donde brotan las formas

para volver a hundirse interminablemente.

El cielo es del color de un hipopótamo.

 

El bungalow del autómata se llama Carcasona.

¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿De dónde ha surgido ese viento invisible

que le secó por dentro y le empujó hacia las tierras bajas?

¿Es un viento que nació en una encrucijada?

¿Que nació en una bifurcación del país del tiempo?

El bungalow está lleno de arañas amables y algo tímidas

que observan al autómata desde el rincón con sus ojillos tristes.

La primera noche es como restregar la cara contra el musgo.

La primera mañana, de camino a las duchas,

el autómata encuentra a Rosamunda.

 

Tiene las rodillas felinas que hacen inmediatamente fascinante

a cualquier desconocida. Lleva unas gafas empañadas, casi invisibles,

que no hacen sino incrementar su encanto por momentos.

Se ríe sin razón aparente, cuenta anécdotas claramente inventadas, se arregla

el pelo con dedos finos de extremos sonrosados.

Básicamente, no se acuerda de nada.

Por el camino los dos se pierden, bajan una ladera, siguen un río marrón, llegan

a una espesura en cuyo oscuro corazón hay una fuente

custodiada por una enorme mujer de luto con armadura y lanza.

Qué venís a buscar, dice la giganta.

Rosamunda y el autómata se miran extrañados.

No venimos a buscar nada, dicen.

El agua de la fuente está tan fría que duele.

Los dos beben hasta saciarse y más aún.

Esa noche, en el bungalow de Rosamunda (llamado Flora),

los dos practican el sexo haciendo uso de múltiples posturas y caricias

aprendidas en libros y en sueños.

 

El camping está desierto. El otoño

lo deja todo un poco más oscuro, más callado.

Rosamunda, como oscuramente embarazada, también calla.

El autómata, que vive con el temor de que se descubra

su naturaleza robótica,

pasa los días y las noches con ella.

Una tarde, en lugar de hacer el amor, el autómata se tumba boca abajo

y ella le acaricia la espalda con las puntas de las yemas

mientras pequeños escarabajos chocan

contra la lámpara de la mesilla

y después patalean boca arriba como juguetes estropeados.

Los dedos dejan estelas de luz dorada sobre la piel del autómata.                            

Se forman sonidos como de estelas de barcos, de gallardetes, de velas panzudas, de mapas,

y poco a poco todo empieza a formar un paisaje.

Y así es como la historia de Rosamunda penetra en el autómata.

 

 

 

LOS MUERTOS

 «Soy un clérigo andrajoso que se desliza por las paredes»,

 dice el niño al acabar el puzle. En el cielo, tras las ventanas,

 aviones plateados trazan líneas de vapor y de cristales de hielo.

 «En Plutón. Allí han vivido en la oscuridad y el frío.

 Para cada uno que llega, la misma noche en fuga hacia el

espacio exterior.

 No podemos imaginar el horror, el rechinar de dientes.

 O quizá sí podemos».

 La Coca-Cola del niño se retuerce en lentos hilos translúcidos

 entre los hielos.

 Tiene el pelo húmedo y pegado a las sienes

 y la venda que cubre el muñón de su mano

 está levemente manchada de sangre.

 «Han construido naves. Han construido ciudades otantes.

 Quieren tomar posesión de lo que es suyo. Del azul, del verde,

 del hondísimo amarillo.

 Vienen del nal del sistema solar».

 Mientras el niño habla yo observo a dos muchachas de una mesa
cercana

 que se besan y que juegan por debajo de la mesa.

 El contacto entre sus lenguas recuerda al oleaje del mar, recuerda

 a nubarrones de tormenta.

 «Yo o cio en una tarea sagrada.

 Salvo grandes trozos del mundo y los pongo fuera de su alcance.

 Al menos por el momento, retraso su venida».

 Las dos muchachas sonríen maliciosamente sin dejar de besarse

 (algo ha ocurrido bajo la mesa).

 El niño susurra una palabra: «Venetia».

 «¿Qué pasará cuando vengan?», pregunto.

 «No lo sé», responde el niño. «Todo cambiará.

 Quizá todo será demasiado distinto. Quizá es imposible que sea
malo».

 El puzle, contra lo que pudiera pensarse, no es El triunfo de la

 Muerte,

 sino una reproducción de la segunda Torre de Babel,

 esa que parece quemarse desde dentro con una llama inacabable

 

 

                                                                                                                                                                                                              Fotografía de Mathieu Stern



EL AUTÓMATA TOMA HABITACIÓN

 El autómata toma habitación

 en un hotel de California. Pregunta en recepción

 por Rosamunda. No se aloja aquí, le dicen

dos muchachas gordas y felices; una de ellas

 enormemente inteligente, piensa él. Se fue hace varios días, lamentan.

 Ojalá que tengas suerte, le dice la otra.

 En los pasillos, sus pasos no se escuchan. Sólo un rumor

 de máquinas al fondo de la mente hace

 temblar un poco las paredes en la yema de los dedos.

 En la piscina, parejas de ancianos perfectos sonríen

 a las pequeñas sombrillas de sus daiquiris. Nadie

 habla en voz muy alta. El cielo de Los Ángeles,

 a la tarde, tiene la suave precisión que uno espera siempre de los

 cielos.

 (Uno siempre queda defraudado. Pero no aquí, no aquí, aquí no,

 Rosamunda.)

 Es de noche. Las reverberaciones de la piscina

 se entrecruzan en los rostros, en los muros,

 danzan una danza que el autómata conoce, e interpreta.

 Hablan de los caminos del país del tiempo, hablan

 de los vientos que eternamente soplan y soplan, cantan y cantan,

 empujan guras minúsculas a las landas del otro lado.

 Las ondas de luz de la piscina saben estas cosas,

 y algunos ancianos, que beben mai tais y piñas coladas,

 lo saben también. Buena gente, piensa el pobre autómata

 adolescente.

 Su habitación es roja y tiene una pintura enmarcada

 de una gigantesca ola en el mar. En la cresta de la ola,

 un hombre diminuto en una tabla de surf. El autómata se acerca.

La cabeza del hombre está al revés, o eso parece. Tan sólo hay pelo

 donde debería estar su rostro. En la televisión

 el autómata ve varias obras maestras del cine.

 Nuestro amigo espera días, semanas, bebiendo él también

 vesper martinis, mojitos, manhattans, mai tais, margaritas.

 Conversa con ancianos de innita sabiduría.

 El alcohol, tristemente, no le vuela su pobre cabeza de plástico.

 Si acaso le pone más sobrio, le hace ver la realidad:

 un humo estroboscópico que asciende de todas las cosas.

 Cuando se acuesta, sueña con el hombre cuyo rostro es una nuca.

 Pasea por Sunset en crepúsculos interminables. En el cielo, a veces,

 se libran batallas carmesíes entre ejércitos secretos. Todo el mundo

 lo ve. Todos hablan de ello.

 De lo más alto de una palmera muy delgada

 un pájaro mecánico alza un vuelo rutilante y se funde

 con la estela de un avión. Todo hace señales.

 Las delicadas hierbas que rompen el asfalto al pie de las verjas

 dobladas

 son de una inexpresable belleza, y el autómata

piensa que querría hacer música con ellas, para ellas, si pudiera.

 Una niña, en Pico con La Brea, le dice tú no eres de verdad.

 El autómata no sabe qué decir. Para disimular

 le saca medio dólar del oído a la niña.

 Ella lo coge y se lo guarda de nuevo en la oreja.

 Es rubia. Se llama Venetia. Lleva puesta una camiseta

 con el rostro de Captain Beefheart en magenta y amarillo. Le

 pregunta

 ¿vivirás eternamente, autómata? ¿O te apagarás un día

 y estarás solo? ¿Estarás solo, pobre autómata

solitario? ¿Estarás solo si vives para siempre?

 A la mañana siguiente,

 el autómata alquila un hermoso Chevrolet Impala azul y piensa

 en su otro coche, su maniático y eufórico coche blanco europeo,

 piensa en la ternura de las máquinas, en el amor lancinante,

 descuartizador, de las máquinas.

 Salen de Los Ángeles, él y su coche, y cruzan el valle de San Joaquín.

 Hay ríos perezosos, vestidos de barro, que se demoran en curvas a

 cuyas orillas

 crecen inmensos árboles y carretas abandonadas. Hay campos de

 trigo

 de donde vuelan pájaros negros con las alas rojas.

 En el aire fresco hay humedad que alegra el rostro

 y una música de Rosamunda, una música desnuda y delicada

 que el autómata no entiende

 pero que con delicia y desgarro ama,

 ama con vergüenza y odio de sí mismo y con grandeza,

 y con felicidad tranquila y éxtasis. Amor humano casi.

 En el Norte empiezan las secuoyas y la bruma, y el olor a mar.

Amar, amar,

 piensa el demencial autómata.

 El coche, poco a poco, se hace invisible.

 Desaparece en mitad de una larga recta junto a las olas.

 

 

EN LA CASA DE LOS PÁJAROS


 El autómata vive con Laura,

 una mujer que algunos años atrás conoció en San Francisco.

 La casa donde habitan está al otro lado del Golden Gate,

 en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.

 Es una blanca mansión victoriana a orillas del mar

 que se mantiene derecha, hermosa y triste

 en un pequeño terreno vagamente cercado.

 En verano, unas altas gramíneas producen chasquidos al sol

 cuando se abren sus vainas y las semillas saltan

 como en pequeñas explosiones.

 De algunos árboles chaparros

 descienden grises pájaros rabilargos, muy despacio,

 como invisibles funambulistas.

 Desde hace ya algún tiempo,

 el cerebro arti cial del autómata

 ha entrado en contacto fatal con algunas frecuencias muy poco

 frecuentes.

 Ciertas voces anfíbracas en su cabeza

 le hacen compañía, le dan conversación, le ofrecen consejos no

 muy extraños,

 como palabras de compañeros de o cina.

 Una de ellas, la primera que llegó,

 es la voz de Drácula, conocido en vida como Vlad Tepes.

 «La vida era aquel temblor de ardicia», le dijo de pronto. El

 autómata

 miró alrededor. Estaba solo. Quizás un mirlo le miraba desde un

 árbol de la calle.

 «Recuerdo el dolor y la belleza», le dijo Vlad.

 «Recuerdo una noche, un banquete en el corazón de un bosque

 de cuerpos empalados,

 a la luz de las antorchas. Era hermoso.

 Echo de menos estar vivo. Yo estaba tan vivo

 y era tan hermoso y estaba tan vivo. A veces

 me acostaba en una cama y soñaba toda la noche».

 Pronto se acostumbra a sus monólogos sangrientos.

 A veces Vlad le pide cosas.

Por otra parte, no hay diálogo real entre los dos.

 El autómata, en secreto, le envidia.

Otro de los visitantes es ni más ni menos que

Donatien Alphonse François de Sade, el célebre marqués.

 Resulta ser una sombra melancólica,

con cierto sentido, a veces, del humor. Extrañamente comprensiva.

 «Trata bien a Laura. Ella te ama. A su edad

 amar así es un lujo que sólo concede un espíritu lleno de luz.

 Olvida a la otra, a la muchacha olvidadiza».

 El autómata, no sabe bien por qué, se emociona exageradamente

 cuando habla con el marqués. Hay algo en él

 que le parece conocer y amar desde el principio de los tiempos.

 «Querría», le dice, «que te quedaras conmigo para siempre,

 Donatien».

 También se escucha a veces

 al fantasma de Kleist, el poeta alemán.

 Es el único al que puede ver en ocasiones.

 Oteando el mar desde el mirador, como una especie de holograma.

Adoptando

 poses románticas en una ventana, con su gura de muchacha

 gorda y

su pañuelito negro en la mano. Un atroz tartamudeo,

 agravado tras su paso al otro lado,

 vuelve imposible cada palabra. «Las maaa… las maaa…»,

 dice el autor de Michael Kohlhaas, de nuevo invisible.

«Las maaa…».

 El autómata asiente, como si comprendiera.

 En la casa hay una placa en la que pone:

 «Lyford House (

 )

Restored in honor of Donald Ryder Dickey 

».


 Por la noche, Laura y él cenan en la cocina, se ríen

de alguna cosa, examinan con cuidado los alimentos.

 La vieja madera de la casa huele bien y tiene cientos de ojos.

 Después están en el sofá, vagamente enlazados. Mirando la

 televisión.

 A Laura le gustan las películas de grandes robos, los programas

 de cirugía.

 Después se lavan los dientes, se meten en la cama.

Tienen ciertos problemas para hacer el amor.

Laura se duerme.

En la oscuridad, el autómata ve formas que se abren y se cierran,

 parecidas

 a anémonas marinas, y piensa en Donald Ryder Dickey, ornitólogo

 y fotógrafo.

 Una vez buscó su nombre en internet. Una foto

 le mostraba, con gafas y camisa impoluta arremangada,

 sujetando por los extremos de las alas extendidas

 a un murciélago en apariencia indiferente a sus manejos.

En

 participó en la expedición Tanager

 a la isla de Laysan (noroeste de Hawaii).

Allí, la tripulación del USS Tanager presenció

 la extinción del pájaro llamado apapane de Laysan

(Himatione sanguinea freethi),

 un ave carmesí que anidaba en el suelo. Desapareció

 de la faz de la Tierra durante una tormenta de arena en la isla.

 El autómata conoce el viento que se llevó lejos a aquellos pájaros.

 Conoce esa tormenta de arena cegadora.

 Conoce el sonido como de autas japonesas que la anuncia.

 Después decide dormir, y sueña toda la noche

 con la sangrienta isla de los apapanes, lejos de Hawaii.

 Cerca de la casa

hay una pequeña ensenada de gruesa arena gris.

 El mar parece sucio allí. Lamas verdes se secan en las piedras.

 Hay un mirador de madera, y en él un banco.

 En el banco, una cita de Ovidio: «With deeds my life was lled»,

y un nombre y una fecha, C
S
L

.

Vivir más, piensa el autómata. Vivir, vivir, vivir. Vivir más adentro,–

vivir más afuera, vivir más, vivir, vivir. «Yo apenas viví»,

susurra Donatien. «Por mucho que la fama me desdiga.

 El verdadero amor, el dolor verdadero y el placer,

 están lejos. Y nosotros pasamos los dedos

por sombras proyectadas en un agua indiferente»

 

 

 

«HAY QUIENES SE MEAN PARA QUE LES DIGAN DOCTOR», INÉDITOS DE HÉCTOR GIULIANO

 


FOTO DE MARTIN PARR


Héctor Giuliano (1947, Murazzano, Italia) publicó algunos textos en la Revista de poesía, dirigida por Juan Carlos Martini Real y otros en 65 poetas por la vida y por la libertad auspiciada por la Abuelas de Plaza de Mayo. Lo sigo en las redes sociales desde hace un buen tiempo y desde ahí testifico cómo Héctor, quizá sin saberlo, ha publicado más de un libro entre post y post. ¿Podría llamarse 
Parte diario?

—Yo nací en Italia —me confiesa — y mis relaciones con ella son de amor y odio. Mis lazos tienen más que ver con lo argentino. Sí hubo algo que me tocó de cerca: fue la pérdida del dialecto que hablábamos en casa, el piamontés. Se fueron muriendo mis padres, con mi hermano apenas nos vemos (vivimos geográficamente muy distantes) y de a poco ese fluir se fue opacando

Yo no me considero ni poeta ni narrador ni nada que se le parezca. Escribo sobre lo que se me ocurre, sin pretensiones ni esperanzas. Vuelco mis fuerzas en trabajos de albañilería, pintura, jardinería y oficios varios. De todos modos, no nos podemos partir por el medio y debemos soportar aquello que alguna vez elegimos. 

 

 

PARTE DIARIO

 

Hay quienes
se mean

para que les
digan doctor,
licenciado,

ingeniero,
técnico,
o gerente
de banco,
señor de las aves
y las nubes,
quien
se revuelca
en sus escritos
y poemas
y boludeces
y clama
por un alcahuete
con culo rosa
y boca dispuesta;
hay quienes
cuentan
y un auditorio se duerme
y en otro
bostezan,
¡vafanculo
con todos!
Le rasco
el lomo
a mi perro
mientras
la seda del ocaso
va lamiendo la quebrada
y mi corazón
goza
del fino aire
y los grillos
me recuerdan
cuanta ceniza
hay en esta tierra
y cuanto polvo
celoso.

 

 

Nada queda
del pasado:
ese muñecote
sin brazo
que Eva
acunó
hasta los quince,
el camioncito
de madera
que me claveteó
y encoló el Nono,
la pelota de trapo,
un juego de ludo
escaso de fichas,
esta navaja mocha
que cambiaría
el mundo
y apenas
corta un flan,
los perros
que nos dieron risa en la desgracia.
Nada queda
de las viñas y los caballos,
los alfalfares
y ese olor
cuando apenas segados,
la libertad en los callejones
y las pedradas,
las zambullidas
en los canales,
las siestas
que nos volaban
la cabeza,
el sol que creíamos cuyano
y era de todos,
los cerros amarillos
que nos encerraban
inexpugnables,
esos terrores fascinantes
de una gran ciudad
que llamaba
entre quebradas,
y el Sputnik del 57
que orbitaba la Tierra
y nos engolosinaba
a las nueve de la noche,
las esperanzas
y su placebo contiguo.
y tantas cosas
que es al pedo
escribirlas aquí.
Nada queda
hoy,
sino esta larga enfermedad
que muestra los dientes
y es presente
y futuro cantado.

 

Mi viejo
desconocía
la razón áurea,
el número uno seguido
de seis decimales,
esa delirante idea
de que las paralelas
se hostigan
en el espacio,
los cuatro dedos
que hacen
un codo
y los setecientos ochenta
codos
hacen a la mar profunda,
el esqueleto
que duda del peregrinar
amoroso,
que Dante dio por cierto,
y debe serlo
si lo dijo él.

Mi viejo
desconocía
el corazón
que amaña
el engaño sensual
y el error
que trasciende
tras la cólera
y el extraví
causado por el hombre sulla terra.
Cuando se le dio por concurrir
a la biblioteca comunal
para desburrarse,
ese viernes mustio
como mercado de esclavos,
lo agarró la guerra
y se lo llevó
a la manera
de un pulpo goloso
que se desembolsa,
embrolla un papel
y lo mete en una urna
donde llamean catástrofes
y se refocilan los peores eolos.
Durante su afectuosísima
permanencia
en un campo de trabajos forzado
en la verde Germania,
no tuvo noticias
de Bach o Beethoven,
menos que menos
de Schiller o Goethe
y apenas pudo respirar
un poco de vida
a través de un ventanuco
en aquella fábrica de caucho
que le cegó un ojo,
le ahumó los pulmones,
lo convirtió
en pingajo hipocalórico,
le dobló las lumbares
y le borró el alma
de un dedazo
para siempre.
Esto fue desde 1943
hasta muy mediados del 45,
preludiando
la Era de Acuario.

 

 

MÓNICA BELEVAN. PALEODROMO

 

foto de Cristina de Middel






Sueños frustrados de editor:

1.    No haber logrado publicar por razones de tiempo, espacio y dinero la obra del poeta ecuatoriano Paco Benavides.

2.   Haber desoído una sugerencia del sociólogo José Luis Vargas: publicar una memoria de los conversatorios de Escribir en el aire aunque sé, en la medida que en el  «centro cultural» que, en realidad es un instituto de idiomas, se nombró a un director para quien el kpop contribuía más a la política que el diálogo, esto habría sido imposible.

3.      No haber conseguido un editor —en los países en que lo intenté— para el libro Paleodromo de mi querida amiga Mónica Belevan. 

Conocí el libro gracias a Paul Guillén y de ahí sólo me quedé con el sinsabor del cierrapuertas editorial. En lo personal, para mí, Mónica, es la voz más auténtica y radical aparecida en el Perú en los últimos 25 años —juegan en su contra detalles (los cito) como «ay, pero es blanca», «¿en latín?, ¿por qué no le dices que escriba mejor en quechua? y otros comentarios de esa índole. Mónica, amén de poeta, es filósofa, ensayista y diseñadora, además de socia fundadora de la firma de arquitectura Diacrítica, con sede en Lima.

Hace mucho que no conversamos. Sin embargo, por lo que la conozco, al leer este post primero se sorprenderá, luego fruncirá el entrecejo y concluirá su perfo con un comento tipo «pero, ¿esos poemas?». Pese a ello no puedo ser tan egoísta de guardar para mí estos textos que, archivados en una caótica carpeta, esperan por aparecer hace 18 años, y más sabiendo que Mónica sabe que, al hacerlo, lo hago sólo por convicción.


Pompas fúnebres para Sforzinda

 Canta, puta, canta

A las sepultureras de Orfeo

Ve si pueden darte lo que a mi me dieron

Boca, paladar, amígdalas y campanilla—

Física y metafísica de la poesía.

 

Ladra, zorra, ladra

A las demimondaines del aúreo musageta

Ve si pueden ya quitarme

El martirio que tus ojos de saeta

Infligieron en éste, tu Sebastián.

 

Clama, perra, clama

A las cegadoras del soberbio citaropatriarca

Ve si pueden ellas darte

Lo que yo te ofrecí

Ve si pueden las sepultureras

Enterrarte, como yo te enterraré

En vida, y en letra, y sobre la superficie de la Tierra

 

Nadie te recordará si/no como al olvido

Más ilustre del peor poeta del país.

 

Retratos incompletos de Lucrecia

 ARCHIMBOLDO: La cara recubierta por las formas lentas y cimbreantes de los frascos, los ojos dos fondos de cáliz, rotos, hondos y resplandecientes de ponzoña; y, para otorgar profundidad al rostro, un crucifijo: que las manos extendidas del Señor marquen el arco tenue de las cejas, y su cuerpo, suave como un pez, deje entrever el rastro de un Padre, varios Hijos y un Hermano.

CRANACH: De éste lado, van los dos primeros: Sforza, escoltado, aquí, por la Verdad, allá, por la Calumnia. Junto a él, el de Aragón, con la impronta sórdida de Cesare, su espejo, al cuello. Y de aquél: el carcelero de Ferrara y la Loba, con las fauces laxas, a sus pies.

BOTICELLI: Pletórica e implosiva, como una presa de la peste, mas desecha en brotes, sombras, bulbos y celajes. La cabellera extensa, suelta, envuelta como una filigrana eclesial entre las piernas, sienta las distancias –falsas, meramente estéticas— entre amores: el profano y el sagrado (puesto a un lado, como si otra cosa fuera).

BRAQUE: Los versos de Ariosto y de Pietro Bembo desvirtuados, hechos trizas, letras, por el lienzo. Por acento, una hebra fina y destructiva de cabello preso.

DE CHIRICO: Alma plena de estaciones, fuerte y ferroviaria. Un suplicio retumbante, como una planta rodadora, y una pila de columnas rotas a un costado, son lo único que nos permite discernir que estamos a la altura de los cuatro vientres de Lucrecia.

BACON: Color y carne desgarrados son residuos del carácter esencial de la Belleza, primer y máximo Inclasificable.

 

 

Quincas Borba

I do not commiserate, I congratulate you
Walt Whitman

Humanitas, Rubião, faculta
Que mi perro corresponda a mi persona.

 La homonimia tiene patas cortas, manchas,
            Un hexágono incisivo por aserradero
A la altura (y a lo largo) de la boca,
Dos caninos y una borla, raída,
Al borde del abismo vertebrado y vertedero de la cola.

            Quincas reconoce a Quincas
            En la seña de los nombres y los rastros dactilares de la orina
            Quincas reconoce a Quincas
            En la calidad retráctil de la lengua,
            En las heces y el hedor puntual de la rutina.

Y usted, Rubião, tampoco alberga dudas
Sobre la acuidad del atavismo
Que indica, como un juez o un perro de aguas,
                   (Quincas da y Quincas quita, da lo mismo)

El lugar exacto donde usted no pudo resistirse a morder
La mano de su amo:
                 Quincas, canis, pantocrator.

 

Ocios de un frenólogo

Qué ve do esa mira cóncava de calavera
siendo que ella, tanto y más artera,
a su vez le observa a través de las cavernas
de sus órbitas exentas de alma, raudas de advertencia

 Qué no ve, colega, para insistir de esa manera
en procurar las semejanzas de la calavera
con los cráneos palpitantes de nuestra clientela

(y con la cabeza que soporta él mismo, aun, sobre la mano abierta)

A sabiendas que las calaveras
             son, al fin y al cabo, idénticas.

 

Damnatus ille!

 

Infeliz quien se aboque a los negocios
en sus ratos de ocio, como este truhán,
que anticipa a toda hora la demora
de la muerte, como quien quisiera ignorar
que se lo atracará sentado y por la espalda
con la propia calavera en mano
como ofrenda a Ker.

 

 

 

 Finisterre


Surterre et basterre, terrefinis

Set, Bastet et Ptah au Ptyx

 

 

Amado, a más me das,

menos me queda por quitarte

El rubor de mis humores me cerciora que recobro ya esa fe de navegante

Fe de rata honrada que abandona el barco

antes de llegar a puerto

por terror al yo y sus circunstancias

por temor a ser yo, además,

la plaga

pudiendo haber yo sido, en mi soledad, azote suficiente

Yo y mi soledad ilota,

yo y mi cero coeficiente.

Oh, preclaro oscuro, cuervo nacarado

Todo vida y toda muerte y todo en vano

Por eso hoy bajé a la mar y esperé

—durante horas y sin suerte—

darme con algún albatros para darle muerte

pero nada,

el cielo se desploma en óleo pero nada

el agua, los catamaranes y las algas

(Turner, pero nada),

la arena que se desabrocha al contacto de las olas

nada

el sol que se hunde en el océano

como en un sartén de aceite

y chisporrotea al apagarse

contra el horizonte

 

Una gargantilla nítrica de spondylus y espumas

luce contra el cuello expuesto de la costa

conchas y burbujas que palpitan como mujerzuelas

bajo el cielo que se tumba,

gato a tierra

hombre al agua

nada, bestia, rema

 

Hoy,

como verás,

no pude desquitarme contra nada que no fueras tú.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

REYNALDO JIMÉNEZ: "NUNCA LEO Y MENOS ESCRIBO DESDE UN NEO". Maurizio Medo



En una entrevista con Leonel Arance, Reynaldo Jiménez (Lima, 1959), confiesa:


 
«Escribo para despensar los términos. Lo más preciso tiende a seguir abierto. En última instancia, me gusta darme al remolino mestizo, busco la emergencia indefectible con el molusco por crencha, desmentido de magnitudes y mensuras hasta el caracú, cinturón de anguilas y anteojos de pulpo, con plancton en la boca… El hombre-sandwich es el hombre-rana que mi hija Clara vio salir del bravo mar en una playa del Perú cuando era chiquita: le dije mirá el hombre-rana y ella vio el mixto encarnado, la mutación intermedial que la palabra decía. Es por este andarivel que el canto de inocencia completa, como en Blake, el de experiencia».

Reynaldo, poeta y traductor afincado en la ciudad de Buenos Aires desde 1963 creció rodeado por el «oficio de la inventiva». Y no sólo por la influencia de su padre Manuel —un artista visual quien, más allá de su amistad con artistas peruanos como Gastón Garreaud, Leslie Lee, David Herskovitz o Sabino Springett, merecería mayor atención— sino, también, por la influencia que ejerció en él Javier Sologuren, su tío.

Reynaldo Jiménez fue editor de tsé-tsé, una plataforma de difusión de poesía y ensayo contemporáneo en la que aparecieron autores César Moro, William Burroughs, Patti Smith, Arnaldo Antunes y Silvia Guerra, entre muchos otros. Hasta la fecha ha publicado los libros de poemas Las miniaturas (1987), Ruido incidental / El té (1990), 600 puertas (1993), La indefensión (2001) y Musgo (2001), y los ensayos Por los pasillos (1989) y Reflexión esponja (2001). Actualmente la editorial española Libros de la Resistencia viene publicando su obra poética reunida bajo el título Ganga. Amén de ello Reynaldo Jiménez también ha traducido al español importantes obras de la poesía brasileña contemporánea como Galaxias de Haroldo de Campos, Catatau de Paulo Leminski, además de obras de Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes y Sousândrade. Sin embargo cuando la crítica se refiere a él, antes de hurgar en su descomunal obra, opta por considerarlo como «el más joven de los neobarrocos», aunque para este autor el neobarroco sólo haya sido una parte de su «educación sentimental», importante, sí, pero finita. Reynaldo Jiménez va más allá de eso. Por tal razón consideramos muy oportuno aclararlo a través de uno de esos diálogos que sólo pueden darse a través de la amistad.

 


Reynaldo, comenzaré por un tema que tal vez despierte polémica. Quizás por tu aparición en Medusario (hay que aclarar que, más que una antología del neobarroco, es una de poesía latinoamericana, a secas), se te suele nombrar “caballero de la orden” –de los neobarrocos. Yo tengo una mirada diferente. El neobarroco (oso) planteado por Néstor constituyó una emergencia histórica, frente al conversacionalismo. Me parece, corrígeme, que tu poesía sería ligeramente posterior a esta emergencia, una que dejó huella y se constituyó en una posibilidad estética y política. Considero también que eso “barroco” en su sentido más amplio, es algo consustancial a lo latinoamericano, si es que existe lo latinoamericano. 

¿Te consideras un poeta (en primer lugar, habría que preguntarse si quedas “solo” en poeta) un poeta barroco, o más bien uno que explora las diversas posibilidades (y densidades) del lenguaje?

Gracias, Maurizio, por la oportunidad de conversar sobre estas cosas, no sé si importantes pero soterradas a la hora de “achicarle el pánico” a cierta cuota de prejuicio que a veces siento pesar sobre determinados “juicios de valor” que se le han aplicado a lo que escribo. En este sentido está bueno develar, porque, aparte del caso personal, me parece que estas cuestiones hacen a la looking atitude (Duchamp llama) y eso ya es del contexto, excede lo estrictamente personal. Desde dónde suele determinar hasta dónde “se lee”.

Medusario: varias veces me tocó mencionar la alegría que fue esa inclusión para un linyera espiritual (así me sentía entonces), un gato ni hogareño ni callejero sino bastante solitario, mientras ponía todo el empeño y práctica artística en la fuga más elástica posible, en toda suerte de mínimas desprogramaciones culturales. Junto a semejantes mostros, además, con suficientes páginas como para hincar el diente en cada poética, en un mismo nivel de respeto al despliegue de cada cosmograma. 

Medusario de hecho cuenta entre sus logros, en cuanto a políticas de la edición, la ofrenda de un diagrama alterno a un cierto canon anterior o —para decirlo a lo Haroldo— una galaxia. Entre ello quedé, como sabes, en la grata, pero rarita situación de ser el “más joven” de la troupe: ergo, y por transposición de cierta mala fe, reincidente ella con distintas caretas, sospechable —presa facilonga, venía cantado— de epigonalismo. Y en cuanto a la acusación de manierista, no sólo no tengo inconveniente, sino al contrario en buena medida la aliento.

He referido también en otra parte —vale repetirlo— que esa inclusión la sentí un guiño de Perlongher, quien siempre apostó a mis cosas y en ese andarivel recibí el influjo de su onda fraterna, de su apoyo de lector que tomaba en serio lo que para otros eran mamarrachos de lo más ilegible. Es que a ambos nos importaba ese asunto crucial de “lo ilegible”, los bordes semánticos, las fronteras que son las análogas de la conciencia establecida, la convención que fija las posturas en un calambre ahí donde, para ese “nosotros” posible, la poesía apuntaba más bien y bien en cambio a la elongación connotativa tras el menor atisbo de microsentido. Así fuese un tipo de sentido informalescente, sobre todo ése, con una pizca drástica de azar, de accidente provocado, en lo peligroso del juego verbal y su entrelínea.

Y para seguir a Lot con el lance, sentimiento ambivalente de pertenecer, sin haberlo buscado, a una “orden de caballería”. Quizá lo poeta en uno tenga varias vidas y arrastre algo definitivamente gatuno, que ni mal sabría definir (ajusta la simultánea, equidistante sombra).

Medusario, lo que presenta es una serie adrede irregular de escrituras, realizadas en gran medida con escaso o nulo conocimiento entre sus autores hasta ahí. La apuesta de reunirlos los coloca en una interrelación diagramática que no existía como posibilidad asociativa, que, a su vez, a los propios autores puede representarles una especie de desafío (me ocurrió) no sólo de lectura de lo ya escrito sino en cuanto a puntas de exploración a futuro.

Parecido y distinto sucede también con un compilado posterior, Pulir huesos, que nos incluye, Maurizio. Ahí están los coetáneos. Está la gente de un par de camadas —Róger o Maquieira serían parte de una tanda etaria, uno o Arteca estaríamos entre los del medio, tú entre los del otro borde— una bandada posible, reunida también por primera vez a la luz de un lector que es un crítico creíble, Eduardo Milán, de hecho, también incluido como autor en Medusario.

Eduardo lee la diversidad poética con acorde amplitud de miras y pone en evidencia —precisa— relaciones ahí donde no eran notadas: seleccionar como acto crítico.



¿Qué semejanzas podríamos establecer entre Medusario y Pulir huesos?

Ambos libros secuencian e inauguran un desenfrascamiento del “ser nacional” endilgado a los habituales florilegios. Quizá esto se deba a la propia desterritorialización, pasada por lengua, en los desplazamientos geográficos y culturales, aunque de diverso perfil, de los propios Perlongher, Echavarren, Kozer, principales carburantes de la edición medusaria; asimismo la circunstancia conocida del propio Milán.

Yo también llego, como tú, a esta especie de delta de influjos y ancestralidades, en la mescolanza lingual del mestizaje que encarna nuestras américas, desde las cuales eminentemente y sin más vueltas escribimos, a destajo. En este sentido, la mistura fina de Medusario se continúa (y desvía) en Pulir huesos, y quizá continúe en otro avatar de la desmentida más adelante… No interesa tanto la perduración estilista como las movidas del diagrama que produce esa lectura de conjunto en el sentido galáctico —concreto— antedicho. Ahora: con Kozer nos llevamos diecinueve años, con Perlongher diez, Haroldo me llevaba treinta, etc. Las trayectorias y los alcances, ergo, son incomparables desde cualquier punto de vista. Con el que somos más coetáneos es Eduardo Espina: cinco años nomás de diferencia.

Néstor incorpora el conversacionalismo, lo digiere como buen antropófago psicodélico que era, en plan de mestizaje total y absoluto, lo mete, con el surrealismo y el concretismo y el beat, en una barrocodelia, le añade las derivas que todos sabemos de igual manera que, en el plano estrictamente comportamental, se desmarcaba, según consta en sus declaraciones publicadas en vida, de cualquier normativa identitaria homosexual u otra, prefiriendo, en todo este berenjenal del lenguaje, plantear y dejar vibrando la posibilidad mutante de “los mil sexos”. Así también, su recurrencia a la sustancia alteradora de la percepción, de índole dionisíaca, pero en cuanto reconecta con la lírica, en tanto entonación, en tanto dadora de un tono. Y hasta, como demuestra Aguas aéreas, con la mística más pulsional. Esto a diferencia, como él mismo señala, de su colega y probable maestro en varias cosas Osvaldo Lamborghini, mismo un devorador de conversacionalismos y laburante desmitificador de la entrelínea, para quien la música en el poema no cuenta, mientras que para Perlongher sí. Y mucho cuenta, porque canta. En este descuento, a la vez, abre distancia respecto al color local del prosaísmo rioplatense, lo que él llama la “tos de tango”.

Yo leo Austria-Hungría apenas publicado, después de haber leído a muchos de los autores que también constituyen su galaxia referencial, empezando por Lezama y el surrealismo argentino, que Néstor incorpora, a diferencia por ejemplo de Echavarren, que prefiere, en su ley, la línea Stevens-Ashbery, a quienes tradujo. Echavarren reprende y con razón el recurso a la enumeración caótica, que identificaría al surrealismo, tomándolo como defección, restricción de la exploración sintáxica.

Lo mismo, aunque por motivo opuesto, le adjudica, dicho no sea de paso, al concretismo brasileño en su etapa más constructivista o manifestaria: la ausencia de la sintaxis. Lo cual es clave para todos los incluidos en Medusario: si hay un barroco, ocurre al ras y en tanto lengua sintáxica. En Hinostroza, por ejemplo, no hay explitación barroquí, mientras que en Lauer la habría; ello no quita una cualidad policéntrica, una visión interiorizada y refecundada desde las periferias en pro de una lengua mutante, característica común a los llamados neobarrocos, en el cosmograma hinostroziano. O en la limpidez de Zurita. O en la precisión digresiva de Milán. Ni hablar de la lengua intermedial en Wilson Bueno o Leminki o Marosa.

Ahora, en última instancia a cualquier neo prefiero, por sugerir un proceso mucho más amplio, e interamericano si se quiere, siguiendo a Rubén Quiroz, recientemente, y al propio Haroldo, antes, un transbarroco.

Lo barroso nestoriano fue una broma momentánea, una salida al paso durante una entrevista, que los fijadores de la preceptiva determinaron clave de lectura a través de una reiteración que le perdiendo el aroma. La broma continúa entonces como obturación generalizadora de matices, caricatura en su dictamen de lugar común (falso lugar y falsa comunidad) que le cayó como anillo al dedo a esa corriente tan rioplatense del populismo gourmet que nos aqueja. El subrayado plebeyo como sobresignificancia que elude y torpemente manosea sin presentir el refinamiento del pensar perlongheriano, que se desplaza en un ajuste continuo por lo que él llamó micromar de las sílabas.

Además, no es cierto que el surrealismo, en las sudámericas por lo menos, sea un remiendo de imágenes verbales o responda a una suerte de epigonalismo de hallazgos europeos. En todo caso esos surrealismos no serían ninguna especie de avanzada neoartística del occidente colonial. Este elemento de flexibilidad articular que Néstor se presta a sí mismo para la elongación semántica que se propone, con su nivel de irritación humoral, le sirve también, si no para quebrar la línea más fordiana de producción del realismo descriptivo y naturalista, conversacional o no pero sí claramente dominante en la provincia rioplatense de las Letras, para desmadrarse (alegremente) hacia una mayor concentración expansiva en el lenguaje.

Las articulaciones sintáxicas, tal como ocurre, si se lee con el suficiente desprejuicio, en la enumeración efectivamente caótica, con igual derecho a circular que el de sus detractores o, peor aún, sus reduccionistas fans de la academia, pasado por los beats y desde el lumpen-de-origen, mescolanza que de hecho Néstor reconoce en otro colega, marginal hasta dentro de la llamada “poesía marginal” de su generación en Brasil, Roberto Piva, de quien, me atrevería a decir, es el introductor en lengua castellana (lo mismo que de Wilson Bueno), nos lo presenta formalmente y en su estatura. No hay que descartar, insisto, las recién mentadas frecuentaciones o infrecuencias de sustancias alteradoras y, en fin, de un abanico de ilegalidades en los modos de intimidad interpersonal, viendo el desde ojo situacionista la existencia colectiva y a la vez buscando en todo momento la perla irregular.

Nunca leo y menos escribo desde un neo. Comparto esa fulguración, que está en Echavarren cuando discurre sobre Sor Juana, si no me equivoco, de que la precisión no es necesariamente una síntesis, mucho menos un atajo, sino un develamiento del detalle y el matiz. En este sentido, y llego, jadeante, a tu pregunta, sin respuesta unívoca: lo barroco (¡salve Adán!) me involucra, es parte del acervo influyente, su injerencia en lo que escriba o pueda llegar a escribir es, será parte de la situación americana y me llega de la mano de esta mixtura ambiente que somos sin más buscar y sobre todo: sin mayor necesidad de rebuscar.

Personalmente considero que tu propuesta puede surgir de ese espíritu (lúdico y connatural) del barroco oral del cual te vales para plantear dos niveles de crítica y reflexión: la poesía como una fusión de la inestabilidad del habla y su vinculación con los diversos campos de la producción cultural. Hay trabajos tuyos a los que el lector accede pensando que está frente a un poema cuando, en realidad, está ante una crítica.

Podría alegar que parte del proceso de “liberar” (¿a su modo?) o “librar” (¿a su suerte?) un textil de esta índole poético-crítica, que planteamos y compartimos, en el sentido de condensar ése cierta intensidad o cierto gradiente (grado mordiente) de atención, implica en mi procesar su paso materializante por la voz. Leerlo en voz alta hasta que suena escrito en efecto por otro, ahí donde la voz ya es una interpretación —no en el sentido de la interpretancia de algún neodiscurseo, sino en el más performático de un impersonator— o sea que se traslada algo que sonaba “en la cabeza” al aire común (y corriente). Los arrastres residuales del habla por supuesto infiltran la instancia inspirada del procesar ése, mientras la cosa “se” escribe, en un dictado que por un lado provoco pero que sólo puedo convocar cuando colocado en determinada coordenada, la cual no es automática a mi requerimiento sino una condición de disponibilidad, que tampoco es garantía de aparición del textil. Escribir poesía, según entiendo, es ejercer la crítica tocando connotaciones.

Una vez materializado —las arremetidas pueden durar de una sentada a varias— siguen las relecturas, cambios absolutamente quirúrgicos si se quiere, de una frialdad que calma una vez alcanzado cierto desapego que no me ocurría con las primeras publicaciones, ni hablar. Y es que fue a medida que abrí más la atención, como quien dice un diafragma, la incidencia del “dictado” fue aún mayor, y menos luego para la intervención posterior.

Claro que pueden pasar meses y meses hasta que retorne la vibra, lo cual no implica que haga “ejercicios” (decenas de libros cuyo vanguardismo proyectivo se diluye en el rescate, a lo sumo, de alguna estrofa, una línea que pasa a ser el título de lo siguiente). Lo cierto es que la operación crítica dentro de este proceso, por así llamarlo, aunque venga medio sin bordes, por momentos, ocurría en un comienzo en ese “después” del hecho conectivo, de la instancia de ruptura del cascarón semántico en que las palabras se conectan entre sí ante los propios sentidos o inteligires. En este sentido vengo pensando hace rato que el mal llamado automatismo psíquico quizá haya sido y siga siendo, si cabe atribuirle nuevas o perdurables posibilidades, una desautomatización. La pérdida del sujeto social, de la identidad, del registro cognoscente anterior al hecho, la famosa suspensión del juicio (ni hablar del pre, así fuese del neo) confluyen en esa concavidad que permea la atención.

Quizá buena parte de las poéticas en trance, por no decir actuales dentro de una demasiado subrayada transitoriedad, cuya valoración excesiva la hace dudosa, destaque precisamente por esa cualidad de transfusión que señalas. Me refiero a escrituras que se trazan desde aquello que José Ignacio Padilla ha remarcado tan bien: el hecho de que el poema no necesariamente dice, sino hace. Casi una remisión lautreamoniana: “hecha por todos”, dijo (es decir: hizo y de tal modo dejó hacer). Por este lado es que concuerdo con tu apreciación de una poética que sea una crítica, y esto además desde la perspectiva multiforme (y acaso deforme, a estas alturas) de la tradición emergida con el Romanticismo, alimentada por una variación de arrastres en que me gustaría heracliteanamente sumergirme.

Tu relación con la Poesía (escrito así) me parece que también se constituye en la posibilidad de asumirla o enfrentarla de manera independiente de lo “literario”. ¿No crees que uno de los problemas que enfrentamos para la “comprensión” de lo poético está en que muchos lo asumen como algo que está “afuera” pero al que se le exige los mismos valores de aquello que está “dentro” de eso literario?

Leer un libro de poesía para entrar en poesía. Como escuchar música, bailar, preparar cualquier ceremonia que involucre algún tipo de reunión, de ampliación vincular, de horizontalización de redes, de entrada, en materia, estudiar a fondo los fenómenos irrepetibles y asimismo olvidarse de todo, de la literatura más que nada, pero también de la poesía mayusculada, muscular, gloriosa, unidimensional.

Como si supiéramos de qué cuernos estamos hablando al decir poesía. Por cierto, soy ignorantísimo y leo muy poca literatura en el sentido de la narrativa actual o los ensayistas contemporáneos de los que suele decirse “cómo no leíste a tal” o “si no lo leíste, no es posible pensar nuestro tiempo” (exagero, pero no tanto, le habrá ocurrido a los lectores que hasta aquí nos acompañan).

Creo, y temo que se volverá a tildar de elitista, que tenemos un groso problema semántico con eso de los “muchos”. O sea, estoy de acuerdo contigo en que la exigencia de comprensión hacia un poema genera demasiadas incomprensiones por parte de ese público de lectores a la pesca de acrecentar su inventario, como tanto cazador de filmes o novelas, si no de marcas y términos deslumbrantes, útiles a la hora de la sobremesa en que manda la socialidad con sus “temas de conversación”. Pero la lectura poética pide, si no exige, una disponibilidad, una entrega de otro tipo o aun otro orden.

De ahí tal vez la confusión de pedir confirmaciones literatas adonde estaría ocurriendo algo que recurriendo a la común materia —el lenguaje— sin embargo, parece acontecerse en una meditación en esa materia, la cual a la vez constituye una materialización. Una emergencia que no confirma a los “muchos” (de ahí el equívoco de los intentos de implantación del preexistente democrático —poesía que se entienda “para afuera”, como si dijéramos, en el picnic: cántate una que sepamos todos— en todo andarivel de la experiencia, a la vez que asistiendo al desprecio contemporáneo, sino pánico, hacia la interioridad, la cual se constata únicamente en el singular, o sea, el lector…).

En cierta ocasión conversabas con Régis Bonvicino sobre el miniboom de la poesía joven que se experimentaba en Argentina, el cual, de una manera incipiente, tal vez haya empezado en el Perú, pero libre de la efebolatría de la institución del poeta joven. Cuando uno lee tu obra observa un continuo desplazamiento temático, muchas veces afín con los nuevos planteamientos. 

La tradición, dicho así, ¿se desarrolla de acuerdo a estos nuevos planteamientos generacionales o sería más justo hablar de zonas de influencia intergeneracional, de sus diálogos, los que parecen haber exorcizado el espíritu parricida?

Sí, recuerdo esa entrevista con Bonvicino. Repensándola, no quisiera tampoco quedar como esos muchachones de antaño recordando los buenos viejos tiempos y criticando “lo de ahora”: esa cosa de “rock era el de antes” o “nosotros éramos mejores”, pero… Es gracioso y exacto el neologismo efebolatría; adquiere visos de caricatura dramática cuando se lo acerca a ciertos fenómenos de “poesía joven” o “arte joven” en general, cuyos portadores del referente rondan o sobrepasan los cuarenta años, edad con la cual no tengo el menor inconveniente per se pero que cuando yo tenía veinte, al menos en Argentina, era la edad en que recién se consideraba al “poeta joven” (nosotros éramos protopoetas). Cuando tuve cuarenta, fue el auge de la efebolatría.

Ese desplazamiento temático que ves en mis cosas es por cierto un deseo musical, diría, de corrimiento semántico, algo así como un nomadismo sensacionista que curte la vía del funámbulo, en el sentido de un Genet: bailar para ese dios que se inventa en el momento, nunca para “el público” o el juicio de la época o los amigos con talento o las inteligencias influyentes del momento o los parámetros en alza. No sé de planteamientos generacionales que no envejezcan rápido y pronto; me interesan más los “cortes transversales” o las diagonalidades. Por ejemplo, en vez de una antología de poetas de la generación del 2016, por qué no varios planteos galácticos, incluso contradictorios, pero no excluyentes, de obrares relacionables por razones tan ajenas a la clasificación como al estatuto patriótico o el neoestatuto generacional. Cambia la cosa si se enfoca la selección en una agrupación posible a partir de señas comunes que indiquen sin embargo las singularidades dentro de esa forma de jugarse el lenguaje (verbigracia los Nueve novísimos de Castellet, en su momento, y no otra Antología Poética de la Nueva Mecánica Escritural, digamos).

En cuanto al mentado espíritu parricida, nunca confié. Siempre me interesó conversar con los poetas mayores, con la gente en general que guarda y es capaz de destilar más experiencia. Me harta un poco el afán de retardada adolescencia y la obsesiva distinción (la edad es un tópico tan discriminatorio como el género, que sigue sin ser revisado) respecto a la tanda etaria inmediatamente anterior que se reitera, camada a camada, como otra de esas convenciones en las que también incluyo una cierta —y bien remunerada, a veces— instalación del personaje del artista como transgresor o peor aún del transgresor como artista en cualquiera de sus fases.

En última instancia la tradición no se puede manipular. Y: el canon no es la tradición. ¿Importa insertar el propio obrar dentro de una tradición? Sí y no. ¿Es totalmente posible el recorte de una tradición poética en lengua castellana? Ya no. Qué suerte. No sólo se multiplicaron los castellanos o españoles, sino que están todos mezclados, impuros, sobre todo los nuestros americanos, de ahí las escrituras resultantes. La dialéctica tipo eliotiana o paciana mantiene al menos ése su rasgo funcional: la tradición se mueve, porque se mueve es que habemus.


Tú vives una situación que es, al mismo tiempo, dramática y enriquecedora (la cual de alguna manera comparto) escribes entre dos tradiciones. El periodismo podría conducirme a realizarte una pregunta tan ramplona como: “¿te sientes argentino o peruano?”. Eso no me interesa tanto, sí, saber, por ejemplo, que vasos comunicantes encuentras entre ambas escrituras, especialmente en la producción de los últimos años. ¿Existen?


Nos toca, Maurizio, esta cosa de puentes. Ojo, no pontífices: puentes concretos. Poner el cuerpo para que pasen los necesarios desencarrilamientos, los urgentes contrabandos —no sólo cosmovisionales sino prácticos— y en respuesta no menos periodística te diría que me siento de ambos lugares y ninguno. Esto tiene sus ventajas, así como sus claras instancias dramáticas, como bien lo expresas.

Entre las cosas favorables se nos permite cierta equidistancia de ambos narcisismos nacionalistas, a la hora sobre todo de hablar de poesía peruana o argentina. Por supuesto estoy harto de esas denominaciones y he puesto todo mi empeño en cuestionarlas, haciéndolo desde la edición, la traducción, la difusión, el intercambio, el ensayo. Esto me ha permitido asistir al surgimiento incesante de autores y editoriales (y en menor grado revistas) de los distintos países del continente, no sólo Perú y Argentina, en los últimos veinte años por lo menos, aunque la curiosidad siempre estuvo y ya en los 80, por trabajar en la editorial Último Reino, tenía bastante acceso a los libros y revistas que iban saliendo entonces (colaboré en varias, con estéticas distintas, hasta opuestas, de países diferentes).

Cada vez se puede hablar menos de poesías nacionales; espero haber contribuido con esa desmitificación. Desde ese margen no veo cómo seguir hablando del cruce entre entidades que han demostrado estar un tanto infladas, desde límites geopolíticos y demás dispositivos de afirmación violenta. La poesía desconoce, más que contradecirla o contravenir, esa delimitación, pues es algo que le ocurre a la interioridad, lenguajear que se interioriza, un tipo de atención que no se apoya ya en preexistentes entes ni absolutos (lutos). Un desafío a la unidimensión que establece los separatismos mentales representados por la frontera.

Con Leslie Lee y Clara Jiménez

Uno de los temas sobre los que más hemos conversado con Eduardo Milán es aquél de la “tiranía del lector”. Frente a esa tiranía (del gusto que engendra lo modal) me parece que tu propuesta discursiva, que no queda en el “poema”, más que aparecer como una “resistencia”, es subversiva. El hecho, de, por ejemplo, experimentar con la música, ¿no crees que revela el carácter oral de tu escritura sin que por ello el lector se aproxime a esta a través de la música?

Sí, la tiranía del lector en cuanto se cree público y ya sabes que el público pagó la entrada, pagó por el libro, quiere cultura, quiere verificación, quiere identidad. Así como el loco que se cree poeta y el poeta que se cree poeta y está loco en ese mismo sentido, así el lector que se cree lector en tanto señor y dueño de su lectura. Creo en vez en el lector artista de Mallarmé. No creo que haya un solo poeta de valía que no sea a su vez un lector, aunque haya leído un solo libro o ninguno, pero sea entonces lector de los signos que dan vida a los signos.

El concepto de resistencia lo comparto en relación a la invasión, como en la Francia ocupada por los nazis y sus esbirros locales, por ejemplo, o en el Vietnam bajo el ejército de ocupación de los Estados Unidos. Pero no creo que aplique para el caso de rascarle la calavera al sentido donde y cuando implicado en la escritura de poemas: una cosa así de chiquita, en cierto modo obsoleta y así de rara, inutensilio de Leminski, absurda para cuántos, vicio o pasión, qué más da. La palabra subversión me gusta porque implica una versión que va por debajo de La Versión, y junto a la idea de transfusión, implican ambas el quid de la traducción o sea la translectura, etc. Prefiero trabajar sin objetivos, así sean subversivos, más allá de la página. La página es el ámbito ético que prefiero. Es poco y nada y es demasiadísimo.

Hay una parte de mis textiles que está escrita para ser leída expresamente en voz alta; otra no, aunque como te contaba pase por esa criba o trilla o tamiz. Entre los primeros están aquellos poemas que salieron para ser combinados con música o cuando menos para ofrecerlos de manera oral, en forma de muestras orales de poesía digamos, o recitales, o como se quiera llamar al aspecto performántico, un poco como aprendimos en los beats y sus continuadores interrock. Esto lo he visto en Brasil, en Uruguay en menor medida, pero también, adonde hay cultores inspiradores en esto de retrotraer la poesía a sus funciones instantáneo-arcaicas, tribales. No exploré con música o imágenes en pos de alcanzar más lectores (siempre estuve en la música, siempre dibujé, saqué fotos, busqué imágenes) pero si algunos después llevan a algún libro mío a andar por ahí, qué alegría.